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Domingo, 10 de Agosto de 2025
Reflexiones deportivas

Extracto del libro 'Tragar Veneno', crónicas sobre fútbol

Esteban Catalán

'Tragar Veneno' es el nuevo libro del escritor y periodista Esteban Catalán, lanzado el 1 de julio por Editorial TusQuets (Grupo Planeta). En Interferencia compartimos un adelanto en exclusiva del capítulo titulado Lenguaje, Violencia, Familia.

Chile, la palabra para hablar de nosotros, aparecía en los diarios de fines de los noventa como el mundo de otros, de apellidos, temas y registros fuera de lo que veíamos en nuestras familias, en el cotidiano. Ese es mi recuerdo. Los diarios que querían ser serios tenían un discurso de consenso que, salvo algunas discusiones más bien de forma, delineaban a Chile como cierto triunfo de la modernidad, de un sistema económico y político que representaba el fin de la historia, una transición observada con admiración, incluso, desde otros rincones del mundo. En ese mundo de otros, la diferencia con el de nosotros se ampliaba con el lenguaje utilizado, una versión aseada del chileno que podíamos escuchar a diario en la casa o el colegio. Lo mismo pasaba en las teleseries, que mostraban una clase dirigente edulcorada y una clase trabajadora imaginada, pero sobre todo un idioma chileno que no existía. 

La lengua chilena la vi por primera vez impresa en las revistas deportivas. El descubrimiento se debe a mi mamá, o al hecho de que me llevara con ella a bucear en los monumentales cajones de ropa americana de la feria. Al reclamar aburrimiento decidió un día comprarme la Barrabases para que me pusiera a leer y me dejara de huevear. La revista inicialmente me confundió: ¿qué era esta copia de Condorito (porque toda revista con dibujos y palabras era una Condorito) que no terminaba con un chiste? Era una historia. Barrabases contaba el devenir de un equipo de niños chilenos de un lugar ficticio llamado Villa Feliz. Dirigidos por Míster Pipa, formaban con Sam, Mono, Ciruela, Pelusa, Roque, Bototo, Chico, Guatón, Torito, Pirulete y Pelao, dispuestos en su clásica formación de 4-3-3. Había algo en leer esas palabras de mi mundo impresas en el papel, una alegría, un sosiego extraño. Pero la revista incluía también, en la contraportada, breves entrevistas a futbolistas, que hablaban el mismo idioma, y eso derivó de manera natural en más viajes a la ropa americana y más revistas, hasta llegar eventualmente a las Don Balón y las Triunfo de los años noventa que me enseñaron a leer. 

El fútbol, leer de fútbol, era una ventana a la complejidad de ese mundo, a fotografías de nuestros rostros, nuestros rasgos. También imprimía por fin nuestros apellidos. Una investigación del sociólogo Naim Bro Khomasi determinó que entre 1810 y 2018 ha habido la misma cantidad de parlamentarios Larraín (107) que González (110).

Las revistas de fútbol pueden ser leídas de muchas formas, entre líneas, como una tímida aproximación a ese mundo de nosotros. “El fútbol”, escribe Critchley, “tiene que ver con tantas cosas, y estas resultan a la vez tan complejas, contradictorias y conflictivas: la memoria, la historia, el territorio, la clase social, el género en toda su problemática de variantes (especialmente la masculinidad, pero también cada vez más la feminidad), la identidad familiar, la identidad tribal, la identidad nacional, la naturaleza grupal –tanto en lo que respecta a los grupos de jugadores como a los grupos de seguidores– y la relación, a menudo violenta pero en ocasiones pacífica y discretamente admirativa, que se establece entre nuestro propio grupo y otros grupos”. El fútbol, leer de fútbol, era una ventana a la complejidad de ese mundo, a fotografías de nuestros rostros, nuestros rasgos. También imprimía por fin nuestros apellidos. Una investigación del sociólogo Naim Bro Khomasi determinó que entre 1810 y 2018 ha habido la misma cantidad de parlamentarios Larraín (107) que González (110). Si ambos apellidos tuviera una frecuencia similar no habría nada de particular, pero no es el caso: en Chile hay 4.300 Larraínes y 411.000 González, uno de arriba por cada cien de abajo. Dado que el talento está igualmente repartido en todas las capas sociales, una sociedad meritocrática debería tener abundancia de apellidos mayoritarios en los buenos empleos. Pero un estudio del PNUD mostró que entre 1940 y 1970, entre los cincuenta apellidos más repetidos en medicina, ingeniería y derecho (las profesiones mejor remuneradas y socialmente más valoradas en Chile) no aparecía ninguno de los diez apellidos más comunes del país. La lista incluía en cambio a los Matte, Délano, Zegers, Soffia, Risopatrón y otros cuarenta y cinco apellidos vinculados a una aristocracia castellana-vasca, o bien de ascendencia inglesa, francesa, italiana y alemana. Esos eran los nombres que nos hablaban de Chile en los diarios. Los y las González, Muñoz, Rojas, Díaz, Pérez, Soto, Contreras, Silva, Sepúlveda y Martínez, por el contrario, reinaban en las revistas deportivas como lo hacían en las camisetas y tribunas chilenas, pero también en los colegios, las fábricas, en nuestras primeras fiestas. 

