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Lunes, 21 de Julio de 2025
Especial Matrimonio Igualitario

Raro: una historia gay de Chile / Introducción

Óscar Contardo

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Raro. Una historia gay de Chile
Raro. Una historia gay de Chile

A continuación INTERFERENCIA publica la introducción del libro de Óscar Contardo (Planeta, 2012), en la cual se realiza una historia de la homosexualidad en Chile, la cual describe buena parte de lo que esta comunidad debió sufrir antes de su reconocimiento y -ahora, recientemente, con el matrimonio igualitario- el reconocimiento de sus derechos más elementales.  

“Y es muy común que muera con fama de soltero raro, sin que nadie haya entrevisto la terrible tragedia con la que convivió toda su vida” Gregorio Marañón, 'Una clasificación de los homosexuales desde el punto de vista legal'

.“Maricón seré pero degenerado no”. José Donoso, 'El lugar sin límites'

 

El 22 de mayo de 1993 el Presidente Patricio Aylwin inició una gira por el norte de Europa. Comenzó por Suecia y continuó en Finlandia y Dinamarca. El 28 de ese mes estaba en Copenhague. En la mañana de ese día dio un discurso frente al Parlamento en el que agradeció al pueblo y el gobierno danés la cooperación con las fuerzas opositoras a la dictadura de Augusto Pinochet “La democracia exige tiempo y acuerdos. Pero ese inconveniente se supera con creces por el imperio de la libertad y el respeto de los derechos de las personas”, dijo Aylwin (1). El Presidente aseguró además que la democracia chilena estaba “sólidamente restablecida y consolidada, quedando pendientes sólo algunos perfeccionamientos al régimen político”. 

Así fue como Aylwin habló de derechos, de personas, de democracia.

Horas más tarde, mientras en el centro de Santiago el Ejército desplegaba un operativo amenazante que sería recordado como el “boinazo”, el Presidente participó en una rueda de prensa en la capital danesa. En esa conferencia un periodista de un medio local interrogó al mandatario chileno por la discriminación que sufrían las personas homosexuales en Chile. Era la primera vez que un Presidente chileno se veía enfrentado a hacer una declaración pública sobre este asunto. 

La pregunta sorprendió a Aylwin, quien antes de responderla sonrió. Los ministros chilenos que lo acompañaban en la mesa dispuesta en el Salón de Espejos del Palacio Christianberg también sonrieron como señal de sorpresa e incomodidad. La prensa danesa esperó respuesta. 

El Presidente contestó: 

«En Chile no hay discriminación de la índole que usted plantea en su pregunta. –y luego agregó- En general la sociedad chilena no reacciona con simpatía frente a la homosexualidad» (2).

Es probable que la respuesta de Aylwin desconcertara a los daneses que desde 1989 contaban con una legislación que reconocía legalmente a las parejas del mismo sexo. La idea de que se tratara de un asunto de simpatías y no de discriminación rompía cualquier esquema para una sociedad escandinava. Ni Aylwin, ni su gobierno tenían en mente a las minorías sexuales cuando se referían a los derechos de las personas.

La Concertación se erigía como una coalición socialdemócrata que buscaba ser reconocida como par de sus similares europeas, sin embargo sus usos y costumbres parecían distar mucho de ellas. La respuesta que aquel 28 de mayo de 1993 le dio Aylwin al periodista danés estableció un límite de lo que el gobierno de la nueva democracia chilena entendía por derechos de las personas y aquello que dependía de la mera “simpatía”. Era también un síntoma de un desacomodo cultural en el que concurrían distintas variables. Aunque muchos de los políticos opositores a la dictadura habían sufrido el exilio en Europa y conocido los cambios sociales en relación a la homosexualidad, ninguno parecía estar dispuesto a transformar ese tema en un punto de la agenda de derechos humanos, por lo demás la agenda del momento estaba dominada por las tensiones con las Fuerzas Armadas. La gran mayoría de quienes asumieron el gobierno en 1990 pertenecía a un medio y a una cultura partidaria de de raíces profundamente homofóbicas que no contemplaba las demandas de la comunidad gay como parte de un ideario político socialdemócrata. Un síntoma de eso es que sencillamente era imposible ser un político Concertacionista declaradamente homosexual y aspirar a mantener algún grado de poder. 

«En Chile no hay discriminación de la índole que usted plantea en su pregunta. –y luego agregó- En general la sociedad chilena no reacciona con simpatía frente a la homosexualidad», Patricio Aylwin.

 El mejor ejemplo fue lo que le ocurrió a un destacado dirigente de izquierda Pedro Felipe Ramírez ministro durante el gobierno de Salvador Allende. Luego del Golpe de Estado corrió la suerte de muchos de los altos cargos de la UP, con detenciones sucesivas y torturas. Vivió un par de años en Venezuela y a fines de los 70 regresó a Chile separado de su mujer, miembro de una distinguida familia democratacristiana. Comenzó una nueva vida, en una suerte de doble clandestinidad: política y personal, era homosexual. Asumió el cargo de secretario general hasta que en 1984 las presiones por su vida privada lo obligaron a renunciar.

El escenario era hostil para las nuevas demandas.

El fin de la dictadura, el retorno a la democracia, fue en Chile un proceso particularmente complejo. No sólo en materias políticas puras y duras que tensionaran las relaciones con las Fuerzas Armadas, sino también en todos aquellos temas que significaran una mirada que desafiara ciertas convenciones culturales respecto del sexo y el matrimonio. 

Desde que el triunfo del NO en el plebiscito de 1988 anunciara el retorno a la democracia, los sectores más conservadores del país temían una agitación social al estilo de la que vivió España tras la muerte del general Francisco Franco. Entre las instituciones que atendieron a esto con preocupación estuvo la Iglesia Católica. A diferencia de los casos español y argentino, en Chile las fuerzas opositoras a la dictadura que llegaban al gobierno mantenían una deuda de gratitud con parte importante de la Iglesia, específicamente con aquellos obispos y sacerdotes liderados por el Cardenal Raúl Silva Henríquez que trabajaron por los derechos humanos. Aunque no fuera toda la institución –hubo connotados miembros del clero que mantenían una postura hostil hacia la oposición– el rol de muchos sacerdotes y de la Vicaría de la Solidaridad fue fundamental para salvar a hombres y mujeres de la tortura y la muerte, y para resguardar la información que permitiría luego intentar hacer justicia y lograr reparar a las víctimas. Este capital moral, construido por un sector de la Iglesia, fue aprovechado por los grupos más conservadores de la institución que habían ganado poder e influencia entre la elite chilena durante la dictadura. Si durante 17 años el rasgo principal de la Iglesia Católica en Chile había sido la defensa de los derechos humanos, a partir de los 90 el eje cambió de dirección y sentido. La sexualidad de los ciudadanos se transformó en el tema predilecto del discurso religioso.

Para las nuevas autoridades democráticas existía una deuda con la Iglesia, pero también existían desafíos. El gobierno de la Concertación debía adecuar las políticas públicas a una sociedad moderna y eso significaba entre otras cosas una ley de Divorcio que terminara con la ficción legal de las nulidades matrimoniales, una ley de filiación que igualara en derechos a los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, y una campaña de prevención del sida que informara sobre el uso del condón. Hubo sectores que sencillamente no estaban dispuestos a discutir sobre ninguno de estos temas. 

«Todos examinamos con mucha atención y con mucho respeto lo que la Iglesia dice, buscamos caminar por la senda que la Iglesia nos propone y buscamos siempre concordar con la Iglesia Católica criterios en relación con la sociedad. Por tanto, vamos a mirar con mucha atención lo que ha dicho monseñor Oviedo», Enrique Correa.

Antonio Moreno, arzobispo de Concepción, declaraba en septiembre de 1990 que la sociedad chilena estaba entrando a un camino pedregoso, especialmente entre la juventud que enfrentaba “el difundido permisivismo, la generalización de las relaciones prematrimoniales, la frecuencia de las separaciones, la campaña del control de la natalidad, el uso del preservativo y la tolerancia frente a la homosexualidad que avanza” (3). Ni una palabra sobre la pobreza o temas como el acceso a la educación o la salud.

El 4 de octubre de 1991 el Arzobispo de Carlos Oviedo advirtió  a través de la carta pastoral Moral, juventud y sociedad permisiva, sobre los síntomas de una crisis moral que se vivía en Chile fruto del “hedonismo malsano” y del “libertinaje sexual”.  En la carta el sacerdote señalaba
«el pluralismo para ser sano, debe fundarse en el común denominador de la ley moral natural, ley que el hombre no se dicta a sí mismo».

Entre las razones para difundir este diagnóstico se contaba una campaña gubernamental para prevenir el contagio del sida que informaba que uno de los métodos para evitar la contaminación era el adecuado uso del preservativo.

El gobierno, a través de Enrique Correa, ministro secretario general de gobierno, respondió:

«Todos examinamos con mucha atención y con mucho respeto lo que la Iglesia dice, buscamos caminar por la senda que la Iglesia nos propone y buscamos siempre concordar con la Iglesia Católica criterios en relación con la sociedad. Por tanto, vamos a mirar con mucha atención lo que ha dicho monseñor Oviedo» (4).

