Chile está cumpliendo una sorprendente y maravillosa presentación en los Panamericanos de la Juventud. Un desempeño de esos que hacen soñar. Nuestros representantes se cuelgan medallas de diversos metales, no solo en disciplinas históricas como el atletismo o la natación, sino que también vimos irrupciones sorprendentes en deportes que no suelen aparecer en la portada de los diarios. Se trata de una generación de jóvenes que, con recursos limitados y poco ruido mediático, está alcanzando un rendimiento notable, compitiendo de igual a igual con potencias continentales.
Y mientras los himnos suenan en podios de gimnasios y pistas, en el fútbol juvenil el panorama es otro. El contraste es brutal: eliminaciones tempranas, goleadas en contra y la ya conocida narrativa de “no se dieron las cosas” o “falta proceso”. Muy pocos futbolistas jóvenes aparecen con una proyección manifiesta. Por cierto, los hay, pero no en el número ni en la calidad de cualquier otro momento en la historia de nuestro fútbol. La comparación es realmente muy incómoda para quienes somos esencialmente futboleros: mientras otros deportes muestran un progreso silencioso y sustentado en esfuerzos individuales y colectivos, las divisiones inferiores de fútbol parecen atrapadas en una espiral de diagnósticos repetidos y soluciones que nunca se implementan y jugadores que en definitiva tal vez debieron dedicarse a otra cosa.
La pregunta entonces es inevitable: ¿por qué seguimos apostando casi todos nuestros recursos culturales, mediáticos y económicos al fútbol, si en el medallero nos dan alegrías otros deportes? Es cierto que el balompié es el gran articulador emocional del país, y que ningún oro panamericano puede competir con la convocatoria del balompié y sus momentos estelares. Pero también es cierto que mientras nos aferramos a la esperanza de una “nueva generación dorada”, dejamos de invertir y visibilizar disciplinas que hoy ya nos están entregando resultados concretos. Mientras en el fútbol que consume todos los insumos los resultados son lamentables, los otros deportes que viven de las sobras son los que nos dan satisfacciones como país.
El fútbol juvenil chileno carga con problemas estructurales: campeonatos mal organizados, clubes que priorizan los negocios sobre la formación, técnicos que rotan con la misma frecuencia que los hinchas cambian de cábalas, y un scouting que muchas veces no sale de la Región Metropolitana. En contraste, los jóvenes que compiten en otros deportes suelen formarse en procesos largos, con entrenadores estables y con un compromiso familiar que muchas veces reemplaza el apoyo institucional que no llega.
Quizás ha llegado el momento de aplicar el verdadero VAR cultural: revisar si nuestro modelo de inversión y atención mediática está alineado con los resultados. Tal vez no se trata de abandonar el fútbol, sino de ponerlo en su justa medida, sin que opaque el desarrollo de disciplinas que hoy tienen más futuro que pasado. De todos modos, parece que los resultados en el fútbol no podrían ser peores por mucho que le quitemos apoyo. Como sea el fútbol siempre seguirá siendo parte de nuestra identidad, pero si hablamos de proyección deportiva, los Panamericanos de la Juventud nos acaban de dar un recordatorio claro: el talento está y existen zonas no evidentes donde realmente vale la pena apostar.
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