Las revistas deportivas eran esa ventana más allá del desdén con que han sido tratadas desde siempre. La escritura sobre fútbol funciona como un espacio seguro, una reivindicación del juego que es, en varios aspectos, infantil, pero ser infantil no es desdeñable, sino muchas cosas a la vez. Leer sobre fútbol permite evitar las realidades que no se comprenden y las que no quieren entenderse, pero también las que se entienden hace ya demasiado tiempo. 

A mediados de los noventa, cuando las lecturas de niño se morían, las revistas de fútbol se volvieron también una especie de código para una intranquilidad, una tristeza, si se quiere, que también era asociada con la palabra Chile.

Pero por entonces esa separación absoluta de mundos solo era una intuición, una sospecha, y en cambio la belleza de la lectura era entender el juego. Recuerdo nítidamente, por ejemplo, el título de una entrevista que me enseñó el doble sentido: “Marcelo Vega sabe lo que pesa”. Leer de niño era descubrir palabras que eran puntos de fuga hacia el misterio, porque todavía no se podía saber todo sobre algo simplemente escribiendo su nombre en un teclado. Se podía leer y esperar, masticar la palabra. En 1991, enterarme que existía algo llamado la Copa Intercontinental, en la que el campeón de América y el de Europa se jugaban el título del mundo en un solo partido, en el misterioso Japón, hacía que la palabra habitara en mi cabeza. Era tan extensa, con cierto esplendor particular. La Intercontinental. Se podía repetir en voz alta. La geografía era una ventaja evidente de leer sobre fútbol, y por eso uno podía saber tempranamente de ciudades como Riobamba o Paysandú sin haber salido nunca del país, gracias a las Copas América de 1993 y 1995. Pero esencialmente leer de fútbol era entender ciertos símbolos: Ecuador, por ejemplo, hacía de local en el estadio Atahualpa de Quito y México en el Azteca, pero los estadios de los estadounidenses llevaban nombres de empresas, como el Levi’s o el Home Depot en California. Siendo niño piensas que es importante cómo cada pueblo bautiza sus lugares sagrados, porque te indican a quién homenajean y a quiénes pertenecen. 

Parece un placer antiguo y extrañísimo hoy el pagar una pequeña suma de dinero para obtener un ensamble de hojas de papel con historias, datos, anécdotas o una filosofía simple, observar las fotografías de un juego. Era un oficio y por lo tanto había un esfuerzo del otro extremo, una manufactura detallada de los encargados de esa escritura, de esa artesanía extraña en las palabras de Hebe Uhart. 

A mediados de los noventa, cuando las lecturas de niño se morían, las revistas de fútbol se volvieron también una especie de código para una intranquilidad, una tristeza, si se quiere, que también era asociada con la palabra Chile. Los disensos en los diarios serios recordaban aquella famosa crítica a Camus, que es capaz de hablar de la angustia y del terror y la miserable condición humana pero de una forma tan tranquila, tan florida, que uno tiene la sensación de que con él no va la cosa. La humanidad puede estar en problemas pero Camus no, porque sus textos parecen escritos luego de comerse un bistec con papas fritas y un par de huevos fritos por encima. Nada de esto niega la reposada belleza de los textos de Camus (que fue arquero, además: uno puede imaginárselo mirando la pelota en el área contraria, fumando, subiéndose el cuello, indiferente al peligro de un contragolpe). 

