Reconozcámoslo, cuando predomina el fracaso de nuestros equipos y selecciones, es habitual que nos cuestionemos sobre los asuntos más profundos relativos al balompié. Si todo va mal, no es iluso preguntarse qué sentido tiene el dinero, tiempo y esfuerzo dedicados al fútbol, tanto por la sociedad como por cada individuo. Y tal punto de partida revela una apreciación preliminar que, pese a no estar sustentada más que en un sinnúmero de peroratas algo simplonas, nadie controvierte: somos un país exitista; nos sentimos los mejores en algo para, sin términos medios y por situaciones específicas de distinta índole, pasar a ser los peores, sin matices ni términos medios.
Así, medio esquizofrénicos, muchos discursos asumen que las sucesivas crisis que vive nuestra realidad futbolística obedecen a múltiples factores como la falta de infraestructura, políticas deportivas, formación de jugadores, etc. pero, además, no es poco frecuente leer o escuchar afirmaciones más pesimistas, conforme a las cuales no se trataría de reiterados malos momentos, sino que, en realidad, logros como el triunfo en dos copas continentales (2015 – 2016), el subcampeonato en la Copa Confederaciones (2017), una medalla de bronce en unos juegos olímpicos (2000) y un tercer lugar en un campeonato mundial (1962) -éxitos a los que podríamos sumar las copas internacionales obtenidas por los clubes más importantes del país- son meros accidentes, fundados casi siempre en procesos esporádicos o derechamente casuales, y que, más que hablar de crisis, deberíamos entender que la mediocridad es una constante que expresa lo que somos: malos para la pelota y poco futbolizados.
Concordemos que una cosa es que la pelotita me “interese” y otra muy distinta es acudir con cierta regularidad a los estadios o practicar el deporte
El panorama debe analizarse con calma y sensatez y me atrevo a separar ambas cuestiones: podríamos ser tierra de poco talento, pero mucha pasión por el fútbol y viceversa. En cuanto a los factores que permiten que en algún lugar del orbe surjan mejores futbolistas que en otro, es evidente que son múltiples e interrelacionados; físicos, sociales, culturales, climáticos, económicos, etc. por lo que resulta difícil generar certezas. Pese a ello tenemos algunas. En primer lugar, que vivimos en un país mediano en cuanto a su extensión, con una densidad de población más bien baja, con buenos estándares de calidad de vida´-por una parte- y que, para que una persona pueda lograr muy buenos resultados en este deporte, en general, no existen, como sí ocurre en otros, fenotipos propicios y excluyentes. En suma, no tenemos impedimentos estructurales ni endógenos insalvables que nos impidan generar buenos futbolistas. Por eso la segunda de las cuestiones que mencionaba anteriormente adquiere la mayor relevancia: ¿nos gusta e interesa realmente el fútbol? Es lógico, si el balompié no es para las masas, al menos, la más importante de las cosas menos importantes, no hay problema ni crisis ni mediocridad intrínseca a la que prestarle atención; pero si somos una nación futbolizada, algo anda muy mal.
Algunos periodistas, como Juan Cristóbal Guarello, afirman que Chile no es un país futbolizado. Lo mismo ciertos intelectuales futboleros criollos, como Eduardo Santa Cruz, que, desde la academia, concuerda, señalando como referentes para la comparación a sociedades como la uruguaya y la argentina. Me parece que es algo evidente que somos menos futbolizados que los países del Río de la Plata, pero eso no significa que derechamente no lo seamos, de hecho, existen algunos estudios que nos sitúan entre los países más futbolizados del mundo, en que el 75% de la población se declara interesada o muy interesada en el balompié (Nielsen Sport DNA, 2018). Concordemos que una cosa es que la pelotita me “interese” y otra muy distinta es acudir con cierta regularidad a los estadios o practicar el deporte. De hecho, un sondeo realizado por la consultora IPSOS concluyó que Chile es uno de los países en que menos actividad física se practica, y en particular poco fútbol: solo el 9% de los chilenos afirma jugarlo de manera habitual. Lo anterior insinúa algo que podríamos entender como muy propio de nuestra idiosincrasia: la distancia sideral entre el discurso y los hechos: nos interesa el fútbol, pero de lejitos, sentados viendo algún partido interesante de vez en cuando.
Si el fútbol nos interesa, pero no hacemos algo al respecto, deberíamos sentirnos bastante culpables por nuestra realidad. Pero, en definitiva, estaremos de acuerdo en que somos una sociedad que sabe lidiar bastante bien con los sentimientos de culpa
Siendo así ¿qué expectativas tenemos de construir un entorno en que los clubes sean poderosos, jueguen dando espectáculo, se formen jugadores que puedan a llegar a ser estrellas en las mejores ligas y todo eso alimente a una selección ganadora?
Muy pocas.
Si el fútbol nos interesa, pero no hacemos algo al respecto, deberíamos sentirnos bastante culpables por nuestra realidad. Pero, en definitiva, estaremos de acuerdo en que somos una sociedad que sabe lidiar bastante bien con los sentimientos de culpa. Si no, recuerde como año tras año, tras haber perdido la cuenta de las empanadas y choripanes que comió en fiestas patrias, la culpa no lo mata, sino que lo hace más fuerte.
*Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).
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