Durante años, los líderes políticos de derecha en América Latina han utilizado el narcotráfico como arma retórica contra sus adversarios. Particularmente en el caso de Venezuela, la narrativa dominante ha sido que el chavismo y sus estructuras militares están profundamente penetradas por el narcotráfico. Pero no son los únicos. Los “narcoestado” de gobiernos de derecha llevan años en el mismo negocio y cada día van peor.
Washington alimentó esta visión con informes, acusaciones formales y recompensas millonarias por la captura de figuras del alto mando venezolano. Varios gobiernos de derecha en la región adoptaron este discurso como parte de su política exterior, presentándose como aliados estratégicos en la “lucha contra el narcotráfico”. Así, Venezuela fue convertida en el ejemplo perfecto de cómo un régimen autoritario y de izquierda podía convivir con redes criminales transnacionales.
Sin embargo, esta retórica contrasta con la realidad política que comienza a emerger en países gobernados por líderes de derecha. Argentina es el caso más reciente y revelador. Bajo el gobierno de Javier Milei, un presidente que se presenta como abanderado del liberalismo y enemigo de la “casta política”, han surgido vínculos inquietantes entre operadores legales y políticos con figuras centrales del narcotráfico.
El detonante fue el caso de Federico “Fred” Machado, un narcotraficante cuya defensa está a cargo del mismo abogado que representa a Milei y que donó grandes sumas de dinero a las campañas del partido de Milei. La corte aprobó su extradición a Estados Unidos, arrastrando a José Luis Espert, candidato oficialista y aliado estratégico del gobierno, cuyo entorno político mantiene nexos con capos narcos, y que en sus campañas para presidente y luego para diputado siempre decía que a los narcos no había que detenerlos sino mejor matarlos de inmediato. Hace pocos días renunció a su candidatura porque las pruebas de su cercanía y negocios con Machado fueron expuestas por la prensa. Tanto Espert como Machado han enviado mensajes a Milei que si no los ayuda hablarían de él y su relación con el narcotráfico.
El narcotráfico no necesita afinidades ideológicas para prosperar; necesita vacíos institucionales, complicidad legal y acceso a operadores políticos. Y esas condiciones hoy se están configurando. La política latinoamericana lidera en el mundo su sociedad con el narcotráfico y se quedará por mucho tiempo porque no hay interés real de combatirlo.
Un fenómeno paralelo se observa en El Salvador. El presidente Nayib Bukele ha construido su legitimidad política sobre un discurso de “guerra total” contra las pandillas, presentándose como un líder fuerte y eficaz. Su narrativa ha sido ampliamente celebrada por sectores conservadores en la región, que lo ven como un modelo de seguridad. Sin embargo, múltiples investigaciones internacionales han revelado negociaciones secretas entre su gobierno y las principales estructuras criminales salvadoreñas.
Informes de fiscales estadounidenses y testimonios internos apuntan a pactos entre altos funcionarios y líderes de pandillas y cárteles para que el estado opere el narcotráfico. Esto no solo cuestiona el relato de “mano dura” de Bukele, sino que muestra que, en ciertos contextos, la narcopolítica adopta formas más sofisticadas.
En Chile, las Fuerzas Armadas y agencias policiales han sido, desde la época del dictador Pinochet, los protectores y socios de los narcotraficantes, y hasta la fecha sigue igual. En Paraguay es lo mismo. En México durante el gobierno de Felipe Calderón, un conservador y católico presidente, inició la fallida guerra contra el narcotráfico, mientras tenía como jefe de la policía a uno de los mayores socios de narcos que luego fue condenado en EE.UU. a 38 años de cárcel. Para qué hablar de Colombia, en que el negocio del narcotráfico aumenta con presidentes de derecha e izquierda.
La comparación entre Venezuela, Argentina, El Salvador, Chile, y México permite entender un patrón regional: la derecha política denuncia con fuerza la narcopolítica cuando ocurre en regímenes adversarios, pero guarda silencio o justifica cuando aparecen evidencias similares en sus propios gobiernos. Lo que cambia no es el fenómeno, sino la narrativa.
En Venezuela, el discurso internacional ha resaltado la figura de un “narcoestado ideológico”, donde las Fuerzas Armadas y sectores del gobierno habrían hecho del tráfico de cocaína una herramienta política y económica. En Argentina, Chile y El Salvador, el narcotráfico se filtra por canales legales, políticos y económicos sin necesidad de proclamas ideológicas: actúa desde dentro, silenciosamente, aprovechando vacíos y alianzas tácticas.
Este doble estándar debilita las estrategias regionales contra el crimen organizado. Si la lucha contra el narcotráfico se instrumentaliza como herramienta política para atacar gobiernos rivales, pero se minimiza cuando involucra a aliados o a gobiernos de derecha, el resultado es la pérdida de coherencia y credibilidad.
El narcotráfico, como actor estructural, no distingue ideologías. Ha penetrado regímenes autoritarios, democracias liberales y gobiernos populistas de distinto signo. Su estrategia es adaptativa: en Venezuela al igual que en Chile se incrustó en la estructura militar; en El Salvador sus ministros eran abogados y ahora socios de los cárteles, y en Argentina llegó directo a la presidencia.
Los discursos de mano dura y de guerra contra el narcotráfico son eficaces políticamente, pero suelen ocultar realidades más complejas. Los gobiernos de derecha han aprendido a usar el narco como argumento externo, pero no siempre están dispuestos a mirar hacia adentro cuando los vínculos aparecen en su propio entorno.
América Latina está viviendo un momento crucial. Si la narcopolítica se normaliza como parte del paisaje político —ya sea en dictaduras, democracias o proyectos neoliberales—, las estructuras criminales dejarán de ser un poder paralelo para convertirse en un poder compartido. Venezuela fue la advertencia. Argentina, Chile y El Salvador podrían ser la confirmación.
Panamá, cuando fue gobernado por los derechistas Ricardo Martinelli y Juan Carlos Varela, el narcotráfico tuvo gran auge. Los cárteles mexicanos y colombianos tenían la protección y logística del gobierno. Los servicios de inteligencia y policiales eran empleados del narcotráfico. Las construcciones de grandes torres de oficinas y residencias eran pantalla del lavado de dinero de la cocaína.
Estados Unidos también está siendo arrastrado por el nuevo y silencioso cártel de La Florida que se expande cada día por el país. Este grupo de narcotraficantes creado por radicales Magas descubrió que hacer negocios con los cárteles latinoamericanos es más rentable que luchar contra ellos. Sus ganancias son la excusa para hacer operativos clandestinos en la región y tomar el monopolio del narcotráfico. Sus operadores son exmilitares y políticos cercanos a Trump que emulan el escándalo Irán-Contra de los años ochenta durante el gobierno de Ronald Reagan.
Los políticos de derecha latinoamericanos no tienen moral para predicar sobre luchas contra el narcotráfico y menos criticar a sus adversarios de izquierda. Todos están en el mismo negocio. Pablo Escobar lo dijo muy claro: “Te observan, te critican, te envidian y al final te imitan”.
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