Recuerdo que una columna publicada en La Tercera después del desastroso empate 1-1 con Venezuela en Barinas en 1996, en el primer partido de las clasificatorias al Mundial de Francia, se titulaba “Somos giles”. El argumento del artículo descansaba en esa aliteración: somos giles porque, eliminados en las clasificatorias para Italia 90 por hacer trampa y castigados con quedarnos fuera de Estados Unidos 94, tuvimos siete años para prepararnos para este partido.

En los textos de fútbol había, en cambio, cierto permiso para fracasar, para admitir el fracaso, no solo desde el entendimiento lineal de ganar o perder una competición deportiva, sino el porqué y el cómo de la derrota, y, fundamentalmente, de qué se trata el juego. Es una propiedad elemental de la lectura. En la mayoría de las religiones documentadas en la historia se atribuye sabiduría a quienes afirman que la materialidad es apenas algo aparente, detrás de lo cual se esconde lo real. Esa suposición, compartida por tantas religiones en el mundo, y no solo la tradición platónica de Occidente, parecía adecuarse perfectamente a estas lecturas: al ir creciendo, se hacía más evidente que el fútbol, y por lo tanto el mundo, no era simplemente lo que se veía, sino el código para una realidad superior. Esta sensación podía venir de los lugares más inesperados. Recuerdo que una columna publicada en La Tercera después del desastroso empate 1-1 con Venezuela en Barinas en 1996, en el primer partido de las clasificatorias al Mundial de Francia, se titulaba “Somos giles”. El argumento del artículo descansaba en esa aliteración: somos giles porque, eliminados en las clasificatorias para Italia 90 por hacer trampa y castigados con quedarnos fuera de Estados Unidos 94, tuvimos siete años para prepararnos para este partido. Siete años, repetía el texto (yo tenía once). En Chile somos giles: he aquí una idea que me hacía sentido en forma y fondo. El delantero venezolano Dioni Guerra, que más encima por entonces jugaba en Concepción, abrió la cuenta temprano y Chile solo pudo empatar en el último minuto, medio muriéndose, con un gol de rebote en las canillas de Javier Margas. El partido provocó la renuncia de Xabier Azkargorta a la banca de la selección y un año después, en la desastrosa Copa América en Bolivia, Chile perdió sus tres partidos, incluyendo su primera caída en la historia ante Ecuador.

Esta interminable sucesión de derrotas de los noventa dio lugar a una extensa crónica, titulada “La Roja de todos, la Roja de nadie”. Ese texto se paseaba largamente por una especie de descontento vital que ahondaba sobre el devenir, lo intentado, el destino, y nuestras décadas de decepciones en el juego. Hablaba, recuerdo, de las “risitas de los otros enviados especiales”. Esa me sigue pareciendo la mejor lectura sobre Chile de toda mi infancia, aunque haya sido escrita con el objetivo nominal de analizar la participación del equipo nacional masculino de fútbol en una competición deportiva. A diferencia de los diarios serios, en el fútbol el que escribía perdía y sufría, reconocía la derrota y esta derrota, esto es lo importante, podía ser total. En esta escritura parecía haber cierto permiso para lo personal. Se sostenía en la universal e inmortal gracia del fútbol, que es contener muchas verdades, varias de ellas contradictorias entre sí. Pero la crónica de marras tenía también un mensaje inconfundible: perdimos. Nosotros perdimos. El desdén por las revistas deportivas es también entender que disfrutar el fútbol fue un placer incluso más barato y vulgar que ahora, cuando dedicarle tiempo y ganas a ir al estadio resultaba igual de incomprensible para nuestros intelectuales, siempre dispuestos a recordarnos que perdemos el tiempo. Es una lástima desperdiciar esa educación, el entender que un nosotros (una comunidad, una nación), supone una herencia, un haber sufrido juntos, y que para eso las derrotas suman más que las victorias. Un mantra a enseñar a niños y niñas es que hay que saber ganar y saber perder, pero no es fácil mantener la calma en la derrota y la humildad en la victoria. Muy pocos son capaces de lograrlo. La mayoría ni lo intenta. Pero esa sabiduría apareció décadas más tarde con aquel gesto de Maximiliano y Martín con Messi: ponerse a la altura del que ha sido derrotado, transmitir que esta alegría no es común para nosotros, pero también entender que el otro está triste ahora, respetarlo. Y hacerle saber que esto pasará. Ese remarcable entendimiento de la experiencia humana ha sido educado a través del fútbol. Es posible pensar, entonces, que perder por tanto tiempo resulta una educación formidable.

