Don Roberto
Nos abrió el portón Roberto Saldívar, el mismo que había visto en la tele. Nos estaba esperando. Con familiaridad nos dio la bienvenida. “Están en su casa”, nos dijo. Y nos mostró la suya. El escritor Hernán Rivera Letelier, un gran cazador de duendes y fantasmas, se sumó a la filmación y a la charla. Ya se conocían. Con Hernán pusimos la placa conmemorativa al interior de una habitación sombría en la casa de don Roberto:
En este lugar estuvo prisionero don Waldo Suárez, quien fuera subsecretario de Educación del gobierno del presidente Salvador Allende y, como tal, firmó el decreto que declaró a Chacabuco monumento nacional. Waldo Suárez murió al poco tiempo de salir del Campo de prisioneros.
En su homenaje y en el de todos los educadores, estudiantes y trabajadores del arte y la cultura que sufrieron la pérdida de la libertad, este modesto recuerdo.
El texto, fechado en septiembre del año 2000, lo firma Alejandro Traverso, secretario regional ministerial de Educación de la Región Metropolitana. La tarea me correspondió en tanto jefe del Departamento de Cultura. Instalado el homenaje, conversamos con don Roberto. Nos contaba de su vida y de su enigmática decisión de vivir solo, de ser el único habitante de Chacabuco.
Entre quienes fueron presos políticos, nadie lo recuerda. Sí reconocen las anécdotas y cómo Saldívar eludía responder las preguntas directas sobre la prisión política, especialmente cuando se las hacía alguien que sí estuvo detenido. Para algunos era una simulación enojosa, pero yo no podría decir que era un impostor ni culpable de un fraude. Se asignó un rol para hablar por el lugar y las personas que ahí estuvieron en distintos momentos, y lo convirtió en su trabajo.
Vivía solo, muy modestamente, como cuidador y guía del monumento histórico. Era su trabajo, encomendado por la Intendencia Regional. Ya en democracia, en 1992, se ofreció para cuidar el lugar y evitar el vandalismo y el saqueo de madera y maquinarias de la salitrera. También para atender a los turistas que llegaban interesados por la historia de la industria del salitre o de un campo de concentración de la dictadura. Dos hitos que se podían articular en el relato de un sobreviviente: Saldívar contaba que había estado en Pisagua, en tiempos de la ley maldita, en 1947. Acusado de ser un agitador profesional, le colgaron la chapa de comunista —contó— sin haber sido militante de ese partido. Además, en Pisagua habría conocido a Pinochet cuando este era capitán. En esos días Roberto Saldívar, nacido en 1933, habría tenido unos 14 años. Tremenda historia. Además, dio a entender que vivió en Chacabuco cuando era un niño al que le gustaba el desierto. En su relato también incluía que tras el golpe de 1973 había estado preso en la misma salitrera (El Mercurio dice que estuvo detenido, pero no es cierto).
Todo ese pasado alimentó una versión de sí mismo —el “guardián de la memoria”, como lo llamó Gastón Ancelovici— que compartió durante 15 años con los visitantes. Daba a entender que había estado como preso político y aparecieron algunas anécdotas que nos parecían conocidas, pero sin don Roberto en el recuerdo. Sabía muchas anécdotas que le contaban los exprisioneros que, con extraña nostalgia, visitaron el lugar (“Están en su casa”) y pudieron conversar un vino en la única casa habitada del pueblito. Cada visita compartía su propia memoria y los mitos chacabucanos heredados y heredables. Don Roberto fue haciendo suyos esos recuerdos. Con la picardía que tiene todo guía turístico, construyó un libreto para hacer un relato interesante, ameno, misterioso. Se construyó un personaje, como el actor de una tragedia: sentencioso, solemne, solitario, dominando el silencio en un escenario magnífico que lo acercaba a la felicidad. Eligió esa vida. De sí mismo decía ser medio Quijote, medio loco, que tenía una misión y que sabía lo que estaba haciendo. “Acá se me escucha —dijo en una entrevista—, en la ciudad no me van a escuchar”. Abrir el portón era como descorrer las cortinas de un teatro.
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Entre quienes fueron presos políticos, nadie lo recuerda. Sí reconocen las anécdotas y cómo Saldívar eludía responder las preguntas directas sobre la prisión política, especialmente cuando se las hacía alguien que sí estuvo detenido. Para algunos era una simulación enojosa, pero yo no podría decir que era un impostor ni culpable de un fraude. Se asignó un rol para hablar por el lugar y las personas que ahí estuvieron en distintos momentos, y lo convirtió en su trabajo. Quizás, como otras personas en torno a diferentes situaciones, se construyó un lugar en una historia que hizo propia y que le daba sentido a su querida soledad y a los fantasmas. A nadie le hizo daño con sus recuerdos prestados. En cierto sentido nos representaba a todos, con nuestras verdades y mitos. Una metáfora del país.
Solitario, con sus baldes y la escasa agua del lugar, don Roberto reemplazó a don Mario en el riego de las pocas plantas y árboles de la plaza. Un fantasma de carne y hueso, que escuchaba las voces guardadas en el adobe de las paredes. Ya enfermo, dejó Chacabuco en el 2006. Leo que falleció en el año 2009, el 16 de abril como a los 76 años. Paradójicamente, con un Alzheimer que fue borrando todas sus memorias. Se inventó una infancia, una prisión y una misión en Chacabuco, quería ser enterrado en el cementerio de la oficina salitrera con una lápida que dijera: “Aquí en esta tumba yace un loco”1.
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