 Durante los primeros años de la transición una crispación moral agitaba el ambiente. El sexo parecía ser una especie de amenaza digna de la más amplia de las campañas para combatirlo. Algunos municipios prohibieron la exhibición de revistas eróticas en los kioskos; el organismo encargado de la calificación cinematográfica censuró películas de Juan José Bigas Luna y Pedro Almodóvar por considerar sus contenidos inapropiados; un video de la documentalista Gloria Camiruaga por “exaltar el mundo homosexual” (5). Fue en esos años cuando el movimiento religioso Teocrático capturó la atención de los medios con acciones callejeras de amedrentamiento que incluyeron rayados en las cercanías de discoteques gay, y fue también durante la temprana transición que la prensa conservadora condenó la ejecución de Jornadas de Educación Sexual en las escuelas públicas. Pero el horror por el sexo no fue la única amenaza. Quizás el más descabellado ejemplo de la reacción frente a un posible destape fue la acusación que sufrió la banda inglesa Iron Maiden. El grupo fue tachado de satanismo por algunos miembros de la Iglesia, el caso escaló a niveles de gobierno, y los productores debieron cancelar el concierto. Los peligros del sexo y el diablo eran parte de la agenda política del país. El contexto le daba la razón a Aylwin: en un escenario así hablar de discriminación de personas homosexuales parecía claramente un despropósito. Pero alguien tenía que hacerlo. 

***

En Estados Unidos la primera generación de activismo político homosexual surgió en la década del 50, en Argentina en los 70. En Chile se considera una protesta ocurrida en abril de 1973 como la primera manifestación de activismo gay, pero en realidad se trató de una expresión puntual organizada por jóvenes que se prostituían en la Plaza de Armas. El reclamo era específicamente en contra del acoso policial. No existía una plataforma política, ni siquiera una organización con una planificación de largo plazo. La primera agrupación estable de hombres homosexuales surgió en 1977 pero sin ningún discurso reivindicativo. Era un puñado de profesionales católicos que buscaban conciliar sus creencias religiosas con su orientación sexual. Para eso contaban –como se detallará– con la ayuda de un sacerdote que incluso celebraba misas privadas para el grupo. 

El primer movimiento con un sentido político claro fue el colectivo lésbico Ayuquelén, creado en 1984 por un grupo de mujeres feministas que decidieron reunirse luego de la muerte de una joven lesbiana en confusas circunstancias en las afueras de un bar cercano a Plaza Italia. Para ellas aquel incidente había sido un asesinato motivado por su orientación sexual. Curiosamente 1984 marcaría también la irrupción de un nuevo escenario: fue el año en el que murió el primer hombre de sida en Chile. La primera víctima oficial que puso en alerta a un sistema sanitario en crisis que no estaba preparado para la epidemia.

Pero la enfermedad tuvo consecuencias mucho más complejas que el mero desafío que significaba para una red de salud colapsada por el desfinanciamiento. El sida significó una agitación social y cultural de las costumbres, los prejuicios y los miedos. Fue remezón que dejó al descubierto aquello que hasta ese momento se mantenía oculto o en la penumbra.
Es necesario imaginar una casa grande y antigua a la que con los años se le hicieron reformas: se le añadieron muros, se clausuraron puertas y ventanas, y se abrieron otras. Cambios que se fueron olvidando. Todas esas reformas fueron disimuladas por una albañilería que apenas se dejaba ver. Los habitantes de esa casa pensaban que estaban habitando en un lugar con ciertas características sobre las que no dudaban. Hasta que sobrevino un terremoto. El sida fue ese terremoto. Dejó a la vista todo lo que se intentaba ocultar, desempolvó las antiguas grietas y dejó en evidencia los falsos acomodos, los adoquines frágiles, los muros en donde antes había puertas, las junturas desprolijas de las ampliaciones que nadie recordaba, separó la mampostería de la estructura y lo que quedó a veces era muy doloroso de mirar. 

Los médicos fueron los primeros testigos de muchos de esos terremotos. Uno de ellos recuerda uno en particular: una mujer dueña de casa, de edad madura, madre de familia, que luego de sucesivos malestares fue diagnosticada como portadora del virus de inmunodeficiencia humana. Cuando acudió a la consulta con el diagnóstico que confirmó el contagio rompió en llanto frente el médico. Le dijo que no entendía, que no sabía cómo a ella le estaba pasando esto. Su marido la esperaba fuera. Ella le pidió que pasara a la consulta y le comunicó el resultado del examen en frente del médico. El hombre lloró, confesó una infidelidad anterior, le pidió perdón a su mujer y se sometió al examen, pero el suyo, en contra de toda previsión, dio negativo. Sólo después de eso ella contó que había mantenido una relación con un vecino. 

Es necesario imaginar una casa grande y antigua a la que con los años se le hicieron reformas: se le añadieron muros, se clausuraron puertas y ventanas, y se abrieron otras. Cambios que se fueron olvidando. Todas esas reformas fueron disimuladas por una albañilería que apenas se dejaba ver. Los habitantes de esa casa pensaban que estaban habitando en un lugar con ciertas características sobre las que no dudaban. Hasta que sobrevino un terremoto. El sida fue ese terremoto.

Lo invisible se hacía visible a la fuerza de un virus que les arrancaba a los cuerpos todo rastro de vida de una manera despiadada y revelaba para los otros una intimidad que antes era mantenida a resguardo. Así lo mostró una y otra vez la prensa con la imagen de los enfermos como espectros, de hombres moribundos que no eran más que un montón de huesos. Era en la mayoría de los casos un doble desplome: el de la salud y el del secreto de una vida sexual clandestina. El mayor ícono del derrumbe de la falsa fachada biográfica ocurrió con la muerte de Rock Hudson. 

El sida era mucho más que una enfermedad, más que una epidemia, como lo pudo ser el cólera. Tampoco era comparable a la sífilis, que desató las alarmas sanitarias a comienzos del siglo XX antes de que la penicilina frenara su expansión. Aunque sífilis y sida compartían ciertos rasgos –enfermedades de transmisión sexual asociadas popularmente a la idea de transgresión y excesos– la irremediable vinculación del vih con la homosexualidad le daba un matiz distinto y la posibilidad de engendrar un discurso moralizador severo contra una minoría que se mostraba como la portadora casi exclusiva de la peor de las pestes: sin duda se trataba de un castigo de Dios o de la naturaleza, un aviso, una señal, un jinete de un apocalipsis cercano. Así lo pensaba el diputado de Renovación Nacional René Manuel García, quien en junio de 1995 a propósito de una discusión parlamentaria por la reforma al artículo 365 del Código Penal que penalizaba las relaciones sexuales entre varones señaló:

« Por lo tanto, votemos en conciencia, y votemos por lo que creemos que es lo mejor para la sociedad: proteger las buenas costumbres, la moral y a nuestros hijos de esta lacra social que es la homosexualidad, y así evitaremos campañas del Sida, las infecciones que han provocado, y todo este castigo que Dios ha impuesto, prácticamente a toda la comunidad homosexual del mundo» (6).

Para muchos las víctimas no eran completamente víctimas, sino los provocadores de su propio infortunio. 

El sida además significó el surgimiento de una jerga poderosa, y en el centro de ese nuevo lenguaje estaba la expresión “grupo de riesgo”. Uno de esos grupos, el de los hombres homosexuales, encarnó la epidemia, pues en Chile los contagios por el uso de drogas inyectables fueron prácticamente inexistentes. Sida y homosexualidad serían casi sinónimos. De hecho las excepciones debían ser consignadas como bien lo grafica un titular de La Cuarta que anunció la muerte de la quinta víctima en Chile: 'Era bien hombrecito: transfusión de sangre lo contagió' (7).

La enfermedad era una nueva manera de señalar y hacer visible la homosexualidad. Ese “algo” que antes podía esconderse o camuflarse era expuesto de manera violenta obligando a que los otros –aquellos que preferían no darse por enterados de la verdadera sexualidad del afectado– enfrentaran la realidad. En la película Filadelfia, estrenada en 1993, el protagonista –encarnado por Tom Hanks– es un joven y exitoso abogado. El socio principal de la oficina –abiertamente homofóbico– lo ve como su delfín y lo hace socio sin sospechar que es gay; ni sus modales ni su apariencia pulcra correspondían al estereotipo. Todo cambia a partir de una escena en la que el dueño de la firma nota al abogado algo más delgado y ve una mancha en su frente torpemente disimulada por un flequillo de pelo. En esa escena de la película se resume el nuevo escenario que planteaba el sida. Los síntomas del virus –delgadez súbita, sarcomas en la piel, enfermedades respiratorias– pasaron a formar parte de la cultura popular. Aparecían como un estigma delator, no sólo de una salud que se desploma, sino también de la condición de homosexual del enfermo. 

Si los primeros movimientos gay de Estados Unidos y Europa se gestaron en torno a la derogación de leyes que discriminaban laboralmente y al acoso policial –sumándose al cambio social que promovieron los movimientos de derechos civiles de las minorías étnicas y el feminismo– en nuestro país fue la urgencia de la epidemia la que dio impulso definitivo para que surgieran organizaciones con una plataforma política clara. La idea de crear el Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh) en 1991 surgió de un grupo de personas que participaba en la Corporación Chilena de Prevención del Sida. La epidemia hizo visibles a los hombres gay en Chile. De hecho, fue la razón para que por primera vez un homosexual con cierta figuración pública hablara públicamente como tal. “Doy mi nombre y mi apellido para abrirle el campo a otros. Si yo me atrevo a hablar detrás mío vendrán diez más”, declaraba el artista visual Ernesto Muñoz en 1985 (8).

En Chile las ideas tradicionalmente asociadas a la homosexualidad no fueron cuestionadas pública y consistentemente sino a partir de la década del 90. Hasta ese momento era parte del sentido común que se considerara a las personas homosexuales como trastornados mentales, incluso en círculos académicos. 

Mostrarse públicamente era un paso fundamental, definitivo. Los propios dirigentes del Movilh histórico –como el escritor Juan Pablo Sutherland y Rolando Jimenez– más que el día la fundación del movimiento –en julio de 1991– recuerdan con mayor intensidad el momento en que dieron la primera conferencia de prensa con sus nombres reales y a rostro descubierto, el 28 de febrero de 1993. 

