Carmen (Aline Kuppenheim) busca el color ideal para pintar el interior de su casa en la playa. Las referencias las saca de un libro de fotografías. Son casonas europeas, italianas quizás. Rosadas intensas como una flor. Las apunta con el dedo para que el ayudante sepa de lo que está hablando y luego de un rato le pide que le eche más azul, un azul marino, a la mezcla rosada que gira y gira juntando los colores. Los rojos, los azules, algo de blanco como la bandera del país que lleva tres años atormentado por una dictadura. Chile.
Y en eso, mientras nos vamos acercando al color para las paredes internas de una casa que ya conoceremos, un par de gritos al voleo sacuden la calle. Un nombre, un rut y luego los chirridos de un auto escapando. Cuando la calle ya está limpia, Carmen se asoma para saber qué pasó. Pero a simple vista afuera no hay nada.
Esa es una primera alerta. Es el momento en el que sabemos que un mundo interno, extremadamente cuidado y privilegiado, se verá perturbado por lo que pasa en el exterior. La sensación se potencia cuando Manuela Martelli (39 años), la directora de esta ópera prima que competirá por Chile en los Premios Goya 2023 y que indudablemente se asienta como su gran debut, nos muestra a Carmen frente a su auto y dos baldes de pintura. Su fino calzado luce un par de gotas rosadas, aquel que trae hacia sí el zapato añoso de una secuestrada que ya no está.
Un poco más de siete años le llevó a Martelli construir esta historia que tiene resabios de su propio álbum familiar. Una abuela. Una madre. Una mujer que luego de pasar por la Escuela de Artes Aplicadas tiene al frente una pregunta invasiva: ahora, ¿qué hago con mi vida?
Entonces, arrastra a su vida, otra vida. Una ajena. Las que se perdían en ese tiempo por las calles del país.
Un poco más de siete años le llevó a Martelli construir esta historia que tiene resabios de su propio álbum familiar. Una abuela. Una madre. Una mujer que luego de pasar por la Escuela de Artes Aplicadas tiene al frente una pregunta invasiva: ahora, ¿qué hago con mi vida?
Los relatos yuxtapuestos de distintas mujeres le permitieron a la directora, según comentó recientemente en el estreno inaugural del Centro de Cine y Creación (CCC), en Santiago, construir a la personaje principal. La protagonista, que nos adentra en un viaje donde la tensión y la curiosidad se apodera de nosotros, está construida en base a recuerdos. Memorias en que las mujeres estuvieron relegadas al hogar (o no), pero jamás exentas de experiencias vitales que fueron demarcándolas. Definiendo sus posiciones e incluso conflictuando sus propias creencias.
En Carmen también habita la abuela de Aline Kuppenheim y ese diálogo que pudo darse entre ambas, reconocen directora y actriz, es probablemente la esencia de una película que escapa de los tradicionales códigos utilizados para narrar la dictadura en Chile. Aquí, hay mirada, manos, texturas y piel de mujer. Dirección de una que ha estado y conoce el set de grabación. Sensibilidades que no encontrábamos antes y que ya han sido reconocidas a través de la selección en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y premiadas en el Festival de Cine de Londres, Festival Biarritz en Francia y recientemente en el Festival de Cine de Valdivia, Chile.
Manuela Martelli no abusa de las imágenes prefabricadas. Las hay, claro que sí. Almuerzos familiares donde Carmen pide jubilar luego de años de crianza y conversaciones políticas entrecruzadas en las que el patriarca trae el silencio a la mesa después de decir que “el temita” llega hasta ahí. Pero eso que ya hemos visto antes, no se roba la película. La atención, pese a todo lo que la rodea, siempre está en Carmen. Es ella y su relación con las mujeres que forman parte de su vida.
Vestimentas impecables, autos y casas en la playa, todo lo que habla de una vida de privilegios, se ve trastocado cuando la protagonista acepta hacerle un favor a un sacerdote amigo. En sus manos cae la sobrevivencia de un supuesto delincuente llamado Elías. Un antisocial que apenas se mueve producto de una herida de bala en su pierna. Esta es la primera estación de un largo recorrido en tren. Parada allí, Carmen elige volver a cuidar, contraviniendo su deseo de abandonar la crianza. Pudiendo negarse a atravesar el túnel, ella misma reconocerá cuánto peso puede tener el instinto más allá de las concepciones sociales.
La película nos sumerge en un viaje que escena tras escena aumenta su velocidad y la tensión crece cada vez que la música persigue a la protagonista. Nos hace doblarnos sobre la silla mientras nos preguntamos si está haciendo lo correcto. Pero en esa búsqueda personal no caben las valoraciones morales, Carmen, quizás, está haciendo lo que cree que debe hacer.
En ello, el humor distiende el nerviosismo. Un elemento poco explorado en este tipo de películas que puede apreciarse también en la recién estrenada Argentina, 1985 de Santiago Mitre, y que le entrega frescura y luminosidad a hechos opacos de la historia latinoamericana. Sonreímos mientras algo nos duele.
