Una niña aparentemente muda es interrogada por soldados soviéticos tras la liberación de un campo de exterminio. Situados ya temporal y espacialmente, El brutalista continúa presentándose al desplegarse imágenes de un hombre en lo que descubriremos es un barco que lo lleva a EE.UU., mientras escuchamos una voz femenina que lee –o más bien recita– una carta escrita por alguien que no lo pudo acompañar.
El montaje de imagen y sonido se pone a disposición del desgarro que la Shoah provocó en una familia en particular, los Tóth, judíos originarios de Hungría y separados por el Atlántico, a la vez que los movimientos de cámara (los lentos y los vertiginosos, los dirigidos y los caóticos) ya anuncian un tratamiento del espacio como si fuera escrutado por un arquitecto.
De hecho, el migrante de la familia Tóth, László, (Adrien Brody) tiene esa profesión y llega a EE.UU. a trabajar con su primo Attila en su fábrica de muebles en Filadelfia. Ahí se nos presenta su talento para el diseño de muebles e interiores de acuerdo con la escuela Bauhaus en la que se formó, y ahí también se desliza algo parecido a una atracción mutua con la –católica– esposa de su primo, la que está puesta para relevar su doble extrañamiento como migrante y como judío en la sociedad estadounidense de la posguerra.
Sin embargo –y contrariamente a lo expresado en muchas reseñas–, el corazón de la película no está ahí, sino en la relación de László con Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un millonario local cuya biblioteca remodeló sin que éste lo supiera y que posteriormente decidió convertirse en su mecenas.
Esto implica un desafío importante, pues lo que empieza a desplegarse en pantalla pretende reflejar la complementariedad de dos individuos que desde sus fortalezas y sus taras dieron forma a una parte de la cultura estadounidense (y mundial) del siglo XX. Y el desafío consiste en hacer visibles los sentimientos invisibles de estos sujetos –admiración, envidia, dependencia y desdén, entre otros–, todos conviviendo y ecualizándose a medida que la historia avanza. A medida que se construye un faraónico y brutalista centro comunitario en homenaje a la madre de Harrison, concebido por László.
Ahora bien, por interesante y atractiva que parezca, esta premisa la hemos visto antes. The Master (Paul Thomas Anderson, 2012) también ocurre en la posguerra y también se esfuerza en mostrar la relación orgánica entre dos arquetipos desiguales: un alter ego del fundador de la cienciología (interpretado por el Philip Seymour Hoffman) y un traumatizado veterano que se convierte en su más fiel adepto (Joaquin Phoenix), y su evolución con los años.
En la película de Anderson, el hilo invisible entre el cerebro y su brazo se sostiene por dos actuaciones tan dispares como los personajes en cuanto a su enfoque: cierta extravagancia de Hoffman y la contención siempre al límite de Phoenix conformaban un combo potente y explosivo, y absolutamente simétrico en cuanto a carisma.
No ocurre lo mismo con El brutalista. Más por escritura que por actuación, el personaje de Harrison no alcanza a ser un real complemento de la ambición visionaria de László ni un contenedor de emociones complejas que lo eleve por sobre el cliché del millonario caprichoso, más allá de su discurso de aspirante a “hombre renacentista”. La falencia es tan evidente que su caída final como personaje ocurre en una escena tan chocante como gratuita, por lo que da la impresión de que hay material faltante en el corte final de la película.
Conviviendo con esta línea argumental, está la relación de László con su esposa Erszébet (Felicity Jones), su igual en términos intelectuales a la vez que su cómplice existencial y una fiel y devota compañera en lo afectivo y lo sexual… si no fuera por la osteoporosis que la tiene en una silla de ruedas.
Entre las relaciones a veces difíciles de László con Van Buren y su familia, y la tensión de mantener la relación con su esposa en su nueva situación, la película se configura como un drama convencional que con el tiempo parece agotarse, sin que emerja nada nada nuevo que reemplace estas narrativas.
Este agotamiento es parcialmente compensado desde lo visual, con los majestuosos planos generales de las canteras del mármol de Carrara, o de un baile en la penumbra en la misma localidad, que evidencian la vocación grandilocuente de esta película. Por algo fue filmada en Vistavisión, en parte para ser proyectada en pantallas como IMAX, en parte por ser una tecnología desarrollada en la misma época en que se transcurre esta historia.
El epílogo, ya con László anciano, silente y universalmente reconocido, cumple la labor ortopédica de incluir la verbalización de las ideas y principios arquitectónicos del protagonista, pues en la trama anterior no pareció necesario y porque la propia obra exhibida (los muebles, la biblioteca de Van Buren y el edificio en construcción) podían hacer en parte ese trabajo.
Esta escena final termina con un enigmático mensaje que rebate el manido cliché respecto de que el “camino importa más que el destino”, el que no parece tener que ver con nada de lo visto anteriormente, pero que sí tiene sentido para una disciplina como la arquitectura –y el propio cine, de hecho–, en que lo importante es el resultado. El edificio y la película, en este caso, pues quedarán para seguir hablándole al futuro, mientras que sus procesos de gestación con suerte quedarán en el anecdotario.
¿Pero qué le dirá esta película al futuro? No lo sabemos con certeza, mas sí parece claro que pertenece a una estirpe poblada por las obras de gente como Damien Chazelle, Wes Anderson y el ya mencionado Paul Thomas Anderson, quienes en conjunto y desde diversos ángulos y estilos están realizando la autopsia de los Estados Unidos de América con los focos puestos en su siglo imperial.
Acerca de…
Título original: The Brutalist (2024)
Nacionalidad: EE. UU., Reino Unido y Hungría
Dirigida por: Brady Corbet
Duración: 202 minutos
Se puede ver en: HBO Max
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