La comunidad gay norteamericana construyó a partir de la segunda mitad de los años 60 la idea de minoría a través de la visibilidad. Las organizaciones tenían claro que con rostros y nombres la percepción pública cambiaba. La nueva estrategia fue recogida por la prensa nacional con cautela, aunque el sólo hecho de que se escribiera sobre el asunto significaba un cambio. Durante los primeros años de la década de los 90 la mayoría de los artículos y reportajes que aludían a la homosexualidad en Chile se relacionaban con el sida y la prostitución masculina, y describían, más que una comunidad de personas, el estereotipo de una criatura escurridiza y atemorizada. La referencia habitual de la prensa de la época sobre los homosexuales se puede comparar con la que se hace sobre una especie zoológica que no tiene voz para hablar sobre sí misma –a no ser un testimonio anónimo en un tono clandestino– sino que debe ser “explicada” en sus costumbres y taras por los especialistas a cargo de su estudio: un médico psiquiatra o psicólogo, un sacerdote y, eventualmente, un policía. Palabras como “submundo”, “oscuro” y “raro” se repiten en los titulares; el persistente tono de clandestinidad y denuncia de las notas era a veces acompañado por una especie de conmiseración frente a la desgracia ajena. 

En Chile las ideas tradicionalmente asociadas a la homosexualidad no fueron cuestionadas pública y consistentemente sino a partir de la década del 90. Hasta ese momento era parte del sentido común que se considerara a las personas homosexuales como trastornados mentales, incluso en círculos académicos. 

Aunque se suela citar que en 1973 la Asociación de Psiquiatría Norteamericana (APA) eliminó a la homosexualidad de la lista de trastornos mentales, lo que no se consigna es que la influencia de esa tradición médica en la formación de los especialistas chilenos es tardía, muy posterior a esa fecha. El psiquiatra Andrés Sciolla cursó la especialidad en los últimos años de la década de los 80 en la Universidad de Chile. Recuerda que el tema era tabú en general “y las pocas veces que se hablaba era sinónimo claro de una psicopatología profunda”. El testimonio de Sciolla es coherente con la evidencia que presentan los escritos sobre el tema de Armando Roa, considerado una figura destacada de la psiquiatría local. El doctor Roa –de cierta popularidad más allá de la academia debido a sus frecuentes artículos en El Mercurio– entre otras cosas aseguraba que los homosexuales tenían tendencia a formar sectas secretas, a mantener misteriosas fórmulas de reconocimiento mutuo y a pervertir menores (9).

Si la academia local consideraba en general a la homosexualidad como una psicopatología, un psiquiatra homosexual era por lo tanto un oxímoron. Andrés Sciolla lo supo de primera mano. Aunque nunca declaró su condición sexual públicamente, Sciolla mantenía una relación de pareja estable mientras cursaba su internado en psiquiatría; su familia y amigos más cercanos estaban al tanto. El asunto llegó hasta los oídos de las autoridades, que decidieron tratar el tema a sus espaldas.

« El mensaje implícito de acuerdo a la tradición psicoanalítica –explica Andrés Sciolli- era en ese momento que si eres homosexual no podías ser psiquiatra porque por definición tienes un trastorno profundo de tu personalidad. Mi mentor, que era un psiquiatra, años después me contó que cuando yo era estudiante hubo una reunión de docentes a puertas cerradas en la que se discutió expulsarme de la beca de psiquiatría por el solo hecho de que yo era gay ».
Luego otra fuente le confirmó a Sciolla que en rigor hubo dos reuniones para tratar su caso. Finalmente no fue expulsado, porque no había razones académicas para hacerlo y porque dos de sus profesores se opusieron firmemente.

 « Con esto yo corroboré algo que ya sospechaba: que tenía que cuidarme a pesar de que en mi vida privada todo estaba aceptado. Sabía que no podía ser psiquiatra en Chile y ser abiertamente gay. Nunca hubiera podido tener una carrera académica sólida aquí. Así que postulé a un posgrado en Estados Unidos».

La historia de Andrés Sciolla –actualmente académico en la Universidad de California en San Diego– ilustra la percepción que se tenía al menos hasta 1989 sobre la homosexualidad, justamente en el lugar en donde se formaban los especialistas que para efectos de la institucionalidad vigente administraban el concepto de salud mental. Aunque internacionalmente la APA y la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya no consideraban a la homosexualidad como un trastorno mental, en Chile los psiquiatras eran formados con una idea distinta según el testimonio de Andrés Sciolla y el de muchos hombres entrevistados para este libro. Los consejos de los especialistas –algunos de ellos connotados– eran desde atender a terapias de conversión chapuceras hasta simplemente “buscarse una mujer” y casarse para no afectar la tranquilidad de sus familias.

***

La “homosexualidad” entendida como un “tema” o más bien un “problema” sobre el que había que pronunciarse– comenzó a filtrarse durante los primeros años del retorno a la democracia en el discurso público de distintas personalidades.  Algunas notas de prensa de la época dibujan un mapa orientador de las ideas que se manejaban sobre el tema. 

En marzo de 1993, Alicia Romo, rectora de la Universidad Gabriela Mistral, especulaba –tal como algunos clérigos del siglo XVI– sobre la influencia del atuendo en la conducta sexual. La señora Romo reflexionaba en particular sobre el uso de aros entre sus alumnos varones:

«De pronto uno ve un muchacho y una muchacha, y no sabe quién es quién. Eso es muy peligroso. (…) puede ser que alguno sea muy viril, se ponga un arito y no pase nada, pero no todas las personas masculinas tienen la virilidad tan clara. Y hay personas masculinas a las que se les crean las condiciones y empiezan a desviarse. Cuando esa persona termina mal, en una actitud franca de pérdida de la identidad y se convierte en un homosexual, esa pobre persona puede terminar siendo víctima de una sociedad que lo empujó a eso. Como uno no sabe esos detalles, tiene que tomar algunas medidas generales para proteger a la gente» (10).

La rectora Romo juzgaba que la homosexualidad era el producto de una serie de conductas erradas que torcían el correcto desarrollo del individuo. Sostenía además la idea de que una biología determinada está ineludiblemente amarrada a una manera de vestirse o a unos modales. Cada sexo tiene su atuendo. Confundirlos es trastornar la naturaleza; un aro para ella era más que un simple accesorio cosmético si lo llevaba un varón, era el indicio de un potencial desorden interno. Es de conocimiento más o menos corriente que tanto el uso de aros, el largo del pelo, el vestir pantalón o falda, pertenecen al ámbito de las convenciones sociales de una cultura determinada, de las modas y los gustos personales.

«No creo compatibles sacerdocio y homosexualidad. A uno le toca aconsejar; vivir con otros sacerdotes, estar a cargo de niños... sería como el gato cuidando la carnicería», Felipe Berríos.

Andrés Bello usaba un aro, las condecoraciones militares –brillantes y coloridas- no se diferencian demasiado de los prendedores usados en la ropa femenina, una sotana no es otra cosa que una especie de faldón y la sobriedad de ciertas señoras hace un violento contraste con el fervor por las joyas de los amantes del hip hop o los varones gitanos. En ninguno de estos ejemplos la sexualidad de los descritos cobra particular relevancia, ni se pone bajo sospecha por sus vestidos o accesorios. Las declaraciones de Romo involucraban un miedo más profundo. Sus prevenciones descansaban en una de las ideas más extendidas asociadas a la homosexualidad: la noción del afeminamiento como síntoma de perversión. Pero incluso esta idea es fruto de una convención histórica. La figura del afeminado era secundaria durante buena parte de la Edad Media  sólo comenzó a preocupar de manera obsesiva a ciertos círculos, particularmente en la península ibérica, a partir del siglo XVI. 

En octubre de 1993, en un seminario de ética periodística realizado por la Fundación Gente Nueva, los profesores de la Pontificia Universidad Católica Eliana Rozas y Tomás McHale participaron en representación de dicha casa de estudios en una mesa que trató 'Los valores de los 90'. Allí se hizo velada alusión al programa de televisión Informe Especial de agosto de ese año en el que se abordó la homosexualidad. En su ponencia los profesores lamentaban el rol que estaba cumpliendo el periodismo en democracia –un lamento que la institución que representaban nunca hizo en dictadura– en particular sobre los llamados temas “valóricos” –expresión acuñada a la sombra de la crisis moral–, es decir, asuntos relacionados con la vida privada y la sexualidad. Consignaron que los profesionales de la prensa eran por lo general:
`"Incultos, despreciativos de los auténticos valores, relativistas en ética, desprejuiciados en política e impulsores de ideas perniciosas que muy a menudo calan hondo en la juventud" (11).

McHale añadió:

 «Consideran como algo natural y no repudiable, y así lo insinúan y lo proclaman con hábiles manipulaciones, el aborto, la homosexualidad y el lesbianismo, la eutanasia, el divorcio y el adulterio, el consumo de drogas (…) la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, el indulto a terroristas, la ecología enemiga de la industrialización y el desarrollo económico».El catedrático consideraba no sólo el argumento de la naturaleza, sino también el de la criminalización y la enfermedad. Homosexualidad y lesbianismo aparecían como dos fenómenos que además podían extenderse entre los jóvenes –como una epidemia– si se los trataba como “algo natural”. McHale llamaba implícitamente a que los medios de comunicación, y particularmente los periodistas, cumplieran un rol represivo sobre ciertos fenómenos e incluso sobre las nuevas ideas políticas surgidas del ecologismo (12).

Una opinión similar sostenía el entonces senador Sergio Onofre Jarpa quien luego de ver el programa Informe Especial dedicado a la homosexualidad declaró que el reportaje constituía “un verdadero atentado contra los valores de la civilización cristiana” pidiendo un cambio en la dirección de Televisión Nacional (13). La idea del pecado nefando, de “lo innombrable”, aquello que no se puede siquiera decir porque invocarlo puede provocar un descalabro de proporciones, seguía pesando en ciertos círculos de poder.

