El ministro del Trabajo, Miguel Kast, que compartía con Sergio de Castro tanto su visión de la política económica como la apreciación de que había que mantener el dólar a 39 pesos, coincidía también en que los salarios eran un verdadero obstáculo. Y en una doble dimensión: en el hecho de que se reajustaran por el IPC, lo cual hacía subir los costos y los precios internos; y en el que existiera un salario mínimo, que ponía un piso a la contratación de mano de obra e incidía sobre los costos y la desocupación.
Ambos estuvieron de acuerdo: habría que proponer una rebaja de los salarios del sector público. Kast preparó un proyecto que alcanzó a entrar a la antesala de La Moneda. Fue rechazado ipso facto: apenas unas semanas antes se había concedido un reajuste del catorce por ciento y el gobierno sentía vivamente los beneficios políticos de aquello. Desalentado pero no derrotado, Kast volvió a la carga, ahora con un proyecto para eliminar el salario mínimo.
Para no repetir la experiencia anterior, se movió en fatigosas entrevistas individuales con la Junta Militar y el gobierno, explicando la necesidad de la medida. Lentamente, con paciencia, sin descanso, como solía hacerlo, fue obteniendo asentimientos. Llegó, en un momento, a la convicción de que se conseguiría promulgar la ley. Su proyecto, avalado por Sergio de Castro, había logrado circular con sigilo en la cumbre del poder. Era uno de esos proyectos que, con pérfida ironía, en el gabinete se conocían como "axilares", porque se asociaban a la imagen de secretos propiciadores llevando una secreta carpeta bajo el brazo.
Pero el general Santiago Sinclair, que había oído la opinión de José Piñera sobre el dólar, decidió salir al paso de la operación. Inesperadamente, convocó a La Moneda a De Castro, Kast y Piñera; al ministro de Economía, general Rolando Ramos; al director de Odeplan, general Luis Danús; al ministro del Interior, Sergio Fernández; a la ministra de Justicia, Mónica Madariaga; y al director del Trabajo, Ramón Suárez. La cita, misteriosa para la mayoría, tuvo lugar en el salón amarillo, cerca de la Presidencia. Antes de entrar, Kast pidió a algunos de los asistentes que le prestaran apoyo. Algo raro estaba pasando.
Cuando estuvieron todos, se incorporó Pinochet.
Sinclair pidió a De Castro que expusiera el proyecto. Luego le cedió la palabra a Kast. Ambos defendieron la eliminación del salario mínimo señalando la conveniencia de comenzar a enfrentar gradualmente el ajuste que de todas maneras tendría que sufrir la economía. Con pesadumbre, otros de los asistentes dijeron comprender también la situación. Kast añadió algo dramático: si no se liberaba el salario, crecería el desempleo, porque los empresarios preferirían no tener más gente antes que pagar sueldos imposibles.
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Danús y Sinelair callaron.
Entonces habló Piñera.
Dijo, tajantemente, que desempleo y salario mínimo nada tenían que ver. Explicó que, siendo también partidario de salarios entregados al mercado, creía que una economía pequeña debía poner ciertas limitaciones. Usaba así el mismo argumento con que De Castro se afirmaba en el dólar fijo. Expuso su tesis de que el Estado debe cumplir con su papel subsidiario ayudando a los más desposeídos, o protegiéndolos al menos del abuso. Se explayó en la necesidad de controlar los salarios de la gente más pobre y sin educación y advirtió sobre las consecuencias de un estallido social en un momento en que la tensión comenzaba a sentirse ya en las calles.
Los demás ministros quisieron replicar, pero el asunto era claramente irritante para el Presidente. Este decidió zanjar lo que se veía venir como una polémica más ácida que razonable.
-El señor Piñera tiene la razón. Se retiran los ministros.
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De Castro se paró enojado y espetó un par de imprecaciones contra Piñera, imputándole su intromisión en un tema que no le competía; Kast diría después que se sintió atacado personalmente; Piñera se retiró tras defender su posición afirmando que era ministro del Presidente, y no del titular de Hacienda. Las relaciones quedarían deterioradas.
Al borde del abismo
La contenida crisis en el sistema financiero se hizo evidente en el último trimestre del 81. Para entonces ya se sabía que el 46 por ciento, casi la mitad, del capital de los bancos y las financieras estaba comprometido en carteras riesgosas. Las cesaciones de pagos se multiplicaban e iban produciendo un "efecto dominó" sobre el mercado de capitales.
