Como sabéis, Chiloé, particularmente la Isla Grande, es en Chile una región excepcional. Último reducto español tras las guerras de la Independencia, ha conservado y desarrollado ciertas tradiciones, y casi, una cierta marginalidad frente a otras zonas del territorio nacional. Dueña de un invierno tremendo, obliga a sus habitantes a mantenerse cerca del fuego en largas acechanzas nocturnas, en las que campean y florecen rituales y consejas, en las que desembocan nutridos y queridos fantasmas convocados por la memoria insular y perpetuamente asidos por el suave temor cotidiano del hombre.
En el invierno está el origen, pues es el acontecer más largo y más preciso de sus dos estaciones. Es en el cerebro del invierno que han nacido el Trauco y el Caleuche, la Manta y la Voladora, el Trabunche y toda la cohorte de gnomos y duendes; es en el corazón del invierno que habita el Raiquén y es desde su base de lluvia y barro que despega el brujo empuñando su macuñ.
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Por contra, el verano es delgado y débil, arriba con un pulmón contaminado y su vida es breve. Y, sin embargo, en esos amados espacios donde fulge el sol, la segunda particularidad de la región se hace presente: sus fiestas y, con ellas, su música. Porque la Isla Grande tiene también su propia música, sus ritmos característicos, su sempiterno violín infatigable, su tambor glorioso, su guitarra espigada y tremolante. Vale bien la pena poner el oído allí, en ese corazón cantador. Y eso fue, entre otros, lo que hizo el Indio Pavez.
Nos conocimos con Héctor en el curso de una gira realizada por René Largo Farías y su Chile Ríe y Canta, en septiembre de 1967. Se trataba de comenzar en Santiago y terminar en Leningrado, cruzando una buena docena de países, para asistir al quincuagésimo aniversario de la Revolución de Octubre. Pero yo creo que antes había visto al Indio en uno de los tantos puntos de actuación que florecían en Santiago a la época. El Indio había trabajado junto a Gabriela Pizarro en el Conjunto Millaray y es de entonces que data su afición a la investigación. Sabemos ya que su ex compañera (Gabriela) es una gran investigadora del folklore chileno.
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El hecho es que, en septiembre, nos hicimos a la vela (o si prefieren, tomamos el avión) rumbo a Europa.
El Indio tenía dificultades con su formación de baile, muy pequeña para las ambiciones de la representación cultural que integrábamos y, en el camino, convenció a algunos de integrarse a su grupo. Entre los convencidos estaban Julio Carrasco, de Quilapayún, y el que firma estas líneas. Confieso que en la época (y aún hoy) yo bailaba solamente bolero y, eso, a tientas. Por lo tanto, fue necesario comenzar todo desde el principio: identificar una pericona de una nave, un pavo de una cueca chilota. Julio Carrasco demostró una gran facilidad de aprendizaje; yo, no.
Sin embargo, seguimos adelante y debutamos en Italia con grandes dificultades. Al menos, en apariencia.
Muchos chilenos que nos visitaban en nuestras actuaciones le advertían a Pavez que Manns no estaba a la altura de los otros integrantes de su grupo (que cerraba la primera parte del espectáculo), pero el Indio hacía notar que yo era "irreemplazable", pues no había nadie más en la delegación. Éramos trece. De modo que seguí casi hasta el final. Como dije, el grupo de Héctor Pavez cerraba la primera parte, y tras un intervalo de quince minutos, me correspondía abrir la segunda, esta vez como cantante, por lo que, para establecer alguna diferencia, en mi primera prestación utilizaba un gran poncho y un sombrero alón.
El episodio culminante tuvo lugar en Leningrado, durante nuestra presentación ante una sala colmada de espectadores. Sucedió en el curso de la pericona, que bailábamos dos parejas. El otro protagonista masculino del cuarteto era Juan Gianelli, quien se encuentra desaparecido hasta ahora en Chile. Sucede que la pericona es una danza vertiginosa y los cuatro bailarines debíamos efectuar numerosos cruces. Cada vez que nos lanzábamos en un cruce, yo debía avanzar sobre la derecha de Juan Gianelli. Por un olvido o un error, intenté pasar sobre su izquierda y chocamos de frente, estrellando nuestras cabezas con un estruendo espectacular. Durante algunos segundos permanecimos completamente inmóviles en el centro de la escena y, luego, recuperados a medias, proseguimos la danza. Más tarde, por la noche, ciertos coreógrafos soviéticos comentaban al Indio que rara vez habían visto danza más viril y riesgosa para los intérpretes.
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A la sazón, el Indio entraba a escena con una gran bota de yeso en la pierna derecha, pues se había fracturado la tibia en Venecia. En realidad, el yeso se lo quitó en Santiago, cuando el regresó. Durante toda la jira presidió y cantó sus danzas con la pierna blanca en ristre sobre las narices del público.
Después, viajar por Chile con el Indio se hizo cosa natural, aun cuando no volví a bailar en su grupo. Y, puesto que yo había vivido en Chiloé y tenía todavía parte de mi familia allá, proporcioné al “Indio” numerosas direcciones para que anclara en sus vagabundajes insulares, que eran frecuentes. Partía solo y se adentraba en la campiña, se metía bosque adentro hasta alcanzar cabañas increíblemente aisladas donde era recibido como viejo conocido y donde enhebraba conversaciones hasta el amanecer.
De allá volvía con su cargamento de canciones. Yo sospechaba, por haber hecho a mi vez ciertas experiencias, en el pasado, que el Indio no recogía las canciones completas, que sólo encontraba fragmentos y que él los completaba echando a volar su inspiración. Un día se lo pregunté y repuso: "Mira, esto entre nosotros: yo pongo siempre una parte mía en las canciones. La gente no las recuerda nunca enteras". Y puede ser verdad, pues que Pavez había compuesto algunas obras, entre las cuales, su memorable Cueca de la CUT.
De aquella época, recuerdo una anécdota particularmente ilustrativa de su modus operandi. En cierta ocasión, llegamos a casa de mis padres, en Ancud, en compañía de otros grupos y solistas para pasar allí una velada y reponer fuerzas. Mientras la mayoría de nosotros animábamos una tertulia en el comedor, el Indio se encontraba en la cocina, conversando con la Dorila, la vieja cocinera chilota de la casa. Según Pavez, fue una de las sesiones de recopilación más fructíferas que tuvo jamás en Chiloé.
En París lo vi sólo una vez. Lo topé en compañía de un amigo y encontramos una mesa en un restaurante para almorzar. Me contó de su operación al corazón en Santiago, de lo mal que había quedado en razón de las circunstancias en que ésta le fue practicada, me habló de su trabajo en Francia, de su disco recién grabado.
Su melena negra estaba ahora llena de canas, pero su buen humor permanecía inalterable. Quedamos de vernos. Me pidió que prologara su disco. Lo hice.
Un día alguien me dijo que el Indio estaba hospitalizado y que acababa de ser sometido a una nueva operación al corazón. Su estado era extremadamente grave. Después, que estaba en estado de coma. Que el estado de coma se prolongaba. Que tenía breves instantes de lucidez. El 12 de julio recobró el conocimiento por un instante. Alguien le dijo: “Patricio Manns se va a Cuba y lleva tu disco consigo”. Sonrió. Dijo: Dile a Patricio Manns que París es muy peligroso”. Volvió a sonreír. Tornó a la oscuridad. El 14 de julio de 1972 había muerto.
(*) Artículo escrito en julio de 1982 en París y publicado ese mismo año en la revista Araucaria de Chile.
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