Las declaraciones de Alicia Romo junto con las vertidas por los profesores de ética periodística expresaban dos rasgos fundamentales del estereotipo: es una desviación que se expresa a través de ciertos modales y que puede difundirse, contagiarse, si se habla de ella. Una tercera declaración hecha en esa época suma otro rasgo fundamental para la conservación del rechazo a los homosexuales. Se trata de una entrevista de 1993 a Felipe Berríos, el sacerdote jesuita que luego de residir en Tanzania como misionero volvía a Chile cobraba popularidad en un sector de la feligresía católica. Berríos logró influencia entre aquellos católicos pertenecientes a sectores medios y altos que no sentían afinidad con los movimientos católicos más conservadores –Schoenstatt, Opus Dei, Legionarios, entorno de la parroquia de El Bosque– que extendieron su influencia entre la elite durante la dictadura. Era, por lo tanto, el representante de un grupo de católicos más liberales que reivindicaba el rol de la Iglesia frente a la pobreza. Berríos entre otras cosas declaró:

«No creo compatibles sacerdocio y homosexualidad. A uno le toca aconsejar; vivir con otros sacerdotes, estar a cargo de niños... sería como el gato cuidando la carnicería» (14).

Las palabras del jesuita encerraban varios supuestos. El más grave de todos es que los homosexuales no podían hacerse cargo de niños porque eran potencialmente abusadores. Aunque la creencia de que la orientación sexual está vinculada al abuso es un asunto extendido –de hecho el propio psiquiatra Armando Roa lo sostenía– no tiene ningún sustento en los hechos. El departamento de Salud y Servicios Humanitarios e Estados Unidos estableció a través de un estudio realizado en 2005 y 2006 por la división Children Welfare Information Service que en 269 casos de abuso infantil, sólo dos de los abusadores, menos del 1 por ciento, eran considerados homosexuales, es decir hombres adultos mantenían habitualmente contacto sexual con otros varones adultos.

Para muchos especialistas la pedofilia y el abuso de niños no puede tratarse en términos de la homosexualidad o la heterosexualidad, porque muchos abusadores de niños nunca han establecido relaciones con otros adultos, es decir, ni siquiera podrían ser considerados heterosexuales u homosexual. Lo usual en los informes es que la diferencia se haga entre abusos de un adulto de sexo masculino a un niño de sexo masculino (male–male molestation) o de un adulto de sexo masculino a niña (male–female molestation), que es el caso más usual y extendido. 

La complejidad del fenómeno llegó a crear una categorización para los abusadores en dos polos: aquellos que sólo buscan niños (cualquiera sea su sexo) y aquellos que si bien mantienen relaciones con adultos, en determinadas circunstancias cometen abusos a menores. Entre esos dos polos hay un continuo. 

En 1978 los doctores Nicholas Groth y Jean Birnbaum entrevistaron a 175 convictos por abuso sexual a menores de la Cárcel de Massachusetts, ninguno de los abusadores era exclusivamente homosexual en sus relaciones con adultos. El 47 por ciento de los victimarios sólo había tenido experiencia con niños de distinto sexo al suyo –es decir eran abusadores de niñas que nunca habían tenido relaciones con mujeres adultas– y el 40 por ciento eran heterosexuales que mantenían relaciones con mujeres adultas además abusaban de niñas. El restante 13 por ciento eran adultos bisexuales. Lo que han demostrado estas y otras investigaciones es que no existe ninguna relación entre homosexualidad y abuso de menores en la población general. 

Otra cosa es lo que ocurre en determinadas instituciones a las que concurren sujetos que llevan a cabo abusos en un medio que los protege de toda sanción, que reprime las denuncias y tiene el poder suficiente para frenar los procesos. 

En Chile, antes de las masivas denuncias de abuso surgidas a partir del año 2000 dentro de la Iglesia Católica, hubo por lo menos dos registros de abusos similares. El primero es de carácter policial y se remonta a 1905. Se trata del escándalo del Colegio San Jacinto –relatado en extenso más adelante– que involucró a toda una orden religiosa. Hubo condenados por la justicia pero estos nunca cumplieron sentencia: escaparon del país. El segundo registro es literario y corresponde a la novela autobiográfica El Río de Alfredo Gómez Morel. En este libro el escritor relata la manera en que dos clérigos se lo disputaban en el internado y cómo lo recompensaban por ceder a sus requerimientos. 

Los estudios más exhaustivos y científicos sobre el asunto, sin embargo, no se han hecho en sociedades eminentemente católicas –en donde las denuncias y los procesos criminales han encontrado la resistencia de las autoridades eclesiásticas– sino sobre todo en Estados Unidos, en donde diferentes instituciones han llevado a cabo registros y evaluado las características de los abusadores. 

A la larga la Iglesia chilena tuvo que enfrentar que la crisis moral y los trastornos de la sexualidad sobre los que tanta alarma sembró durante los primeros años de la transición no ocurrían exactamente entre la ciudadanía, sino bastante más cerca de los altares.

En 2002 la revista Monitor on Psychology de la American Psychological Association publicó los hallazgos de expertos que indagaron en los abusos a menores dentro de la Iglesia Católica de Estados Unidos. En el artículo los psicólogos desestimaban explícitamente una relación entre la orientación sexual y la tendencia a abusar de menores, y agregaban que “los clérigos que abusan de menores fueron por lo general también abusados. Muchos de ellos tenían escasas habilidades sociales y un débil control de los impulsos”. La publicación consignaba, además, otros tipos de desórdenes afectivos y describían que “muchos sacerdotes entraban al seminario antes de alcanzar un desarrollo psicosexual maduro. Para algunos hombres la vida en un ambiente de personas del mismo sexo ha pospuesto el desarrollo sexual” (15). 

En 2004 la Conferencia de Obispos Católicos Norteamericanos encargó al John Jay College of Criminal Justice un estudio sobre la naturaleza y el alcance del problema de abuso de menores entre los sacerdotes y diáconos católicos de Estados Unidos. Este  informe, conocido como el Reporte John Jay, mostró que si bien los abusos cometidos por sacerdotes incluían a niños y también niñas, la mayor cantidad –un 85%– ocurría sobre niños varones a partir de la pubertad y en adelante. Si a nivel nacional sólo 1 de cada 7 víctimas eran niños varones, dentro de la Iglesia Católica la proporción se elevaba a 6 de cada 7. Otras investigaciones indicaban además que era una práctica antigua y que había sido sistemáticamente encubierta. 

La BBC entregó un informe en 2004 que abarcaba 50 años y que involucraba a 4 mil sacerdotes norteamericanos en casos de abusos a menores. Los hechos confirmarían que el abuso sistemático de menores y el encubrimiento eran asuntos estrechamente vinculado a la institución y no, como lo planteaba el sacerdote Berríos –y muchos otros religiosos y políticos– un asunto inherente a la condición sexual de los varones gay que buscan relacionarse con otros adultos gay. 

A la larga la Iglesia chilena tuvo que enfrentar que la crisis moral y los trastornos de la sexualidad sobre los que tanta alarma sembró durante los primeros años de la transición no ocurrían exactamente entre la ciudadanía, sino bastante más cerca de los altares.

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Los estereotipos en cierto sentido son útiles: son una solución eficaz de simplificación frente a la complejidad, y plantean una economía reflexiva que aligera el pensamiento, perpetúa una forma de vida y evita los sobresaltos que se arriesgan con el cambio. El estereotipo funciona utilizando un fragmento de realidad amplificada al máximo. Un rasgo deja de ser una parte del total y se transforma en el total. 

La figura del hombre homosexual ha sido históricamente un blanco predilecto para crear y difundir estereotipos, el más popular de todos es el del afeminado, traicionero y melindroso, representado –en distinto tiempo y de diferentes maneras– como un enemigo que debe sufrir el acoso de la comunidad. Algunos clérigos españoles de los comienzos de la Edad Moderna se mostraban alarmados por las modas extranjeras que mancillaban la reciedumbre del varón peninsular; luego los conquistadores españoles subrayaban en sus crónicas el carácter afeminado de ciertos indígenas como un argumento para justificar su asesinato. 

La difusión de estas ideas fue reforzada por la representación artística de las mismas. Que los autores –escritores, poetas, directores de cine– contribuyan a robustecer el estereotipo no significa que se sumen a una agenda de difamación; simplemente responden al talante de la época y a la cultura en la que están inmersos. Sus obras eran y son la huella de algo más profundo y difuso. Una huella que se suma a otras tantas que se sobreponen, la reafirman de alguna manera y la distorsionan de otra. 

El cine, por ejemplo, se encargó de difundir la idea de que la decadencia del Imperio Romano se relacionó con una disipación en las costumbres sexuales, lo que incluía las relaciones entre personas del mismo sexo. Este vínculo entre decadencia y sexualidad –basado más que nada en el hecho de que no existen mayores antecedentes sobre la vida sexual en períodos anteriores de la historia de Roma- se naturalizó y se transformó en un cliché. A esta idea se sumó la representación del emperador Nerón, perseguidor de cristianos, como un sujeto cobarde y afeminado. El gran enemigo de la fe sería, entonces, una criatura cruel, cobarde y despiadada, en síntesis un homosexual que se desenvolvía en un medio promiscuo.

En el teatro chileno, hasta avanzado los años 60, el personaje cómico afeminado era la única posibilidad de representar a un hombre homosexual. La figura predilecta de los espectáculos de humoristas en Chile tuvo su epifanía masiva en 1984, durante el Festival de Viña del Mar. Ese año la rutina de Hermógenes Con Hache tenía como protagonista la caricatura de un vendedor ambulante afeminado. El éxito fue tal que el humorista forjó una carrera a costa de ese personaje. No ha sido el único. El público nacional daba por hecho que cualquier hombre con algún gesto o actitud considerada como poco masculina debía soportar la sorna de la muchedumbre y que no tenía derecho a pedir respeto. De eso fue testigo el cantante argentino Fito Paéz quién fue hostigado persistentemente en las primeras presentaciones que tuvo en nuestro país como parte de los músicos de Charly García. Algo en su figura era considerado por el público chileno como impropio y sólo cuando se hizo conocido su historial amoroso con mujeres las burlas cesaron. 