El lunes 2 de noviembre, usando las disposiciones de la nueva ley, la Superintendencia de Bancos decretó la intervención de cuatro bancos y cuatro financieras cuya insolvencia le pareció evidente: Banco Español, Banco de Talca, Banco de Fomento de Valparaíso, Banco de Linares, Financiera Cash, Finansur, Compañía General Financiera y Financiera de Capitales.
Cinco grupos fueron tocados por la intempestiva decisión, pero el más grande de entre ellos recibió un golpe fatal: Sahli-Tassara.
Raúl Sahli y Mauricio Tassara llevaban tres años de esfuerzos por crecer. Se habían asociado poco después del golpe. El primero era un empresario de vasta experiencia, que había estado a la cabeza de la Sofofa y a cargo de varias empresas de la Corfo después de la irrupción de los militares. El otro, un joven ingeniero comercial de mente rápida y audaz, también había sido puesto al frente de empresas de la Corfo. De aquella relación surgió una sociedad que tuvo un golpe de suerte: la oportuna compra de otro negocio de la Corfo, licitado como casi todos, los había embarcado en el floreciente rubro de las semillas, primero, y luego, de la producción agrícola.
Se habían expandido hacia el área financiera después de comprar al grupo Puig la Compañía General Financiera, los seguros Lloyd y el Banco Español. Ahora, en medio de la crisis, pensaban vender el Banco Español al Banco Santander, pero éste, cauteloso, había congelado la operación.
La intervención pudo dar origen a una corrida contra todo el sistema financiero, si el Banco Central no se hubiera apresurado a garantizar los depósitos de los ahorrantes a través de un comunicado ordenado por su presidente, Sergio de la Cuadra.
Esa misma tarde, el Segundo Juzgado del Crimen ordenó la detención inmediata de los dos máximos ejecutivos del grupo. Dinacos se contactó con algunos medios de comunicación para pedir que la noticia se tratara con mesura.
Sobre la marcha se agregó un aumento radical en el encaje bancario para depósitos a corto plazo y depósitos a la vista.
En 60 días, el salvavidas arrojado por el Estado a los bancos trepó hasta los 300 millones de dólares. La pérdida era, sin embargo, incomparablemente menor al costo político y social que hubiera tenido la simple quiebra de las ocho instituciones.
Ese salvavidas sería, a la postre, tan fatal como la quiebra. El respaldo del Estado sembró la idea de que los bancos no podrían quebrar, porque el Banco Central lo impediría. Se podía seguir, pues, invirtiendo dinero para aprovechar las tasas de interés. La plata dulce estaba a la mano.
Luces rojas
Empeñado en la idea de echar a andar su universidad privada, y estimando que ya había sobrepasado con mucho sus planes de permanecer en el gobierno, José Piñera redactó una extensa renuncia al gabinete, que fechó y entregó a comienzos de noviembre. Pinochet no quería perder de vista al economista que le había echado a andar tres de sus modernizaciones. Le ofreció entonces, puesto que el tema le interesaba, la cartera de Educación.
Pero Piñera tenía una decisión irrevocable.
Ese mes comenzó la búsqueda del nuevo gabinete. Complicado por el manejo interno, Pinochet pidió a todos los ministros que lo dejaran en libertad de acción.
Un caudal de rumores sobre los cambios inminentes se extendió por el gobierno. Por primera vez, el propio Sergio Fernández parecía involucrado en ellos. Y las versiones no carecían de base.
Fernández había creado, años antes, los llamados consejos de ministros, donde los secretarios de Estado sesionaban bajo la presidencia del titular de Interior. Se diferenciaban en eso de los consejos de gabinete, que eran con Pinochet.
Muchos ministros deseaban esos consejos: sentían que en ellos se podía polemizar más abiertamente, sin el peso de la presencia del jefe. Muchas cosas podían ventilarse sin temor. Pero de pronto, sin decir agua va y bajo la aparente influencia de algunos consejeros de palacio, el Presidente había prohibido a Fernández que siguiera con los consejos de ministros.
-Alguien le anduvo diciendo, -comentaría después amargamente el jefe de gabinete- que yo quería mandar más ...
Pero el cambio de aquel fin de año fue menos dramático de lo que se decía.
El ex vicepresidente del Banco Central, Hernán Felipe Errázuriz, fue llamado para suceder a Piñera en Minería; en Defensa, el teniente general Washington Carrasco sucedió a Carlos Forestier (su lugar como vicecomandante en jefe del Ejército fue ocupado por Julio Canessa); como viceministro de Relaciones Exteriores regresó de Punta Arenas el general que había sido el "cerebro" de los primeros años, Sergio Covarrubias; y en Odeplan entró el general Luis Danús.