Esa formación de infancia en los noventa fue también un choque del cliché con la realidad, porque los hinchas de la UC, según La Cuarta, tenían que ser cuicos y fríos, pero muchas de las personas que más he querido y admirado en la vida resultaron furibundos hinchas cruzados: nacidos en Angol, Malloa y Conchalí.

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Existe una tendencia desagradable de sacralizar los colores que elegimos en el fútbol. Muchas veces es simplemente un accidente, una herencia o un modo de romper o enlazar con la familia. En mi caso fue una vaga fascinación por Colo-Colo en lugares en que viví cuando niño (primero en la población La Bandera y luego, especialmente, en la Juan Antonio Ríos); años más tarde un tío le dio cuerpo a esa idea y me llevó al estadio. Esos años de formación siguen determinando para mí ciertas cosas inalterables: 1997 fue el primer año que vi todos los partidos, la Católica era el rival a vencer, y tenían al Beto Acosta, un titán. Contra ellos se jugaron dos finales por el campeonato nacional: se ganó una y se perdió la otra. Pero ambos equipos eran tan buenos que tuvieron que eliminarse en cuartos de final de la Copa Libertadores porque, por aquel entonces, no se permitían dos equipos de un mismo país en semifinales. Pasó Colo-Colo y luego perdió con Cruzeiro en penales en lo que sería el final de una época dorada para los clubes chilenos: un título, una final y dos semifinales seguidas en seis años. En 1998, la selección chilena de Nelson Acosta, con diez jugadores de la liga local y Marcelo Salas, que jugaba en River, se despachó con cierta tranquilidad en Wembley a Inglaterra, que alineó a once jugadores de la Premier (y el día anterior, el Chile B le ganó a Inglaterra B en Birmingham). Pensar hoy que un combinado de la liga chilena podría ganarle a uno de jugadores de la Premier pertenece a otro tipo de reinos. Esa formación de infancia en los noventa fue también un choque del cliché con la realidad, porque los hinchas de la UC , según La Cuarta, tenían que ser cuicos y fríos, pero muchas de las personas que más he querido y admirado en la vida resultaron furibundos hinchas cruzados: nacidos en Angol, Malloa y Conchalí, inteligentes, chistosos, compasivos, piolas, muy lejos de aquellos hinchas que insisten que a ellos, con su equipo, les pasó todo primero, de forma más pura o con mayor intensidad. Esto es una de las mayores bellezas del juego: que apoyamos a nuestro equipo y tenemos buenos motivos para ello, pero a los hinchas de los demás equipos les pasa lo mismo, y los argumentos se vuelven interesantes, disímiles al tuyo y al mismo tiempo de cierta universalidad aunque le vayan a Naval, Audax o Deportes Santa Cruz. 

Esa formación prometedora, sin embargo, resultó un breve esplendor hasta el descubrimiento de la violencia, desborde y descuadre en las canchas chilenas. De cómo esa devoción en otros deviene en excusa o dogmatismo, es decir estupidez, y luego ese dogmatismo, como es natural, deriva hacia el extravío total de la esencia del fútbol hasta ocupar su opuesto: la violencia verbal y luego física. Vamos a ver un juego para agredir al otro. Por citar a Orwell: guerra es paz, libertad es esclavitud, ignorancia es fuerza. Los noventa fueron la consolidación de un modelo en que ir al estadio significó, en vez de ir a mirar un juego, estar preparado para arrancar, para que te peguen si llevas la camiseta equivocada. Solo treinta años antes que esto se iba a un clásico universitario en los años sesenta o setenta sin miedo de ser agredido, con ochenta mil personas en las tribunas. En el último clásico de 1985, la barra de la U le regaló un chuncho de bronce a Carlos Caszely.

Perdió Colo-Colo pese a un gol de Espina de penal, luego de una falta del Pato Abbondanzieri a Zamorano. Vimos al mejor equipo del mundo, porque ese año Boca se coronaría campeón de la Libertadores ante el Santos y luego de la Intercontinental, contra el Milan. 

Quizá este pasado es también una idealización. Como esta es mi única experiencia, no tengo cómo compararlo más que conversando con quienes lo vivieron entonces. Aldo Schiappacasse lo ha descrito con una referencia a cómo cambia el lenguaje: “La época cuando era la Chile en vez de la U , o el Chuncho en vez del León”. 