La predilección por el afeminado como blanco de mofas les dio una idea a los guionistas Fernando Aragón y Arnaldo Madrid, quienes en 1993 adaptaron la telenovela brasileña Marrón Glacé para Canal 13. Junto con el director Óscar Rodríguez y en complicidad con la productora Nene Aguirre tramaron algo insólito: un personaje afeminado del que nadie se burlaría. Así nació el cocinero Pierre, que pese a su afectación exagerada casi no sufrió el escarnio del resto de los personajes que por sobre todo lo respetaban por su trabajo. La única excepción a lo largo de la teleserie es una escena en la que el personaje del actor Renato Poblete hizo unos gestos de burla. Como una muestra del carácter cultural del asunto hay señalar que a muchos extranjeros hispanohablantes el acento chileno les resulta particularmente afectado y poco varonil. 

Sobre la representación del varón homosexual como un sujeto amanerado que merece ser hostigado por sus modales se han establecido una cantidad considerable de atributos que servirán como argumento para mantenerlo a raya, en una categoría distinta a la de la mayoría, que incluso que atrae calamidades, como señala el cuento 'La mala ventura de Nanito Velásquez' de Edesio Alvarado (16): 

En el teatro chileno, hasta avanzado los años 60, el personaje cómico afeminado era la única posibilidad de representar a un hombre homosexual. La figura predilecta de los espectáculos de humoristas en Chile tuvo su epifanía masiva en 1984, durante el Festival de Viña del Mar.

«¡Bien dicen que andar con maricones es para joderse! ¡Son la fatalidad!»

Algunos historiadores, como la francesa Florence Tamagne, sostienen que el estereotipo del homosexual afeminado surgió en Europa en el siglo XVIII, otros como Federico Garza sugieren que la figura comenzó a perfilarse a partir del siglo XVI. Hasta ese momento en Europa la idea del sodomita era la de quien transgredía las reglas sobre la sexualidad en un acto determinado. Lo mismo que un ladrón lo es sólo si roba, no existía un estereotipo particular de personalidad: el acento estaba puesto en el acto sexual prohibido. La noción de que esa violación de las reglas correspondía a un desorden interno permanente –que actualmente nos permite pensar en la posibilidad de un homosexual célibe, es decir, alguien que lo sea aunque no mantenga contacto sexual con hombres– no era propia de la Edad Media, sino posterior. La medicina durante el siglo XIX se encargó de hacer aun más sofisticada la descripción de la criatura: pervertido, enfermo y con tendencia a la criminalidad. 

Esta nueva figura dibujada por la ciencia tuvo eco en la descripción de los homosexuales que se haría en adelante en la literatura y más tarde en el cine. En novelas y películas –con pocas excepciones– serían representados como sujetos trastornados y, peor que eso, como individuos condenados a la soledad. Esto no siempre fue así.

En su novela El Primo Pons, publicada en 1847, Honoré de Balzac practica el juego de los estereotipos hasta el extremo de transformarlo en arte: la portera chismosa parisina, la burguesa arribista, la sirvienta hipócrita, el tinterillo corrupto, el judío avaro y una pareja de amigos íntimos querendones amenazados por un entorno familiar que está listo para expoliar sus bienes. Balzac da todas las señas posibles para reconocer en Pons a un solterón de pasiones particulares. Todas menos la introspección atormentada sobre la sexualidad que medio siglo después se transformaría en una regla. Balzac publica esta novela antes de que la palabra homosexual fuese acuñada y mucho antes de que la psiquiatría desarrollara el concepto. 

El primo Pons es descrito como un sujeto excéntrico, ajeno en tiempo y costumbres al resto de su entorno: viste atuendos ampulosos pasados de moda es un compulsivo coleccionista de arte y antigüedades, y vive con su íntimo amigo músico, un alemán llamado Schmucke que a su vez reúne todas las características que en la época se tenían como propias del pueblo germano: distraído, ingenuo y romántico. Un estereotipo de alemán que a vuelta de siglo cayó en el olvido. 

En síntesis, el narrador presentaba a dos varones maduros que conviven en un departamento recargado de piezas de arte y que cada tanto demuestran el cariño mutuo que los une. No hacía falta decir más. Pero pese a estas características la trama no se concentra en la relación entre Pons y Schmucke –cuyo vínculo es siempre fuerte y leal– sino en la ambición de los personajes que los rodean y las tretas que arman para quedarse con su patrimonio. Ambos han envejecido juntos, del mismo modo en que lo haría un matrimonio sin hijos (17).

En la literatura, el teatro y el cine del siglo XX la pareja de varones homosexuales es escasa, y cuando se sugiere su existencia –como en el caso de la película La soga de Hitchcock, la obra Entreteniendo al señor Sloane de Joe Orton o la novela Plata quemada de Ricardo Piglia– suele estar vinculada al crimen. Durante más de un siglo el paisaje cultural de occidente representaría a los varones homosexuales como huérfanos de afecto, atribulados, limítrofes con la locura. La literatura chilena reúne una galería similar: artistas atormentados en búsqueda tardía de su identidad en las novelas Pena de muerte de Enrique Lafourcade y Amasijo de Marta Brunet, o sujetos que se codean con el hampa y la prostitución en El apuntamiento de Luis Rivano. 

Un indicador de este paisaje es la antología de Juan Pablo Sutherland A Corazón abierto: Geografía literaria de la homosexualidad en Chile. En este libro que reúne textos escogidos de prosa y poesía sólo hay un cuento en el que aparece una pareja gay establecida. Se trata de Hombres en habitaciones pequeñas de Sergio Gómez, en donde el relato gira en torno a dos hombres que esperan desde la calle que se asome por la ventana de un hospital el amigo mutuo internado, enfermo de sida (18). El cuento no solamente es particular por eso, sino también porque presenta la idea de una comunidad de amigos y de gustos, deslizando de soslayo una colección de guiños a la subcultura gay urbana santiaguina.

La literatura para estos efectos funciona como un sensor de ese trozo de la realidad: lo más probable es que una gran mayoría de los lectores nunca habrá visto ni habrá tenido contacto con una pareja homosexual y si tal cosa ha sucedido seguramente el vínculo será negado o disfrazado públicamente como otro tipo de relación (primos, parientes, jefe y secretario, amigos entrañables). Una pareja de personas del mismo sexo que se presenten como tales es una rareza en el paisaje cotidiano. Por otra parte, la literatura no tiene por qué ser un estudio social y naturalmente elude la enumeración de factores que inhiben que esto suceda.

Tampoco es el rol del escritor explicar acuciosamente las condiciones del entorno que empujan al personaje a un determinado destino, que en este caso suele ser dramático y solitario. Del mismo modo en que al ver la cara de una moneda no es posible ver la contraria, en estas obras la sicología del personaje homosexual no se explicará como la consecuencia de un ambiente hostil, sino como el atributo propio de su desviación que lo llevará un destino ineludiblemente trágico. 

Cualquier ser humano que se vea permanentemente forzado a fingir y ocultarse sufrirá algún tipo de consecuencia en su salud mental. Sin embargo, en el caso de las personas homosexuales este factor tiende a ser pasado por alto. El peso de la cultura resulta tan apabullante que puede llegar a desaparecer. La criatura no se explica por sus circunstancias, sino por su naturaleza desviada. Aquello que es una mera convención puede llegar a ser considerado como parte del orden del universo, del mismo modo en que alguna vez fue natural que existieran esclavos o que a las mujeres se les negara el derecho a leer, opinar y votar. Con toda seguridad aquellos que se mostraban en desacuerdo debían atenerse a las consecuencias. 

Hasta los años 60 en Estados Unidos aun estaba prohibido en muchos estados el matrimonio interracial. De hecho, más allá de las leyes, la posibilidad de relaciones sexuales entre personas de origen europeo y de origen africano era una especie de tabú. En ese contexto quienes desafiaran la norma legal y cultural seguramente sufrirían el rigor de la penalización y todo tipo de obstáculos sociales repercutirían en su estado sicológico, a menos¬ –claro está–, que se desistieran de desafiar las convenciones y eligieran como parejas sexuales a personas de su mismo origen étnico. Hubo quienes esgrimieron razones divinas para la separación de las razas. En 1965, un juez argumentó en una sentencia que anulaba el matrimonio de una pareja mixta pues si Dios había puesto a las razas en distintos continentes, había sido para que no se mezclaran (19). Actualmente la evidencia de que la separación racial se trataba de una convención social arbitraria resulta difícil de contradecir. En Occidente al menos existe consenso de que la segregación obedecía al peso de ciertas normas culturales que contrariaban los derechos humanos y que esas ideas no eran la expresión de un orden biológico (o de la naturaleza) ni de un orden divino. Pero esta noción que ahora puede considerarse como un asunto obvio no lo era tanto hasta la segunda mitad del siglo XX. 

La literatura para estos efectos funciona como un sensor de ese trozo de la realidad: lo más probable es que una gran mayoría de los lectores nunca habrá visto ni habrá tenido contacto con una pareja homosexual y si tal cosa ha sucedido seguramente el vínculo será negado o disfrazado públicamente como otro tipo de relación (primos, parientes, jefe y secretario, amigos entrañables).

En 1967 la película Adivina quién viene a cenar jugó con el tabú de las relaciones interraciales. Un matrimonio acomodado de convicciones progresistas y blanco debe enfrentar que su hija haya decidido casarse con un egresado de medicina con un prometedor futuro en su carrera, pero negro. La película planteaba que incluso para un matrimonio que pregonaba el fin de la discriminación y apoyaba la integración racial, aceptar tal cosa en su misma familia resultaba algo más que un contratiempo. No sólo para ellos. Las sola imagen de dos personas de diferente origen racial besándose era para Hollywood una frontera peligrosa de traspasar, tanto así que en la película las actitudes románticas físicamente cercanas entre los protagonistas son restringidas y el afiche promocional mostraba a los actores –Sidney Poitier y Katharine Houghton– a una inusual distancia para tratarse de una pareja romántica.

