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Viernes, 19 de Abril de 2024
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Los perfumes y la alquimia del aroma

Carlos Olivarez

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Preparación de perfumes en la Edad Media
Preparación de perfumes en la Edad Media

"Cuando lo huelas, pedirás a los dioses que te conviertan enteramente en nariz", así describió Catulo un perfume que había obtenido "de las gracias y los amores". Enrique IV -hombre acostumbrado a los olores intensos- recomendaba a su amante, Gabrielle d'Estree: "Ya no te laves, querida, llegaré dentro de ocho días". Desde antes de los Santos Oleos que describe el Éxodo, la humanidad ha buscado oler mejor. (Artículo publicado en La Época Semanal, 17 de mayo de 1987)

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 El perfume pertenece al reino del recuerdo. Allí habita. Al percibir determinado aroma se nos vuelve a componer toda la escena: mundo de la niñez con el olor de cuadernos y lápices nuevos, el de una muchacha casi exquisita que conocimos una vez, el verano del sesenta y nueve. 

Apenas quitado el tapón, las mucosas olfativas percibirán la agresión. El aroma escapa atropellando, quiere imponer su presencia de inmediato. Al evaporarse exhala sus tonos de salida: limón, espliego, naranja. Minutos después se serena, intenta seducir. Presenta su cuerpo y revela lo que tiene de central, lo que identifica. Agazapados están los modificadores: neroli, geranio, romero, clavo de olor, rosa verbena, tomillo, albahaca, los que se dan a la tarea de atenuar el fondo. El fondo marca la huella del perfume y está compuesto de olores tenaces y menos volátiles: vetiver, patchuli, jazmín, maderas, musgos, notas animales, aldehidos. Estos intensos aromas son responsables de retener el recuerdo. 

Porque los perfumes entre sus muchos misterios no pertenecen a la memoria, porque salvo un nez nadie puede recuperar un olor determinado y traerlo al presente como se memoriza un número telefónico. 

Un perfume es, pues, una suma de reacciones químicas inmediatas que pueden multiplicarse hasta el infinito. El aroma de salida se modifica a menudo por medio de un producto de segunda categoría: algo floral mezclado con absoluto de civeta (secreción de un gato salvaje abisinio). Y así cada paso se alterará y remodelará con productos auxiliares para crear los matices. Arpege de Lanvin o Nahema de Guerlain contienen un promedio de cincuenta esencias. 

A fines de los años 50 se descubrió que las mujeres eran manipuladas por interacciones de olores nacidos de un atractivo sexual llamado feronoma. 

Estas feronomas ejercen efectos precisos en individuos de la misma especie, por ejemplo los hombres. El olor exhalado por la mujer es para el hombre un motorcito magnético, principal excitante genésico y viceversa. Por eso en Las mil y una noches, leemos: "con incienso puro perfumaré mis senos, todo mi vientre a fin de que mi piel pueda fundirse más suavemente en tu boca". 

Sabemos además que el rinocéfalo, que de ningún modo es un animal prehistórico sino el rincón del cerebro que recoge la impresión olfativa, catapulta la conducción de las sensaciones afectivas y sexuales. Por ello el ámbar y el almizcle dicen poseer virtudes afrodisíacas, así como el amoníaco acciona repulsivamente y el incienso devela el misterio místico. 

Tan antiguo como la maldad, per fumare (hacer humo) ya se encuentra en los textos bíblicos. "Tomarás aromas: estactate y ónice, y gálbano odorífero, e incienso purísimo: todo en cantidades iguales... y formarás un perfume compuesto según el arte del perfumista, muy bien mezclado, puro... Tal confección no la haréis para vuestros usos, por ser cosa reservada al Eterno" (Exodo, fórmula de los Santos Oleos). 

Los romanos al adoptar la costumbre griega de quemar los cadáveres en piras olorosas cometieron los excesos que los han dejado inmortalizados:

Nerón consumió en los funerales de Popea más incienso del que Arabia podía producir en diez años. Calígula hacía perfumar los juegos circenses, para evitar el desagradable olor a sangre cristiana y sudor de león. Heliogábalo llegó a formar un Senado de mujeres para deliberar la etiqueta de la Corte y decidir la calidad de los perfumes. 

Mahoma, al establecer su religión sobre las tradiciones bíblicas, siguió a 
Moisés. Añadió la prohibición de beber vino para mantener orden en su ejército, pero no censuró los aromas porque "las mujeres, los niños y los perfumes son lo que más amo en este mundo" . 

