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Domingo, 10 de Agosto de 2025
[Revisión del VAR]

La incondicionalidad de las hinchadas: ¿virtud o renuncia?

Roberto Rabi González (*)

“En el fútbol moderno, los clubes suelen tener esa endemoniada dualidad club social – empresa. Y en las empresas las emociones se capitalizan, la incondicionalidad absoluta puede ser leída como docilidad. Como una forma de consolidar estructuras que no siempre velan por el interés de quienes realmente dan sentido al deporte. La pasión, en ese escenario, corre el riesgo de ser explotada como un activo más, mientras las exigencias de transparencia, respeto y visión a largo plazo quedan en segundo plano”.

Walk on, walk on, with hope in your heart… And you’ll never walk alone

You’ll never walk alone

(Gerry & the Peacemakers)

"You'll Never Walk Alone" una vez más retumba en Anfield Road. Y también en la memoria colectiva del fútbol. Mientras el Liverpool acaricia un nuevo título, el número veinte, consiguiendo un inusual empate con el United, en la cima de la montaña de éxitos de la principal liga inglesa, su hinchada celebra no solo el campeonato, sino la confirmación de una identidad: la de quienes caminan junto a su equipo, sin importar las caídas, los tropiezos o las sequías de gloria.

La escena invita a abrazar sin dudas la incondicionalidad como una virtud. En tiempos de inmediatez y exitismo, sostener la fe a lo largo de los años, acompañar sin exigir trofeos a cambio, es casi un acto de resistencia cultural. Más aún cuando, como el domingo pasado, en Liverpool, esa fidelidad encuentra recompensa y convierte a cada hincha en protagonista de un relato heroico.

Pero también caben las preguntas incómodas. ¿Hasta qué punto el amor incondicional es sano? ¿No puede convertirse, bajo ciertas condiciones, en un escudo para justificar gestiones deficientes, malas decisiones deportivas o desprecio por el hincha como sujeto crítico? Son preguntas que tienen mucho sentido en países y tiempos como los nuestros, en que cada club profesional de fútbol es una crisis en ciernes. 

En el fútbol moderno, los clubes suelen tener esa endemoniada dualidad club social – empresa. Y en las empresas las emociones se capitalizan, la incondicionalidad absoluta puede ser leída como docilidad. Como una forma de consolidar estructuras que no siempre velan por el interés de quienes realmente dan sentido al deporte. La pasión, en ese escenario, corre el riesgo de ser explotada como un activo más, mientras las exigencias de transparencia, respeto y visión a largo plazo quedan en segundo plano.

Y sin embargo, la otra cara de la moneda sigue siendo poderosa. La fidelidad no es necesariamente sumisión. Puede ser una manera de habitar el fútbol optando por un lugar que la industria no puede dominar: el de los afectos que no cotizan en bolsa. La decisión de estar, incluso cuando no hay títulos que celebrar, es un recordatorio de que el fútbol es, ante todo, una construcción comunitaria.

Siendo así, el dilema nos lleva a buscar respuestas profundas. Filosóficas. Sobre todo, si para nosotros el fútbol no es únicamente un juego más en un escenario social complejo; si para nosotros es trascendente y no solo lo más importante de lo menos importante. Quizá el dilema no sea incondicionalidad versus activismo crítico, sino lucidez en la fidelidad a los colores. Me tienta afirmar que se puede caminar siempre junto al equipo, nunca abandonarlo y también exigir caminos honestos y autoridades corporativas eficientes. Concluir que no hay contradicción entre cantar y aplaudir rabiosamente frente a la adversidad e incomodar a aquellos jugadores, técnicos y dirigentes que contaminan los colores. 

Hoy el Liverpool canta. Y en su canto resuena una pregunta que atraviesa a todas las hinchadas: ¿cuánto de amor incondicional construye identidad? ¿Y cuánto, en cambio, posterga los cambios que también necesita el fútbol para seguir siendo nuestro?

La respuesta, como tantas en este juego, tantas en este país, tantas en el siglo XXI, no es sencilla. Es ardua, cuesta arriba.

Pero merece ser cantada, aunque sea entre dudas.

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