Para mí el quiebre vino en 2003, con un partido entre Colo-Colo y Boca Juniors por la Copa Libertadores. Pensé que era el momento de llevar a mi primo pequeño a su primer partido importante, tal como mi tío me había llevado a mí a su edad: un intento de nexo en la familia sin la necesidad de padres o hermanos, aunque los tres tuviéramos apellidos distintos. Usar el fútbol para definir la línea familiar. Perdió Colo-Colo pese a un gol de Espina de penal, luego de una falta del Pato Abbondanzieri a Zamorano. Vimos al mejor equipo del mundo, porque ese año Boca se coronaría campeón de la Libertadores ante el Santos y luego de la Intercontinental, contra el Milan. Lo que recordamos ambos de ese día es la camiseta extraña que usamos, con corte transversal, como la del Mónaco, pero en blanco y negro. También que hinchas nuestros lanzaron piedras y trozos de metal hacia la hinchada visitante desde uno de los codos del estadio, alcanzando indistintamente a los asistentes. También que luego, en un bus tomado de regreso a Maipú, media docena de barristas se pasaron el viaje rompiendo los vidrios de cada casa y auto que pudieron alcanzar en el trayecto desde Pedrero. Alguien había llevado una mochila llena de piedras. En algún punto se corrió una voz y algunos se quitaron la camiseta. Uno de los barristas tomó a un niño que viajaba en el regazo de su padre y lo sentó en el suyo. Entonces nos dimos cuenta de lo que pasaba: varios carabineros habían hecho parar el bus y dieron la orden de bajar a todos los que tuvieran una camiseta de Colo-Colo, lo que obligó a descender a una mayoría que nada tenía que ver con el desaguisado. Mi primo y yo miramos todo desde uno de los asientos, de la mano. Cuando se alejaron los carabineros, el hincha que había tomado el niño se lo sacó del regazo y lo devolvió a su padre, que permanecía paralizado. El niño recuperado se quedó también quieto, sin hablar. Otro chico, apenas mayor que él, se acercó por el pasillo y le dijo: 

“Por esto tienes que estudiar. Para que no seas como ellos”. 

El niño recuperado asintió. 

Mi primo no recuerda esta frase. Pero dice que es posible. Recuerda el sonido de los vidrios estallando y las risas, el miedo y el absurdo. Lo que me dice que recuerda perfectamente es que de regreso en la casa le dije que no iríamos al estadio nunca más, porque “si te pasa algo, ¿cómo se lo explico a los tíos?”. 

No volvimos al estadio juntos por más de diez años. Para el partido con Boca yo tenía diecinueve, él doce. Fue el fin de algo. Parecía decir “mira, esto es el mundo. Pero también es esto”.

Hay un par de referencias a futbolistas en Shakespeare. Una de ellas, en el Rey Lear, reza simplemente: “¡Tú, despreciable jugador de fútbol!”, aunque habría que recordar que fue escrita en 1606, cuando la pelota se intentaba llevar de un pueblo vecino al otro.

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La historia del fútbol es también la de esta irreductible relación a través del tiempo con la estupidez y, por añadidura, con la violencia. Hay un par de referencias a futbolistas en Shakespeare. Una de ellas, en el Rey Lear, reza simplemente: “¡Tú, despreciable jugador de fútbol!”, aunque habría que recordar que fue escrita en 1606, cuando la pelota se intentaba llevar de un pueblo vecino al otro y más gente moría jugando fútbol que luchando o batiéndose a espadas, el segundo deporte más letal de la época, solo por detrás de la arquería. Pero al escribir sobre el futuro, en 1984, Orwell describió algo similar, en donde las proles “habían vuelto a un estilo de vida que les parecía natural, una especie de patrón ancestral... Trabajo físico pesado, el cuidado del hogar y de los niños, las pequeñas peleas con los vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y, sobre todo, las apuestas. Eso llenaba el horizonte de sus mentes”. Y en las proles, al mismo tiempo, en ese mundo distópico con tantas semejanzas al nuestro de hoy, dice Orwell que habita la única esperanza. 