Este último fue, en verdad, el cambio más traumático. La feroz crítica contra los grupos y el manejo financiero se había desviado hacia esa repartición, a la que se solía culpar por el proceso de privatizaciones y por los planes que se diseñaban para desarticular las restantes grandes empresas. Su titular, Álvaro Donoso, continuador de Kast, sabía desde el mes anterior que su destino estaba sellado; los hombres de Odeplan sabían que el general Danús vendría a congelar, cuando menos, los proyectos de dividir las empresas estatales para crear holdings descentralizados.
Danús notó la hostilidad. El propio De la Cuadra, a cargo del Banco Central, hizo saber que lo consideraba un nombramiento "político". Pero la tarea de desmontar el polvorín en que se había sentado la economía chilena parecía estar por encima de esas rencillas.
A poco de asumir, el propio Pinochet encargó a Danús que preparara una detallada exposición sobre la situación de los grupos y la forma en que habían manejado sus empresas relacionadas.
Aunque por esas fechas en los consejos de generales se habían dejado de abordar temas políticos y económicos, la exposición de Danús sería frente a los más altos oficiales del Ejército.
La reunión se prolongó por varias horas. Un callado sentimiento de ira se había extendido entre los oficiales. Pero las informaciones eran contradictorias.
A fines del 80, preocupado por la lentitud de los procesos y la incidencia de esa traba en el fluir de la economía, De Castro había propuesto a la ministra de Justicia que pusiera a su gente a trabajar en reformas rápidas y profundas. La ministra había respondido que en su Ministerio no podría. Debería crear una comisión ad hoc.
- Yo te la financio -había dicho De Castro- y nómbrala tú. Pero luego, por favor. el subsecretario Francisco José Folch había ubicado un departamento en calle Bustamante, cerca del departamento de la ministra, y ahí se había instalado la comisión. Se integraron a ella Arturo Alessandri Cohn, como coordinador; Juan Carlos Dorr, abogado de El Mercurio; Mariela Corral, jefa de gabinete de Economía; Eugenio Valenzuela Somarriva, miembro del Tribunal Constitucional; Roberto Guerrero, fiscal del Banco Central; Ricardo Rivadeneira, del Consejo de Defensa del Estado, y Ramón Suárez, director del Trabajo.
El propósito de agilizar la administración de justicia fue muy rápidamente perturbado por la oposición del presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez, a introducir la computación.
Lentamente, la "Comisión Bustamante" fue derivando hacia otras esferas: preparó los decretos con fuerza de ley para reorganizar las universidades, desarrolló un proyecto de ley antiterrorista (que fue rechazado) y prestó asesorías en otros temas.
A fines del 81, la ministra pidió algo especial a su comisión: elaborar un estudio sobre el estado de los grupos económicos. El trabajo fue breve y el resultado, magro: la "Comisión Bustamante" entregó dos carillas opinando que no habría razones para tocar a los grupos. El informe llegó a manos de Pinochet junto con otras contradictorias estimaciones sobre lo mismo.
A la inversa, los propios grupos prendieron las señales de alarma. En el BHC, Rolf Lüders, que asumió como vicepresidente ejecutivo, le propuso a su socio principal, Javier Vial, realizar una proyección con variables pesimistas sobre el futuro del conglomerado. Vial aprobó la idea.
Lüders se puso a la cabeza del estudio y, con el jefe del departamento de estudios, Alfredo Vidaurre, llegaron a la conclusión de que en unos cuantos meses enfrentarían una crisis.
La recomendación fue sintética: iniciar la venta de algunos activos grandes e informar de inmediato a las autoridades. Vial aprobó ambas cosas. Lüders se entrevistó con De Castro, expuso crudamente la situación del grupo y adelantó las medidas que adoptarían.
De Castro le sugirió informar lo mismo a De la Cuadra, a Arsenio Molina, superintendente de Sociedades Anónimas, y a Boris Blanco, un ex socio del grupo que ahora era superintendente de Bancos. Las luces rojas estaban encendidas.
La presión sobre la moneda dura salía de control.
En 18 días del febrero siguiente, 190 millones de dólares de las reservas serían devorados por quienes, obviamente, esperaban la devaluación.
El dólar no aguantaba más; o mejor dicho, no aguantaban ya quienes lo sostenían.
De Castro intuía que quedaba poco tiempo.
(*) Corresponde al capítulo 34 del libro La historia oculta del régimen miliar; Editorial Grijalbo; 1997; Santiago de Chile.
Comentarios
Muy buen medio.
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