El zapaterito clava, clava, clava, clava en el tacón (…) Al viejito Simón, zapatero remendón, les voy a contar lo que le pasó ♫
Esta canción de la infancia que se aprendía en la escuela coincidía hace unos cuarenta, cincuenta o sesenta años con la enseñanza de los oficios. Ahí, en la escuela aprendíamos lo que era un zapatero, una costurera, un afilador de cuchillos o un estirador de somieres. No solo eso; algunas de esas personas pasaban por los barrios ofreciendo sus servicios o estaban instalados, por ejemplo, en el eje Providencia en esas galerías internas como las que todavía sobreviven a duras penas en zonas como Luis Thayer Ojeda o Antonio Varas.
Pero las reparadoras de calzado y la costura como que se han desvanecido. Había una costurería en Manuel Montt pasado Eliodoro Yáñez, pero de un día para otro se esfumó, y una reparadora de zapatos en Tobalaba pasado Lota hacia el sur que ya no está hace como dos décadas.
Y no sé si todavía se enseñan los oficios en los primeros años de la escuela.
Parece que con la vertiginosidad del consumo de nuestros días las reparaciones se han extinguido.
Pero hay un tipo de reparación que ha surgido en reemplazo de las anteriores: la de celulares.
Si a uno se le cae el smartphone al suelo y se le triza la pantalla, si la batería anda como las huifas, si la memoria no da para más; ahí están esas tiendas de reparación de celulares, habitualmente en los mismos lugares donde antes se ubicaban zapateros y sastres, listas para desfacer los entuertos de nuestros teléfonos.
El otro día me di cuenta de que un desperfecto de mi Android ya no tenía solución de parte mía: el botón de encendido se le salía y se caía. Así que me animé a ir a Apoquindo al llegar a Manquehue, en el Caracol VIP (los caracoles también albergaban y albergan locales de reparaciones) donde hay como cinco locales donde arreglar smartphones.
Pregunté en el primero y me dijeron que por lo viejo de mi aparato no tenían repuestos. En el segundo local al que entré la joven que atendía me pidió que le mostrara mi celular, lo miró y me dijo: “podemos repararlo, pero su pantalla está trizada y hay que abrirlo por la pantalla por lo que se puede quebrar… y cambiar la pantalla le cuesta 290 mil pesos”.
“¿Qué hago?”, le dije.
“Mejor cómprese otro”, me contestó.
Salí a la calle enfurecido con ganas de haberme despedido con un, “han perdido un cliente”.
Me fui, entonces al Apumanque, y un guardia de rojo me señaló que había como cuatro tiendas en que arreglaban smartphones. Fui a la primera y nada, más o menos la misma respuesta que en el caracol VIP.
En la segunda, que era bastante pequeña, el joven que atendía llamó a un colega, le contó de mi problema y me dijo: “váyase por este mismo pasillo hasta el final y se va a encontrar con un local que se llama Speak Well. Ahí van a ver si lo pueden arreglar”.
En ese último local, que era algo más grande que el anterior, había otro joven, venezolano, que estaba apostado en una esquina y casi recostado sobre una mesita con luz rodeado de piezas de smartphones por todos lados encima de la mesa, lo que recordaba a los relojeros antiguos —otro oficio en retirada—. Tomó mi Android, le sacó el botón de encendido, lo miró a la luz, se giró hacia su derecha a un lugar donde había más piezas de teléfonos, rebuscó un poco, sacó del atado de cosas otro Android, le sacó a su vez el botón de encendido, limpió con un cepillo la entrada del botón de encendido del mío, le puso el botón de repuesto, me pasó mi teléfono —no se demoró en esto más de cuatro minutos— y me dijo: “le puse un botón de un celular más nuevo, pero va a quedar bien”.
“¿Ya está listo?”, le retruqué.
“Sí, ya está listo”, me respondió.
“¿Y cuánto le debo?”, contesté.
“Nada, solo un aporte”, finalizó.
Le pasé cinco lucas y salí chocho de la tienda.
Me había ahorrado 290 mil pesos o la compra de un celular nuevo.
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