Esta misma censura cultural, aun más intensa, es la que ocurre en el caso de dos personas del mismo sexo. En la película Lejos del cielo el director Todd Haynes plantea este paralelo. La historia transcurre en la década del 50. Un matrimonio aparentemente ideal de los suburbios de una ciudad estadounidense comienza a fracturarse vertiginosamente. El marido lleva una doble vida visitando bares gay y la mujer comienza a salir con un jardinero negro del que se enamora, pero con quien es imposible mantener una relación sin sufrir el acoso del entorno. Para ambos el destino parece sellado: en esa sociedad no sólo era imposible que dos personas del mismo sexo estuvieran juntas, tampoco era tolerado que dos personas de distinta raza mantuvieran una relación pública. La cultura y las leyes establecían disposiciones sobre la cercanía de los cuerpos. 

Que las normativas se modifiquen, sin embargo, no repercute en una liberación inmediata de las restricciones culturales.

En Chile el artículo 365 del Código Penal que castigaba la sodomía con cárcel y que fue modificado en 1999 tras largas negociaciones, rara vez era aplicado para castigar las relaciones consentidas entre adultos. Funcionaba más bien como un símbolo de que la cercanía entre personas del mismo sexo –varones en este caso– tenía un límite, y que ir más allá era entrar en el terreno de lo criminal. Los políticos que se oponían a su modificación sabían que la aplicación efectiva del artículo era escasa, pero rescataban el valor de que existiera como una suerte de señal de alerta.

El entonces diputado UDI Iván Moreira sostuvo que en 1995 que:

«Aunque en la práctica la sodomía no lleva a la detención o condena, es una importante señal del legislador mantener el delito, pues es una muestra de que a la ley y por ende a la sociedad no le es indiferente el tema» (20).

El artículo 365 del Código Penal ponía a los hombres homosexuales tácitamente fuera de la ley. Una vez que ese artículo se modificó el escenario era distinto. Ya no existía tal símbolo. Lo que seguiría operando en adelante sería la resistencia cultural a la imagen de la pareja gay, una frontera difícil de traspasar.

El 10 de junio de 2000 la revista El Sábado de El Mercurio publicó un perfil a modo de obituario del peluquero y decorador Luis Amador Guerra, más conocido como Luigi, quien murió después de padecer una larga insuficiencia renal. Se trataba de un recorrido por la vida del hombre que llegó a ser una figura de la vida social de la clase alta santiaguina. En un párrafo, se mencionaba al pasar que Luigi había tenido una relación estable con otro hombre. La frase era escueta y precisa: “Willy, la pareja de Luigi durante casi veintitrés años”. Esa sola mención –sobre la que no se ahonda mayormente- significó una polémica epistolar sobre el inconveniente de presentar públicamente la idea de que dos hombres fuesen pareja (21). El sólo hecho de que una cosa así ocurriera provocó la molestia de algunos lectores. El asunto además tenía agravantes: se trataba de un sujeto exitoso, con una vida próspera, una familia –padres, hermanos, parientes– y un círculo de amistades que lo despedía con nostalgia y tristeza. La biografía de Luigi contradecía el tópico cultural que condenaba a las personas homosexuales a una vida miserable. En una carta una lectora advertía: 

«Pienso que es muy distinto tratar de interpretar el problema de la homosexualidad como una opción de vida sin consecuencias, al calor de un cigarro o un café en una reunión de intelectuales, que verse enfrentado a ello a nivel personal y familiar. Con mi carta, quise llegar a las personas comunes, a las que les duele el alma tener un hijo homosexual» (22).

En Chile el artículo 365 del Código Penal que castigaba la sodomía con cárcel y que fue modificado en 1999 tras largas negociaciones, rara vez era aplicado para castigar las relaciones consentidas entre adultos. Funcionaba más bien como un símbolo de que la cercanía entre personas del mismo sexo –varones en este caso– tenía un límite, y que ir más allá era entrar en el terreno de lo criminal.

La lectora que criticaba la publicación del artículo explicaba claramente su problema: el dolor que le causaba a ella ser testigo o tener cercanía con algo que a ella la perturbaba. Algo que ya no estaba ni clínica ni legalmente sancionado como fuera de la norma socialmente aceptada, pero sobre lo cual ella tenía un juicio que considera definitivo. Según se desprende de sus propias palabras, su conflicto es tener una persona homosexual cercana (un hijo), a quien la une un lazo de afecto o familiaridad y que esa persona en algún momento pueda llegar a formar pareja. Su carta es un llamado a evitar que eso sea posible, a frenar y desmantelar el intento de que se presente tal situación como algo sin consecuencias, sin castigo, porque a ella eso le provoca un “dolor en el alma”. La posibilidad, la imagen de la pareja gay no sólo tiene una carga de desaprobación moral, también significaba –significa– para algunas personas como la autora de la carta, una perturbación mayor. El mero hecho de ser testigo del acercamiento amoroso casual –un abrazo, un beso, caminar tomados de la mano– entre dos personas del mismo sexo puede llegar a violentarlos. Lo que sería una escena trivial de afecto si se tratara de dos personas de distinto sexo, cambia totalmente de tono para transformarse en una exhibición que no dudan en describir como obscena.

Lo que nuestra crianza y cultura nos enseña es que primero se habla de amor, de emociones, luego de sexo. Los relatos, imágenes y figuras que representan la relación de una pareja –de un hombre y una mujer– van precedidos de un relato poderoso relacionado con los sentimientos. Lo que vemos en los cuentos infantiles, en las películas, las series de televisión animadas y las rondas del colegio es que hay dos personas que se “enamoran”. La narrativa básica es que esas personas se buscan, se encuentra y cuando eso ocurre, el equilibrio existe, la felicidad se despliega. Eso sucede con Blanca Nieves y con La Bella Durmiente; eso es lo que se canta cuando se entona el Arroz con leche y lo que ocurre cuando Han Solo se da cuenta de que la Princesa Leia le corresponde en sus sentimientos. Un niño o una niña saben que sus padres en algún momento se enamoraron y que el ratón Mickey y la ratona Minnie se quieren e incluso se besan. Un niño o una niña saben que los mayores se ponen de novios, que cuando están juntos están contentos y conocen frases como “morir de amor” cantadas por intérpretes despechados por una bella mujer que los abandonó. Un niño o una niña cuando ven a sus padres en la cama en la mañana de un día domingo no tienen en mente una escena sexual, sino un cuadro familiar de afecto. Todos fuimos niños. Todos vivimos eso. Luego, en la adolescencia, después de que el relato romántico universal entre personas de distinto sexo quedó bien establecido, supimos que además de sentimientos y declaraciones de amor había un contacto físico y genital. Pero incluso después de ese descubrimiento el relato amoroso sigue siendo prioritario frente al físico. Cualquiera que haya asistido a un matrimonio tiene la experiencia de que tanto la ceremonia como la fiesta están organizadas en torno a una narrativa que se concentra en los sentimientos mutuos de la pareja de contrayentes. Se asiste a la puesta en escena de una historia de amor en la que todos los aspectos relativos a la sexualidad pura y dura están sublimados o apenas tienen un espacio secundario en algún comentario pícaro sobre la “noche de bodas” o las consecuencias de la “luna de miel”.

Toda esta construcción cultural desaparece cuando se trata de parejas de personas del mismo sexo. No hay relato amoroso, ni una narración de afectividad, ni un rito que la sustente. Las excepciones a la regla, como la novela Maurice de E.M. Forster –escrita en 1913 pero a petición del autor publicada póstumamente en 1971– que relata el romance entre dos varones ingleses pertenecientes a distintas clases sociales o los ritos de “bodas de semejanza” entre varones durante el cristianismo medieval descritos por el medievalista John Boswell y otros historiadores, son pequeños vestigios que no logran crear un imaginario popular (23). La pareja homosexual surge en una especie de vacío de referencias amorosas o afectivas. La imagen que asoma automáticamente es genital, física. Esto sin duda es uno de los elementos que explican la alarma y la ansiedad que puede llegar a producir la idea de una pareja del mismo sexo. 

En 2009, luego de la muerte de Doris Dana, la secretaria personal de Gabriela Mistral que había custodiado sus archivos, y tras la revisión de la correspondencia de la poeta, la evidencia epistolar apuntó a que ambas mantuvieron una relación amorosa. La incomodidad cundió entre ciertos círculos. Las nuevas evidencias de la vida íntima de la autora de Tala salpicaban a la imagen oficial, aquella que la presentaba como una especie de santa laica de la enseñanza y la maternidad. Durante la dictadura esa figura aséptica fue elevada para contrarrestar la imagen de Pablo Neruda, incómoda al régimen. Despojada de su carácter –fuerte, crítico de la realidad social y política– la imagen de Gabriela Mistral que conocieron varias generaciones de chilenos fue la de una mujer asexuada y doliente. Una virgen ruda, una maestra de escuela que a falta de hijos propios había consagrado su vida a criar los ajenos, sola, sin pareja. Cada vez que alguien deslizaba la posibilidad del lesbianismo el peso de la censura se dejaba caer. Pero los hechos indicaron otra cosa. 

Toda esta construcción cultural desaparece cuando se trata de parejas de personas del mismo sexo. No hay relato amoroso, ni una narración de afectividad, ni un rito que la sustente [...] La pareja homosexual surge en una especie de vacío de referencias amorosas o afectivas. La imagen que asoma automáticamente es genital, física. Esto sin duda es uno de los elementos que explican la alarma y la ansiedad que puede llegar a producir la idea de una pareja del mismo sexo. 

