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Martes, 5 de Agosto de 2025
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El Síndrome del Impostor es en realidad el Síndrome de la Impostora

Ricardo Martínez

Este artículo es parte de nuestro nuevo newsletter exclusivo The Peer Review de ciencia, tecnología y academia, el que ahora se comparte para todo público.

Supóngase que usted sea, y ello es muy probable, una persona que ha obtenido logros importantes en su trayectoria. Que ha alcanzado alguna posición destacada en su ámbito, en algunas ocasiones académico, en particular la consecución de grados o la obtención de fondos exigentes o la publicación de textos en algunas revistas importantes de corriente principal.

Usted está a veces en su oficina mirando su computador y de pronto siente una sensación de, “no sé qué hago acá, yo no merezco esta posición, en cualquier momento mis colegas descubrirán que soy un fiasco”.

Dicha sensación, que puede llegar a hacerse “crónica”, tiene un nombre conocido y que se bautizó en 1978 por Pauline Rose Clance y Suzanne Ament Imes como “El Síndrome del Impostor” y resulta el reverso especular del “Efecto Dunning-Kruger”, que es el el sesgo cognitivo que consiste en que las personas con poca habilidad para una tarea sobrestiman su habilidad.

Desde entonces han corrido ríos de tinta, se han realizado talleres, y se han generado listas de tips para atacar individualmente el Síndrome –como llevar una lista de logros objetivos que observar cuando se siente esa sensación de fiasco– que afecta a muchas personas que de manera ostensible tienen logros destacados en sus área de expertizaje, en particular en la academia y en el ámbito de la salud.

El Síndrome no parece detenerse en discernir en su ataque los méritos sobresalientes de quienes lo padecen, como se ilustra en la siguiente historia:

“Hace algunos años, tuve la suerte de ser invitado a una reunión de grandes y buenas personas: artistas y científicos, escritores y descubridores de cosas. Y sentí que en cualquier momento se darían cuenta de que no calificaba para estar allí, entre estas personas que realmente hicieron cosas (…) En mi segunda o tercera noche allí, estaba parado en la parte posterior del pasillo, mientras ocurría un show musical, y comencé a hablar con un señor muy agradable, educado y anciano, sobre varias cosas, incluido nuestro primer nombre compartido. Y luego señaló la sala de la gente, y dijo algo así, “solo miro a todas estas personas, y pienso, ¿qué diablos estoy haciendo aquí?, han hecho cosas increíbles, yo simplemente fui donde me enviaron” (…) Y yo dije: “Sí, pero fuiste el primer hombre en la luna. Creo que eso cuenta algo” (…) Y me sentí un poco mejor. Porque si Neil Armstrong se sentía como un impostor, tal vez todos lo sienten. Tal vez no hay adultos, solo personas que han trabajado duro y también tuvieron suerte, todos haciendo el mejor trabajo posible, que es todo lo que realmente podemos esperar y hacer” (Neil Gaiman).

Claro, el relato es epifánico, reparador, tiene misterio y el gran golpe de efecto de revelar los nombres de sus personajes –tanto del astronauta, como del narrador gráfico– solo hasta el final, muy en la línea de las Charlas TED o de espacios como, “Lo que se quedó en el tintero” del antiguo Selecciones del Reader’s Digest, pero en todo su intento de sublimar el Síndrome del Impostor, obnubila un aspecto crucial: que este síndrome no está distribuido de manera uniforme al interior de las comunidades académicas, como, no está de más decirlo, habían ya planteado Clance y Imes (1978) desde el título de su trabajo; lo que con el discurrir de los lustros fue obviándose.

En una editorial de la más que centenaria revista médica JAMA de 2019, Samyukta Mullangi y Reshma Jagsi sostenían que, “[g]ran parte de la narrativa existente sobre el Síndrome del Impostor se centra en soluciones individuales. Los artículos en línea a menudo atribuyen el origen del síndrome a rasgos de carácter como el perfeccionismo. En un estudio cualitativo, los médicos caracterizaron la medicina como una profesión de élite poblada por grandes triunfadores que eran particularmente susceptibles de vincular su autoestima con el logro. En consecuencia, remedios como mantener listas de logros o buscar el cuidado personal con atención plena y meditación proliferan en seminarios y blogs de autoayuda”.

Así entendido se trataría de, para ocupar un prisma caro a las ciencias sociales, un problema de agencia y no de estructura.

Pero, Mullangi y Jagsi continúan: “Las organizaciones pueden trabajar para nutrir las carreras de hombres y mujeres al reconocer las formas sutiles en que se socializa a las mujeres para comportarse en espacios públicos que pueden evitar que sean reconocidas por sus contribuciones. Los datos muestran que las mujeres son socializadas para enmarcar sus sugerencias como preguntas con el fin de obtener consenso, para evitar parecer abrasivas. Otros estudios muestran que las mujeres pueden ser penalizadas por ejercer poder y volubilidad en las reuniones, mientras que hacer lo mismo tiene un fuerte efecto positivo sobre los hombres. Un importante artículo de investigación demostró que las mujeres tienden a minimizar sus ambiciones y expectativas salariales en entornos mixtos para impulsar las perspectivas de relación. Estos comportamientos aprendidos contribuyen en última instancia a un ciclo que se perpetúa a sí mismo: ser reconocidas por su competencia y por lo tanto no ser promovidas. Pero este descuido lleva a las mujeres a dudar de sus capacidades y a profundizar una sensación de Síndrome de la Impostora”.