Sabios bizantinos descubrieron que las sustancias olorosas son solubles en alcohol. Al mezclarlos y convertir su aroma en un líquido volátil liberaron al perfume de la materia, lo redujeron a la nada que finamente es. Sólo entonces los perfumes empezaron a refinarse. Sin embargo, antes de llegar a Occidente, estos métodos tuvieron que tomar un gran atajo y pasar por los árabes, quienes los recibieron en herencia a la caída de Bizancio. Los califas amantes de los grandes lujos convirtieron las cortes de Granada, Sevilla y Córdoba en algo tan pródigo en perfumes como las de Bagdad y Damasco. 

Los galos y los francos ignoraban los perfumes y la higiene. Isabel la Católica afirmaba bañarse dos veces al año "y a veces sin necesidad". Y ya es conocido que Tecnochtitlán, capital del imperio azteca, a la llegada de Cortés no sólo tenía alcantarillado sino también baños públicos y peluquerías, mientras en Europa el excremento corría por el centro de las calzadas. 

Entre otras cosas las cruzadas enseñaron a los caballeros feudales un nuevo modo de cuidar el cuerpo y volvieron con las manos llenas de perfumes y especias. De este modo, Europa conoció las abluciones perfumadas con agua de rosas, antes y después de las comidas y, ya a finales del siglo XII, un benedictino alemán, Hildegarde de Ningen, inventó el agua de lavanda. 

Cinco siglos más tarde Jean Paul Feminis mezcló un alcoholado de limón, esencias de neroli, de cidro, de naranja, de bergamota con cantidades variables de almizcle y ámbar y la llamó agua de colonia.

Napoleón usaba unos setenta frascos al mes de esta agua y en 1820 decretó que los envases llevaran en su etiqueta la fórmula de su contenido. 

La perfumería, ampliamente desarrollada en Italia, fue introducida en 
Francia por la esposa de Enrique II, Catalina de Médicis, quien llevó a París a su perfumista. Fue entonces cuando la Provenza pasó a ser la región ideal en el cultivo de flores para exprimir esencias. Los habitantes de Grasse, simples agricultores, comerciantes y curtidores, se especializaron en guantería fina. Y como ya no bastaba con hacer los guantes sino también había que perfumarlos, naturalmente Grasse se dedicó, además, a la producción de esencias. 

De flores y de grasa 

Un perfumista era una especie de otro mundo, un alquimista en busca de la depuración de todo lo silvestre no ya para convertirlo en oro, sino en olor. 

Debía ser destilador, boticario, artesano, mezclador, humanista y jardinero. 

Y para destilar se requería una dosis de paciencia y sabiduría que no podía aprenderse de un día para otro. Se necesita saber escoger las flores, cortarlas a la hora justa, llevarlas al taller donde la caldera hierve. Algunas requieren ser picadas de un modo delicado mientras otras aceptan ser arrojadas tal cual al agua hirviendo. Mientras unas prefieren fuego intenso y virulento otras deciden aceptarlo templado, de rigurosa y suave cadencia ascendente. 

Así, poco a poco, el agua de la caldera empezó a borbotear y al cabo de un rato, primero a tímidas gotitas y luego en un chorro fino, el producto de la destilación fluyó hacia una botella. Al principio tenía un aspecto desagradable, como el de una sopa aguada y turbia, pero lentamente, sobre todo cuando la botella fue cambiada por otra y apartada a un lado, el caldo se dividió en dos líquidos diferentes: abajo quedó el agua de las flores y plantas y encima flotó una gruesa capa de aceite. Al vaciar el agua quedó en el fondo sólo el aceite: la esencia, el principio del aroma penetrante de la planta. 

La destilación no es más que un procedimiento para separar las partes volátiles de las que no lo son. En el caso de sustancias carentes de este aceite volátil, la destilación no tiene ningún sentido. 

Y esta no es la forma única de extraerles el alma a las especies perfumadas, también está la enfleurage a l'huile donde las canastas son vaciadas formando voluminosos montones de diez mil capullos. "Mientras tanto en la caldera se cuece un caldo espeso con cebo de cerdo y de vaca permanentemente removidos hasta que se consideraba listo, donde se vaciaban las flores. Estas flotaban un segundo y desaparecían en la grasa caliente". Así el aroma queda aprisionado en la grasa. Mientras más flores se lanzan a la caldera más intensa será la fragancia de la grasa. Esta grasa, saturada de aroma, pasa a otro medio. El alcohol, aún queda destilarlo mediante un alambique. Una vez volatilizado, lo que resta es sólo una minúscula presencia: el extracto puro de las flores. Su absoluto. Esta esencia absoluta huele con una intensidad dolorosa, agresiva y cáustica. Una gota diluida en alcohol vuelve a renacer un jardín. "De cien mil capullos se extraen tres pequeños frascos". 

Pero hay flores que el calor les destroza la fragancia. En esos casos se esparcen sobre placas untadas de grasa fría o tapados embadurnados de aceite. Al cabo de tres o cuatro días, las flores, totalmente marchitas, han traspasado su aroma a la grasa o el aceite. 