En las primeras declaraciones luego de conocida la evidencia sobre el tenor de la relación entre Gabriela Mistral y Doris Dana los expertos en la obra de la poeta evitaron usar la palabra “lesbiana”. Uno incluso habló de amor “sáfico” a modo de eufemismo. Todos los esfuerzos se concentraron en hacer un llamado de alerta para que la poeta no fuera a ser considerada un ícono de una minoría, una aprensión que también tuvo José Donoso respecto de su propia obra. Dos años más tarde, en 2011, la realizadora María Elena Wood presentaba su documental Locas mujeres sobre la relación entre Mistral y Dana. Interrogados por la prensa sobre los alcances de la historia que la cinta de Wood, abordaba, los expertos en la obra de Mistral dieron una vez más sus opiniones. El académico Luis Vargas Saavedra ensayó en sus declaraciones una taxonomía del lesbianismo afirmando que “ella no era una lesbiana prototípica” –sin explicar qué significaba eso y en qué consistiría ser una “heterosexual prototípica”– y advirtiendo que “no me consta (que la relación entre ambas) que haya sido homosexual en forma física, sino que más bien emocional”. Saavedra tampoco detalló cuáles son las pruebas que alguien debe darle para que le conste una relación física sin caer en la descripción voyerista. Algo similar opinaba Jaime Quezada, otro experto mistraliano (24).

Una clave para entender la ansiedad y el pavor que provoca la imagen de dos personas del mismo sexo en una relación amorosa se desprende también de la manera de nombrarlas. El vocablo “homosexual” inevitablemente está teñido de una genitalidad que nubla los aspectos emocionales de la relación. Es, sin lugar a dudas, una palabra con una carga histórica más cercana al trastorno médico y la criminalidad, que a una descripción de una relación romántica entre dos seres humanos. La expresión “relación homosexual” simplemente no evoca un relato sobre una historia de amor que apele a los sentimientos ni a un estado de “enamoramiento”. Lo que resuena inevitablemente se restringe a los aspectos meramente físicos, a la genitalidad, a una relación reducida a un coito, al cuerpo, la carne y el placer; justamente el ámbito que el cristianismo tiende a juzgar como el menos valorable de una relación sexual. Es decir, circunscribir la relación gay dentro de esos límites, significa mantenerla en una zona bajo sospecha, en donde prima la satisfacción carnal. Los relatos –literarios, audiovisuales– que desafían esa tradición cultural son recientes en Chile y han mantenido la figura de la pareja homosexual representada bajo ciertos resguardos y a una debida distancia física. 

La primera serie de televisión chilena que presentó una pareja homosexual fue Vivir al día. Fue emitida por La Red, un canal de baja sintonía, a fines de 1998. El revuelo que provocó fue menor que el que causó la teleserie Machos emitida en 2003 por Canal 13, con el primer personaje protagónico gay de una producción de la televisión chilena. El personaje Ariel Mercader  -interpretado por Felipe Braun- opacó también a la pareja de maduros varones homosexuales de Puertas Adentro la teleserie que TVN transmitió en el mismo horario.  

El canal público volvió a tocar el tema en la teleserie Cómplices en 2006. En la trama de Cómplices la pareja gay debía remontar las dificultades propias de cualquier dupla romántica de teleserie –intrigas, celos, venganzas– además de la homofobia del entorno. Pero a diferencia de lo que habitualmente ocurre en estos casos, los enamorados jamás llegaron a algo más que un abrazo. En el guión original la pareja representada por los actores Nestor Cantillana y Ricardo Fernández se besaban hacia el final de la teleserie. Víctor Carrasco, guionista de Cómplices, asegura que la escena amorosa fue grabada sin embargo, no fue incluida en la versión que transmitió TVN. No se informaron las razones de la decisión. Los cuerpos debían seguir manteniendo la debida distancia.

***

Hasta principios de los 70 la mayor parte de los lugares que convocaban a un público homosexual en ciudades como Santiago y Valparaíso no eran exclusivamente para clientes gay. Ni los bares de calle Merced y Monjitas, ni los prostíbulos con espectáculos de transformismo –como La Carlina de calle Vivaceta o los burdeles de la calle Clave de Valparaíso– eran espacios específicamente creados para convocar a personas homosexuales. Sólo la costumbre y la relativa tolerancia de los administradores los transformaron en puntos de encuentro. 

Fue a fines de la década de los 70 cuando aparecieron los primeros bares y discoteques destinados exclusivamente al público homosexual. En plena dictadura. Entonces comenzó a gestarse un circuito propio que giraba en torno a la diversión nocturna del fin de semana y en el que se vislumbraba la influencia de la subcultura gay de las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa Occidental. Pero con una importante diferencia: esta subcultura local no estuvo acompañada de un movimiento político de reivindicación de derechos, sino que surgía en medio de una dictadura con una oposición de izquierda que desdeñaba las reivindicaciones de las personas homosexuales. La irrupción de un discurso distinto –como el de Pedro Lemebel y Francisco Casas a través de Las Yeguas del Apocalipsis, y luego en democracia el del Movilh– solo repercusiones importantes a nivel de una elite con formación política y un circuito vinculado a la academia y el arte, pero escaso eco masivo. 

El circuito de ocio gay asumió sin más una situación de desventaja y semi–clandestinidad, tolerando allanamientos policiales rutinarios sin más excusa que la voluntad del carabinero de turno por terminar la fiesta. Se gestó una cultura de apertura relativa y custodiada. Era una especie de ghetto que funcionaba como un club privado. Hacia fines de la primera década del siglo XXI este ghetto nocturno de fin de semana comenzó a ampliarse: hubo más lugares e incluso un barrio que emulaba el ambiente distendido del Village de Nueva York o del barrio Chueca madrileño. Pero visibilidad a medias no significó un cambio de fondo. Mientras en Estados Unidos las organizaciones gay tomaban el té con el Presidente Bill Clinton buscando derogar la prohibición para que las personas homosexuales ingresaran al Ejército, en Chile era imposible que un Presidente recibiera a algún representante del menguado movimiento gay local.

Parte del trabajo de este libro consistió en entrevistar a personas. Hombres y mujeres de distintas edades. La gran mayoría de ellos lo hizo bajo la condición de que sus nombres no fueran revelados. La razón principal que esgrimieron, sobre todo los hombres mayores– fue el temor que les provocaba que sus familias se enteraran de su condición sexual.

Durante la campaña presidencial de 2005 el comando de Michelle Bachelet, la candidata de la Concertación, repartió volantes en las cercanías de los bares y discoteques gays. “Bachelet Presidente: por las lesbianas, por los gays”, se leía en los panfletos. Al reverso algunas razones que se supone demostraban un compromiso de la Concertación con las minorías sexuales. Se afirmaba que Michelle Bachelet era parte de un conglomerado “que ha permitido grandes cambios a favor de las minorías sexuales, escuchando las demandas del movimiento homosexual”. Ni falso, ni cierto. Hasta ese momento la Concertación sólo había logrado modificar el artículo 365 del Código Penal. Aun no existía –ni existe– una ley contra la discriminación. En cuanto a una reforma que igualara el derecho al matrimonio civil, el propio Presidente Ricardo Lagos había dicho en 2004 que el país “no estaba preparado” para tal cosa. Quizás por eso, un año después, el argumento más contundente que esgrimía el volante pro Bachelet era que el candidato de la derecha era apoyado por la UDI, un partido que se había declarado contrario a legislar en contra de la discriminación y en el que militaban dirigentes que públicamente habían manifestado su hostilidad hacia las personas homosexuales. 

El acto de repartir volantes en los alrededores de los locales gay durante la noche en lugar de buscar una alianza con las organizaciones, era reconocer que sí existía algo parecido a una comunidad de personas homosexuales con identidad propia, y que ésta estaba asociada más al consumo que a un movimiento con plataforma política propia. El mercado, y no las organizaciones civiles ni los partidos políticos, se habían encargado de darle visibilidad a la comunidad gay. 

En enero de 2007 comenzó a circular un rumor que luego fue constatado por la prensa. Una pareja de hombres había inscrito sus nombres en la lista de regalos matrimoniales de una multitienda. El 4 de enero El Mercurio informaba: 

«Después de dos años de relación, José Miguel Lozano Diez (24 años), estudiante de Periodismo en la Universidad Finis Terrae, y Álvaro Girón Bórquez (27 años), artista plástico titulado en ese mismo plantel, decidieron formar una sociedad comercial como estrategia para formalizar simbólicamente su unión. Su idea es realizar en diciembre próximo una celebración similar a una unión matrimonial con familiares y amigos, en la que no faltarán los regalos y la fiesta. Con ese objetivo se inscribieron en las listas matrimoniales de una tienda Ripley en Santiago».

La tensión entre lo público y lo privado, entre aquello que pertenece al ámbito de los derechos políticos y lo que responde a la lógica del mercado y el consumo, confluyeron fugazmente en el gesto de esa pareja que optó por reservar sus intenciones al ámbito familiar.  La nota añadía que la pareja pretendía sacar ventaja de la doble ciudadanía de uno de ellos y contraer matrimonio legalmente en España en dónde en 2005 se había aprobado el matrimonio igualitario. Luego del revuelo provocado con su decisión de inscribirse en la lista de novios, José Miguel Lozano y Álvaro Girón enviaron una carta a El Mercurio pidiendo que la prensa respetara su intimidad: “Retiramos la lista, pero, sin embargo, sí quisiéramos pedir un gran regalo, y es que se nos respete nuestra intimidad y la de nuestras familias” (25).