Lo mismo sucede, en efecto con muchos otros grupos menos favorecidos o que no pertenecen a lo que Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron llamaban, “Los Herederos” [y aquí el uso del masculino no es ingenuo].

De hecho, hace solo un mes se publicó en línea –aunque tras un muro de pago–, The Palgrave Handbook of Imposter Syndrome in Higher Education (Addison, Breeze & Taylor, 2022) que justamente aborda el Síndrome del Impostor desde el enfoque de los grupos marginalizados de la academia, a saber, las mujeres, las comunidades y las disidencias LGBTI+, las minorías étnicas, entre otros grupos.

En dicho volumen se desarrolla in extenso el giro desde entender el Síndrome como un fenómeno de la psicología individual de las personas que participan de la academia o en el área de la salud hacia la noción, al parecer mucho más abarcadora, del Síndrome como un fenómeno sociológico y cultural al que contribuyen los estereotipos, las malas prácticas y sobre todo la discriminación explícita o velada de quienes no son, para repetirlo, “Los Herederos”.

Mullangi y Jagsi, en consecuencia y en consonancia con Addison, Breeze y Taylor, proponen que lo esencial es atacar las causas –discriminadoras– del Síndrome, más que solo sus consecuencias, y sostienen que, “[a]lgunos centros médicos académicos están reconociendo que las mujeres altamente calificadas pueden escapar de las pantallas de radar de los comités de búsqueda, que generalmente están llenas de personas con la confianza o las conexiones para llamar la atención. Los enfoques simples como la “Regla de Rooney” de la Liga Nacional de Fútbol Americano, que requiere que los candidatos de minorías sean incluidos al menos entre los considerados para un puesto de alto nivel, pueden ser una forma de combatir el sesgo que de otro modo podría afectar a los grupos de candidatos y, en última instancia, ayudar a remediar la disparidad en el liderazgo”.

Es interesante la alusión a la Regla de Rooney, ella se refiere a un principio que viene operando de manera más o menos institucionalizada en el entorno del fútbol americano profesional (la NFL) desde hace un par de décadas y que toma su nombre de Dan Rooney, antiguo dueño del equipo de los Pittsburgh Steelers, y que planteaba que los equipos de la liga entrevisten a candidatos de minorías étnicas para puestos de entrenador en jefe u operaciones de fútbol senior.

Ello debido a una asimetría muy marcada que se detectó a inicios del presente siglo y que correspondía a que un porcentaje enorme de los jugadores de la NFL pertenecían a minorías étnicas (para 2022 ese valor corresponde a 69,4%), mientras que los cargos de coach mostraban un porcentaje bajísimo (antes de la Regla de Rooney, en torno a un 6%).

Acción afirmativa

Obviamente, protocolos como la Regla de Rooney –que se han extendido más allá de las lides deportivas– se relacionan con el concepto de acción afirmativa. Este concepto sostiene que se deben realizar acciones explícitas y efectivas para aumentar la representación de personas en función de su género, raza, sexualidad, credo o nacionalidad en ámbitos en que estos grupos han estado subrepresentados y encuentra uno de sus orígenes en la Executive Order No. 10925 firmada en los Estados Unidos por el presidente John F. Kennedy en 1961.

La acción afirmativa, que es prácticamente un sinónimo de el concepto análogo de discriminación positiva, resulta un ejercicio de equidad, esto es el equilibrio en las condiciones de partida de personas que han sido desfavorecidas tradicionalmente y sus instanciaciones no se limitan en absoluto a ordenanzas en el Primer Mundo.

Por ejemplo, en Chile, a las puntuaciones que reciben quienes postulan, por poner un primer caso, a becas Anid, se añade un porcentaje sobre el resultado atendiendo a la pertenencia a etnias indígenas, las condiciones de discapacidad o la región de residencia. Del mismo modo, en los concursos de los Fondos de Cultura se propende a que en el conjunto de las organizaciones o personas individuales que acceden a tales recursos esté representada de manera significativa la acción cultural de las provincias chilenas más allá de la Región Metropolitana. Evidentemente donde más resonancia ha tenido este tipo de ajustes en las representaciones ha sido en la composición de la Convención Constitucional.

El hecho de que el Síndrome el Impostor en realidad sea un Síndrome de la Impostora (o, también, de otros grupos marginalizados) y su abordaje para solucionarlo ya no desde el coaching académico, sino que de manera estructural habla de los modos como en el ámbito de las comunidades de investigación y cultura estos deben hacerse cargo de las formas como ciertas prácticas discriminadoras sociales también en esas mismas comunidades se manifiestan.

Todos los pasos hacia su solución estructural, como señalan Mullangi y Jagsi, propenden a entender que “[e]l Síndrome del Impostor no es más que un síntoma: la inequidad es la enfermedad. El tratamiento más apropiado es promover una representación equitativa de las mujeres y las minorías (…) a través de una intervención concertada a nivel sistémico”.

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