Existe una discusión ficticia sobre el cine chileno y su vínculo con la dictadura e, independiente de las reflexiones que puedan tener ciertos elementos certeros o no, estamos frente a otro lugar desde donde mirar esa historia. Es la mujer anónima. Las invisibles que fueron clave y lo siguen siendo para los procesos sociales y las vidas que podrían haberse apagado si no estaban ellas allí.
Manuela Martelli logra seducirnos con su película. Nos atrapan los colores lavados propios de la época y nos embriagan las escenas constantes del mar Pacífico. Son las corrientes que empujan a la protagonista y sus acciones para salvarle la vida al delincuente. Un herido que es en realidad un militante fugitivo de la represión de Pinochet.
Allí, las cosas cambian.
De forma extraordinaria, Aline Kuppenheim logra evocar ese tránsito. El viaje en tren. Dejamos de ver solamente a una mujer dedicada a los arreglos de una casa de veraneo e identificamos a otra que decide por sus propios medios internarse, sin abandonar sus otras múltiples tareas mamá-abuela, en una causa que la supera. Que desconoce. Que la ve como extranjera. Foránea, quizás enemiga. Aparece, entonces, Carmen la ayudista (para evitar spoilers, omitiremos su chapa).
Puede ser esta la gran particularidad de la ópera prima de Martelli.
Existe una discusión ficticia sobre el cine chileno y su vínculo con la dictadura e, independiente de las reflexiones que puedan tener ciertos elementos certeros o no, estamos frente a otro lugar desde donde mirar esa historia. Es la mujer anónima. Las invisibles que fueron clave y lo siguen siendo para los procesos sociales y las vidas que podrían haberse apagado si no estaban ellas allí. Son las que empujan los vehículos para volver a echárlos a andar, pese a que en el asiento del piloto siempre vaya sentado un él.
En 1976, Carmen tiene sus manos en el maletero y a su vez en el manubrio de ese azulado Fiat 125 que la traslada de un lugar a otro.
Durante la dictadura, las ayudistas cumplieron tareas claves para el desarrollo de acciones de resistencia, desde las más osadas hasta las que garantizaron normalidad en las casas de seguridad. Testimonios sobran de mujeres que transportaban armas en taxis haciéndose pasar por escolares u otras que compraron en las multitiendas las ropas que servirían a los detenidos para fugarse de las cárceles entrados los años 90.
Sin embargo, probablemente todas ellas tenían posiciones y convicciones políticas visibles. ¿Qué hace entonces a una mujer burguesa internarse en un mundo así? Durante el desarrollo de la película vamos conociendo ese deseo. A ratos es posible creer que se trata de una aventura para la protagonista. De la posibilidad de romper sus propios esquemas y navegar a contracorriente, sin levantar necesariamente sospechas. Incluso podríamos pensar que el juego del espía le sienta bien y que hay un pasatiempo detrás de todo eso. Pero no. Es algo mucho más profundo, algo que supera el interés personal.
Ante la interrogante, Aline Kuppenheim reflexionó durante el estreno inaugural en Cine CCC, que en la vida de Carmen se imponen los valores humanos. Su cercanía con el cristianismo. La urgencia de estar donde hay que estar, la importancia de actuar cuando hay que hacerlo sin importar las consecuencias. Probablemente, esa sea la pulsión fundamental: hacer lo que hay que hacer.
Carmen ayuda a su amigo sacerdote, para luego salvarle la vida a un fugitivo, y mientras la casa va tomando color y luciendo cerámicas fenomenales, Carmen ayuda a una causa que no es la de ella, ayudando a su hija con los nietos, ayudando en la casa y apoyando. Estando allí. Siendo múltiple mujer en una sola mujer. Carmen ayuda, pero es más que eso.
Por su piel corren dolores y frustraciones personales que de vez en cuando se dejan entrever. Jaquecas y migrañas. Entonces, se quiebra sin omitir responsabilidades. Llorar por la pérdida de alguien y también por la búsqueda personal que queda inconclusa. Las lágrimas se las traga, aprieta la garganta para poder cantar porque al final del día hay un cumpleaños y ella tiene que estar de pie. Radiante. Vestida de rojo como el color de las velas. Haciendo como que nada pasa. Haciendo lo que hay que hacer.
En 1985, mientras Argentina condenaba a los generales de la dictadura y Chile aún vivía bajo las botas de Pinochet, la periodista Svetlana Aleksiévich rescató la historia de cientos de mujeres que estuvieron en el frente de batalla durante la Segunda Guerra Mundial. Su libro lo llamó La guerra no tiene rostro de mujer. Todas ellas eran anónimas.
En este debut inquietante y absorbente, Manuela Martelli hace un ejercicio parecido desde la ficción y nos confirma que en la guerra, la dictadura, en el horror y la represión, las mujeres son también cuerpo y voz. Es de esperar, con justo deseo, que esta mirada narrativa persista en el cine chileno.
Ficha técnica:
Título: 1976
Género: Drama / Histórico / Político
Duración: 95 mins.
Dirección: Manuela Martelli
Producción: Cinestación, Magma Cine, Wood Producciones.
Tráiler: Youtube
Comentarios
NOOOOOO. No creo que la
Añadir nuevo comentario