"Este proceso se repite veinte, treinta veces sobre la misma grasa con flores tiernas. El resultado es aún más exiguo pero de mayor calidad". 

Existen fragancias que se conservan durante décadas. Un armario frotado con almizcle, un trozo de cuero empapado con esencia de canela. En cambio, otros, el aceite de lima, la bergamota, los extractos de narciso y muchos perfumes florales se evaporan al cabo de pocas horas. El perfumista lucha contra esta circunstancia fatal amarrando el aroma de sustancias volátiles con otras más duraderas. Pero tiene la simultánea tarea de dejarla en libertad para que salga, y aprisionarla para que no desaparezca. 

La magia quinta de Chanel 

Aristóteles fue el primero en clasificar los olores en seis grupos esenciales: dulces, ácidos, austeros, grasas, acerbos y fétidos. Hoy, la federación francesa de productos de perfumería los ordena en seis grandes familias: floridos, chipres, chipres-capullo, cueros, ámbares verdes y madera. 

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El impacto de Chanel 5
El impacto de Chanel 5

Sin embargo, la naturaleza no funciona por decretos. No reproduce con el mismo rigor lo que crea de un año para otro. El jazmín de 1960 no se parece rigurosamente al de 1965 y el perfume no mejora al envejecer. El producto sintético aporta esta uniformidad. Fred Henri Firmenich, director general de la casa Firmenich S.A., una de las tres grandes empresas de aromas y perfumes sintéticos, declara: "Procuramos aislar componentes esenciales, como el óxido de rosa o los damascanes de la rosa; así hoy, se puede, por síntesis, reconstruir una cantidad ilimitada de esencias. Hemos podido proveer a la paleta del perfumista elementos de los cuales no hubiera podido disponer sin la química". 

Tal afirmación, hoy por nadie discutida no lo fue en su hora. La química venía a ser lo opuesto a este raro arte donde mandaban la intuición, la experiencia y "el buen olfato". Cuando Ernest Beaux presentó sus proyectos a Cocó Chanel en una hilera de diez frascos y ésta escogió el número 5, estaba eligiendo un número para ella casi mágico. Su precaria infancia había transcurrido en el Horfelinato de Obasine. La pequeña Gabrielle se obsesiona por sus líneas simples, su amplio corredor de misterioso mosaico que deriva de una cifra única: el cinco. Pero, la arribista que siempre fue, le dijo: "Presento mi colección el 5 de mayo que es el quinto mes del año, por lo tanto, así lo llamaremos". Chanel N° 5 no sólo constituyó un éxito de ventas, sino que liberó a los puristas de un atado de prejuicios. Probó que era posible usar productos de síntesis. 

Olor a hombre 

No obstante hay un aroma esencial que todo perfumista tiene siempre en la cabeza. El olor humano. Un aroma bastante simple al parecer: grasa, cebo, sudor, pescado no demasiado fresco. Para decirlo en términos generales porque en verdad no existe el olor de los hombres como no existe el rostro humano. Existen tantos como hombres. 

Y dado que sobre este aroma simple es donde habrá de aplicarse toda la obra del perfumista es el último y el primero de las esencias sobre las que ha de trabajar. Por ello, ya en la Francia perfumada de Luis XV, la etiqueta prescribía el uso de un perfume distinto cada día. Madame de Pompadour gastaba medio millón de francos oro al año en perfumes, muchos de ellos personales. Esto era una excepción porque el Parlamento inglés dictó en 1770 el siguiente bando: "Cualquier mujer, cualquier edad, virgen, soltera o viuda que engañe, seduzca y arrastre al matrimonio a algunos de los súbditos de su Graciosa Majestad con la ayuda de perfumes, incurrirá en las penas establecidas por la ley contra la brujería y el matrimonio será declarado nulo". 

Claro que de eso "ha corrido mucha sangre bajo los puentes" y hoy nadie discute que el sentido del olfato es una de las trampas con las cuales la naturaleza atrapa al macho para asegurar la preservación de la especie. Y como cada cual tiene un olor propio que es la suma del olor natural y el adquirido, los buenos perfumes deben emparentarse con él. Se dice que un extracto debe corresponder a quien lo lleva. Escogerlo ya es otra cosa. Sin embargo, un perfume jamás debe olerse directamente del frasco. Debe olfatearse en estado distendido y aireado porque allí su fuerza de persuasión no se puede contrarrestar, nos invade, y no existe remedio contra ella. Comunica un sentimiento de riqueza, bienestar y libertad. 

Todo lo cual, por supuesto, sólo es válido si nunca nos hemos sentado en la cuenta a pensar ¿por qué me huele mal tanto perfume? 

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Muy buenos artículos, en general

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