Critchley es fundamentalmente optimista sobre la capacidad de diálogo que propone el fútbol, y subraya que los hinchas no son una colección de vándalos e idiotas, nacionalistas simplones o fascistas furibundos, pero tampoco participantes medio nietzscheanos de una comunión sacra ritual. Los hinchas, dice Critchley, “son una masa inteligente, crítica y a menudo extremadamente bien informada, pese a que con frecuencia sus miembros caigan en situaciones extremas de mal gusto”. Propone, incluso, que el diálogo futbolístico puede llegar a ser un ejemplo profundo de racionalidad discursiva: “Ojalá otras áreas de la vida fueran tan razonables, y a la vez subyacieran a ellas una pasión y una fe tan profundas y pertinaces”. Conversar de fútbol como paradigma de comportamiento y discusión es una idea hermosa, que hace sentido si se desatienden los altavoces de nuestra época para los alumbrados y los dogmáticos, y se atiende la experiencia sobre conversaciones humanas: alguien que toma té, alguien escucha respetuosamente, compartiendo la misma mesa, una acalorada discusión entre dos comensales. Pero el mundo es también llenar una mochila con rocas cuando podrías haber pasado un día precioso viendo al equipo de tu corazón contra el mejor equipo de la época. Todos estos mundos conviven, colisionan, se superponen el uno al otro. Lo cierto es que ir al estadio requiere de ir a encontrarse con otros, del placer del respeto al otro, de tener los ojos en la pelota, de cantar si se quiere. De unir esos latidos en una masa que se encuentra con otra, de percibir cómo eso afecta el juego: el murmullo del público, el tambor o los bronces de una barra, el rugido después de un gol. Y la violencia ha terminado con esa experiencia, la ha fragmentado hasta hacerla innecesariamente dolorosa y hostil. Es una derrota terrible, porque se pierde el acceso a la convivencia, a compartir lo bello, nos regresa al estado del mundo del que se quejaba Shakespeare en el Lear. Es una derrota, por descontado, muchísimo peor que no ganar nada en setecientos años, en mil. 

Con el tiempo siento agradecimiento de esas crónicas leídas cuando niño, al sentido otorgado en una estructura que no lo tenía para nosotros. A quienes las escribieron: gracias. En los mejores momentos del fútbol (y el mundo), la prosa no es necesaria en lo absoluto, porque el esplendor se eleva por encima de la realidad.

Aun así, se seguirá viendo fútbol a la espera de una jugada distinta, de algo. De un brote de significado o estética. En la mayoría de los partidos no sucederá nada. No importa. Se suspende el tiempo y se espera, como en un sueño. Hay una corriente de pensamiento que advierte de un posible error fatal en nuestra estrategia para desarrollar inteligencia artificial, en la que la mayoría de los investigadores intenta diseñar software “inteligente”, programado para realizar tareas específicas. No tiene sentido, por lo tanto, diseñar seres que sueñen despiertos, tal como en la clásica novela de Philip K. Dick. ¿Pero qué pasa si la razón y la lógica no son la fuente de la inteligencia humana, sino su producto? ¿Y si la fuente de la inteligencia es algo más parecido a soñar y jugar? Hay una línea de investigación sobre neurociencia de las fluctuaciones espontáneas que apunta en esta dirección. De ser cierto, sería un cambio de paradigma en nuestra comprensión de la conciencia humana. También significaría que casi todas las investigaciones sobre inteligencia artificial van en la dirección equivocada. Quizá jugar, como juega el cerebro al soñar, es la única actividad plenamente humana, lo que nos hace ser nosotros, tal como en aquella felicidad genuina de niños y niñas al moverse de un lado a otro, algo que produce nada, fuera del mercado y de la razón. 

Con el tiempo siento agradecimiento de esas crónicas leídas cuando niño, al sentido otorgado en una estructura que no lo tenía para nosotros. A quienes las escribieron: gracias. En los mejores momentos del fútbol (y el mundo), la prosa no es necesaria en lo absoluto, porque el esplendor se eleva por encima de la realidad. Pero este esplendor solo ocurre el 1 o 2 % del tiempo, intervalos carnavalescos en que las cosas pierden su lugar, un paréntesis entre un presente de horror o hastío, en el mejor de los casos. Cuando no hay esplendor, el juego pide cambio y entra la escritura a aguantar, a meter con todo para salvar el resultado. Y en una de esas hacer el gol. Si escribes puede salirte un taco o conectar un rebote en el área, pero la mayor parte del tiempo no ocurrirá nada. Escribir, en cualquier situación, es como lanzar una botella al mar. ¿Por qué habría de arribar la botella intacta a un lugar cualquiera? ¿Y alguien darse la molestia de abrirla y abrir el papel en su interior? ¿Y responder? Habría que quedarse simplemente con las manos en las rodillas, culo en el suelo, sentir el cuerpo aquietarse si la botella se aleja.

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