El fútbol chileno volvió a ser golpeado por la tragedia en el Estadio Monumental. Lo que debía ser el partido más esperado del calendario, el superclásico entre Colo-Colo y Universidad de Chile, terminó marcado por el fallecimiento de un hincha. Una vida perdida en circunstancias que, lamentablemente, no sorprenden a nadie. Veníamos viendo la jugada, teníamos un antecedente muy reciente y sobrexpuesto de los lamentables incidentes ocurridos en el estadio de Independiente, días atrás, en que, entre otros lesionados, un hincha cayó desde una altura considerable resultando gravemente herido. Pero, para variar, nuestro sistema no reaccionó a tiempo.
El análisis no puede quedarse en la anécdota de lo ocurrido el domingo recién pasado. Lo que pasó en Macul es la confirmación de una enfermedad crónica del fútbol chileno: la incapacidad de clubes, autoridades y Estado de garantizar seguridad en los estadios. Lo peor es que, en este tablero, cada actor ha preferido mirar para el lado, esperando que el VAR de la opinión pública no muestre con nitidez su responsabilidad. Y, en general, esperando que no se afecten sus intereses económicos o deportivos; estos últimos, seamos honestos también, la gran mayoría de los hinchas también los privilegian.
Para Blanco y Negro y Azul Azul, lo importante son las lucas, eso es evidente. No importa si hay advertencias de riesgo, si la hinchada visitante es vetada o si los alrededores del estadio se vuelven tierra de nadie. La consigna tácita es “que la pelota ruede”, porque lo que realmente está en juego son los contratos de televisión, los auspiciadores y la taquilla. Y, a pesar de las múltiples advertencias e indicaciones sobre eventuales entornos riesgosos, que, entre otras consecuencias tienen en entredicho la realización de la Supercopa, entre los mismos rivales, no consiguen implementar medidas que eviten lo que resulta previsible. ¿Por qué? Porque solo les interesa un cumplimiento estrictamente formal, el suficiente para que les autoricen a realizar su negocio.
Gonzalo Durán, delegado presidencial, al comentar lo ocurrido, declaró que el barrista fallecido “pocos minutos antes del inicio del partido intentó, en una conducta que estimamos temeraria y que hemos pedido reiteradamente a las hinchadas que no realicen, cambiar de ubicación dentro del estadio desplazándose por una cornisa ubicada sobre los tres metros, intentó desplazarse sobre unos cables, y en virtud de aquello se resbaló” El hombre de 31 años en definitiva falleció y no puedo dejar de cuestionarme: si le han pedido reiteradamente a las hinchadas que no realicen dicha “conducta temeraria” ¿no es evidente que lo ocurrido era absolutamente previsible? ¿depende de la buena voluntad de los hinchas evitar los hechos de sangre? Y en definitiva la pregunta más difícil de todas: ¿Si un hincha decide poner su integridad en riesgo en medio del entorno en que se desarrolla el espectáculo un desenlace fatal como el recientemente ocurrido es solo responsabilidad de él mismo?
La normativa vigente sobre responsabilidad civil extracontractual es bastante discutible para un hecho como el recientemente ocurrido. El organizador de un espectáculo masivo, en este caso Blanco y Negro S.A., tiene un deber de seguridad objetivo hacia quienes asisten. Eso implica prever y minimizar riesgos previsibles. Si el hincha actuó imprudentemente, puede configurarse una culpa concurrente, lo que se debería expresar en un tratamiento menos severo para el organizador. Pero no lo de su obligación de resguardar condiciones mínimas de seguridad. Por eso, en definitiva la pregunta difícil a que nos referimos tiene una respuesta decisiva: siempre el organizador debe cuidar a los espectadores, incluso -y sobre todo- de ellos mismos.
Por otra parte, el Gobierno y la policía responden en general de manera similar frente a pérdidas humanas como la ocurrida el domingo pasado: comunicados de lamento, aumento de efectivos en el siguiente partido, promesas de nuevas leyes más duras. Todo parche. Nunca una estrategia integral que ataque el corazón del problema: la convivencia entre barras organizadas, clubes que dependen de ellas para animar la tribuna, una arquitectura de los espectáculos públicos archiconocida en cada caso, que supone que no hemos tenido en muchos años actos de violencia o accidentes realmente imprevisibles.
En otras palabras, no hay política deportiva, hay administración de crisis.
La consecuencia está a la vista: el superclásico ya no es un partido familiar. Los niños, las mujeres y los hinchas ocasionales hace años que no pisan el estadio. Solo quedan los más fanáticos, muchas veces atrapados en dinámicas que mezclan pasión con violencia, identidad con negocio ilícito. O con comportamientos más que osados, temerarios. Pero insistimos, siempre previsibles. El fútbol se ha ido vaciando de pueblo, mientras se llena de rejas, cordones policiales, entornos peligrosos y miedo.
Lo más probable, en definitiva, es que escuchemos los mismos discursos de siempre: “condenamos la violencia”, “no puede volver a ocurrir”, “se aplicará todo el rigor de la ley”. Pero la pregunta incómoda es otra: ¿qué se hará distinto esta vez? Porque si nada cambia, este fallecimiento será apenas un número más en la larga lista de muertos del fútbol chileno.
La memoria de este hincha debería sacudirnos y obligarnos a un cambio real. Significa discutir el modelo de concesiones, el rol de los clubes frente a sus barras, la ausencia de una política pública de seguridad deportiva y, sobre todo, la resignación con que se aceptan estas muertes como parte del paisaje.
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