El tema de las uniones civiles entre personas homosexuales volvió a ser noticia en 2009. Contra todo pronóstico la coalición de derecha presentó en su programa la idea de legislar sobre un acuerdo de unión civil que regularizara las uniones de hecho, sin que importara el sexo de los involucrados. En su campaña televisiva, la derecha presentó por primera vez a un hombre homosexual que a rostro descubierto representaba a la minoría gay. Aquello que no hizo la coalición socialdemócrata en el poder desde 1990, lo hacía la alianza de conservadores y liberales de derecha. Durante 2010 –el año en que asumió la presidencia Sebastián Piñera- Argentina reformó su legislación abriendo la posibilidad a que las personas del mismo sexo pudieran contraer matrimonio civil. El debate cobraba otro tono, distinto, pero aun convivía con las ideas habituales que relacionan el tema con criminalidad y enfermedad. Las nuevas ideas –progresistas, audaces, que desafiaban a las viejas– las desplazan, se les enfrentan, pero del mismo modo en que ciertos virus permanecen inactivos, casi invisibles en el cuerpo de su víctima, las antiguas ideas sobreviven solapadas y reaparecen en pequeños gestos o grandes discursos. Sobreviven, además, encarnadas en el cuerpo y la vida de muchos.

Parte del trabajo de este libro consistió en entrevistar a personas. Hombres y mujeres de distintas edades. La gran mayoría de ellos lo hizo bajo la condición de que sus nombres no fueran revelados. La razón principal que esgrimieron, sobre todo los hombres mayores– fue el temor que les provocaba que sus familias se enteraran de su condición sexual. Uno de ellos, de 78 años, murió meses después de la entrevista para el libro. Su familia –hermanos, sobrinos– nunca le hizo preguntas sobre su empedernida soltería. Él nunca les dio mayor información. Enterraron a un hombre que apenas conocieron. Nunca supieron de sus amores, ni de sus frustraciones, ni de sus pasiones, ni del intenso temor que le provocaba la posibilidad de que lo rechazaran. Tampoco pudieron disfrutar de la gracia y el humor con el que contaba historias de una vida clandestina que narradas de otro modo habrían sido melancólicos relatos de sobrevivencia y soledad. La prodigiosa memoria de ese hombre ayudó en gran medida a reconstruir el circuito homosexual santiaguino de los años 50 para este libro. 

Otro de esos entrevistados fue un hombre de 65 años, jubilado. Durante 21 años compartió su vida con otro hombre, al que cuidó hasta su muerte. Aunque las familias de ambos sabían que vivían juntos nunca se habló de la naturaleza de su relación. De hecho él aun tiene miedo a que eso se sepa. Tanto es el temor que no quiso dejar registro de su voz en la grabadora, y durante la entrevista bajó con frecuencia el volumen de su voz para prevenir que las personas de la mesa vecina pudieran escuchar. Al final de la entrevista se despidió y se perdió en la ciudad, sin casi dejar rastro. 

Hacer una historia sobre aquello de lo que no se habla es hacer una historia sobre el temor. El de los vivos y el de los muertos. Hubo una generación de hombres entre los 20 y los 40 años que sencillamente desapareció. Fueron los hombres gay que murieron de sida en los años en que no había terapia efectiva para frenar la enfermedad y el Estado no ayudaba en la cobertura sanitaria. Sus familias se cierran a hablar de tal cosa. Una mujer llamada Viola Acuña conoció a muchos de esos hombres por un asunto que sencillamente no sabe explicar. “Siempre terminaba de amiga de un gay, aunque estuviera en un cerro en China”. Viola vivió su juventud en dictadura, una época en la que la bohemia casi había desaparecido en Santiago. Lo más parecido a un circuito de diversión nocturna eran los locales a los que concurrían hombres gay. En el bar Morocco, la discoteque Fausto, el bar de Willy y el Strass. La vida hecha de noche y sobre todo de amigos. La mayoría de los hombres –despreocupados y apuestos– que aparecen en las fotografías que Viola guarda de esa época –fiestas, bailes, comidas– murieron de sida. Primero enfermaron los que se habían ido a buscar una mejor vida a Estados Unidos. Trabajaron como meseros, en guardarropías de discoteques, yendo y viniendo como asistentes de vuelo, como decoradores o simples buscavidas hasta que una sombra los alcanzó. Algunos volvieron a Chile; otros se quedaron fuera. La enfermedad se extendió y Viola aprendió a cuidar enfermos. Fue testigo de familias que abandonaban a sus hijos, de gente que cruzaba la calle por temor, vio hombres sostenerse apenas en un suspiro de vida. De algunos se despidió. Después de esas muertes Viola dio por terminada la fiesta. “Fueron más de diez, cerca de veinte. Eran mis amigos”.

Este no es un libro sobre una minoría. No es un libro que aborde la historia de unos pocos individuos aislados del resto. Este es un libro sobre una idea compartida ampliamente por una mayoría y la manera en que esa idea ha traspasado los siglos determinando la vida –íntima y pública– de hombres y mujeres. Una idea compuesta por muchas otras del mismo modo en que un enjambre sólo existe cuando se reúnen las abejas suficientes para darle forma. Y que, tal como los enjambres, cambia de aspecto en pleno vuelo según la dirección del aire, esquivando obstáculos, buscando alimento, abalanzándose contra el enemigo. El eco de ese zumbido se siente en distintas épocas, con mayor o menor volumen. Algunos sólo lo escuchan como espectadores lejanos, lo contemplan o se suman a él. Otros inevitablemente deberán someterse o enfrentarlo. 

Este libro es más que un mero registro de las costumbres de un grupo. Es también es la historia de Viola cuidando a sus amigos moribundos, la historia de la familia que enterró a un hombre –tío, hijo, primo– que apenas conoció, la de los policías allanando bares, la de médicos recetando tratamientos de conversión. Es la historia de psiquiatras diagnosticando trastornos, de hijos redescubriendo a sus padres, de padres encontrándose con sus hijos. Es también un libro sobre el temor.

El miedo es un arma eficaz se reproduce y difunde con velocidad, se arraiga en el cuerpo, en las relaciones, se alimenta de cualquier argumento y crece. El miedo establece distancias y falsas cercanías, puede hacer que los amigos parezcan enemigos y que los celadores parezcan salvadores. El temor puede lograr que las personas elijan deambular en lugar de vivir, sepulta la posibilidad de contar la propia historia, de pedir justicia. El miedo evita que la gente busque las razones –profundas, reales– y se refugia en la comodidad de la ignorancia. El temor incluso puede llegar a hacer que la gente desista de exigir respeto y de atreverse a preguntar simplemente ¿por qué?

Más sobre el libro aquí.

Notas

(1) La Tercera 29 de mayo de 1993

(2) La Nación. 29 de mayo de 1993

(3) El Mercurio. 29 de septiembre de 1990

(4) 'Gobierno mira con atención denuncia de crisis moral'. El Mercurio. 11 de octubre de 1991 

(5) La Época. 18 de noviembre de 1990

(6) 'Bandera Hueca'. Víctor Hugo Robles. Editorial Arcis/Cuarto Propio, 2007 

(7) La Cuarta. 11 de mayo de 1986. 

(8) 'Sida la nueva muerte'. Claudia Donoso. Revista Apsi. 12 al 25 de agosto de 1985

(9) El investigador Henri Billard pesquisó en dos publicaciones de Roa descripciones sobre la homosexualidad que la relacionaban con distintas perversiones: La primera en 'Cuadros psicopatológicos y clínicos de la psiquiatría', Santiago, Andrés Bello, 1970, p. 203–205, y la segunda en 'Nueva visión de las enfermedades mentales'. Crítica al DSM–III, Santiago, Universitaria, 1984. Testimonios de personas entrevistadas para este libro confirman la visión hostil que el psiquiatra mantenía en contra de las personas homosexuales.

(10) El Mercurio, Cuerpo D. 21 de Marzo de 1993

(11) El Mercurio. 6 de octubre de 1993

(12) En las elecciones del año 93 los candidatos Manfred Max Neef y Cristián Reitze representaron ideas ecologistas. Sus votaciones sumadas lograron casi el 7 por ciento de los sufragios válidamente emitidos.

(13) EL Mercurio, 30 de agosto 1993. 

(14) El Mercurio, Revista Ya, 09 de Noviembre de 1993

(15) 'Can psychology help a church in crisis?' Monitor on Psychology. Volumen 33, número 6, junio de 2002. El texto completo está disponible en internet en la dirección electrónica http://www.apa.org/monitor/jun02/church.aspx

(16) 'El nuevo cuento realista chileno' de Moretic, Yerko, y Carlos Orellana. Universitaria, 1962, Santiago

(17). Henri Billard, 'Le rennouvellement de la représentation de l’homosexualité masculine dans la littérature latino–americaine chez les auteurs de la génération McOndo' (Argentine, Chili et Perou), Lille, ART, 2007

(18) 'Partes del cuerpo que no se tocan', Sergio Gómez, Santiago, Planeta, 1997

(19) 'Historia del matrimonio', Stephanie Coontz, Gedisa, 2005

(20) 'Bandera Hueca'. Victor Hugo Robles, Ed. Arcis/Cuarto Propio, 2007

(21) 'Luigi tan amador y tan guerra', Ximena Torres Cautivo, Revista El Sábado, El Mercurio, 10 de junio de 2000

(22)  Revista El Sábado, El Mercurio, 29 de julio de 2000

(23) El historiador gallego Carlós Callón describe en su libro 'Amigos i sodomitas. A configuración de homosexualidade na Idade Media' el primer matrimonio entre dos hombres. Este fue celebrado el 16 de abril del año 1061 por el párroco de la iglesia de Santa María de Ordes del municipio de Rairiz de Veiga en Galicia. El documento fue hallado en el Monasterio de Celanova y se encuentra en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Callón recibió por su investigación el XVI Premio Vicente Risco de Ciencias Sociales. 

(24) 'Expertos chilenos reconocen la relación de amor entre Mistral y Dana. La Tercera, 5 de abril de 2011

(25) El Mercurio, Cartas al Director, 9 de enero de 2007

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