Un antiguo proverbio británico reza: “mientras el fútbol es un deporte de caballeros jugado por bestias, el rugby es un deporte de bestias jugado por caballeros”. Si bien es cierto que entre ambos deportes no existe una diferencia sideral en cuanto a su lógica y regulación, no es menos cierto que sí hay un océano de distancia respecto a su popularidad; mientras el fútbol es el deporte más conocido y practicado en el planeta, el rugby ha tenido una difusión más bien restringida y en algunos casos elitista. Además, han tenido una relación de distinta intensidad con el evento de moda en nuestros días: los juegos olímpicos.
El rugby propiamente tal -denominado también rugby XV, para diferenciarlo del rugby 7, seven a side o simplemente seven- solo fue incluido en la parrilla en algunas de las primeras versiones de los juegos olímpicos contemporáneos, después de la cita olímpica en Paris, en 1928, el Comité Olímpico Internacional (COI), lo excluyó y desde entonces dirigentes y entusiastas han intentado reincorporarlo en innumerables ocasiones, sin embargo, únicamente han conseguido la entrada, en ediciones recientes, del antedicho rugby 7. Una versión bastante esquelética del deporte de los scrums. ¿La razón? El tiempo de descanso necesario para la recuperación de los jugadores en el XV, el que según la International Rugby Board (IRB), debe ser de siete días entre cada justa, descartando dicha regla la posibilidad de estructurar un campeonato, por breve que sea, en el marco de la fiesta olímpica, que dura solo dos semanas. Lo anterior resulta sorprendente para los no entendidos, pero bastante razonable.
En 1984 el COI aceptó que jugadores profesionales representaran a sus cuadros nacionales de balompié. Eso no le cayó nada bien a la Señora FIFA, que no quiso arriesgar el predominio cultural y económico de sus Mundiales de Fútbol y limitó la participación de los futbolistas profesionales a los menores de 23 años.
Vale la pena cotejar dicho escenario con aquel que me llena de interrogantes por estos días: ¿cómo ha llegado el fútbol a tener una presencia tan accidentada en los juegos olímpicos? Recordemos que originalmente los torneos de fútbol en sede olímpica, desde 1900, fueron eminentemente amateurs, con participación de combinados nacionales de poca monta. Mucho espíritu deportivo y nada de dinero, hasta que en Londres 1908, la Asociación Inglesa de Fútbol se remanga los puños estableciendo una competición olímpica de selecciones nacionales propiamente tales, del todo equiparable (si no, pregúntenle a los uruguayos) a lo que después serían los mundiales de fútbol. Manteniendo, eso sí, la lógica romántica del citado amateurismo, ya en ese entonces difícil de sostener y sobre todo de comprobar.
Lo cierto es que aquellos torneos olímpicos entusiasmaron a la FIFA, que participó en la coorganización, junto al COI, de la edición de Paris en 1924 y en definitiva impulsó el I Campeonato Mundial de Fútbol de 1930 en Uruguay, y sus versiones posteriores que llegaron a transformarse en el evento deportivo estelar en todo el orbe. Así la cosas, el COI buscó retornar a sus raíces e insistir con el estricto amateurismo, con lo que, desde 1952, los galardones se fueron primordialmente a las selecciones del Bloque Soviético, no muy amigas del capitalismo y su hermano pequeño, el profesionalismo. Como resulta ostensible, dicho panorama no incomodó en lo más mínimo a la FIFA, pues le permitió mantener la hegemonía de su campeonato mundial, como la principal fiesta planetaria del futbol. Sin contrapeso alguno. El COI presenció el panorama por años con cierta indiferencia, hasta que, en 1984, aceptó que jugadores profesionales representaran a sus cuadros nacionales de balompié. Eso no le cayó nada bien a la Señora FIFA, que no quiso arriesgar el predominio cultural y económico de los Mundiales de Fútbol y limitó la participación de los futbolistas, a aquellos menores de 23 años. La solución, del todo carente de fundamentos deportivos o sociales, no molesta a ni a los poderosos de una u otra organización, ni a los deportistas ni al público en general, que en general no se cuestionan mayormente el por qué el fútbol de los juegos olímpicos es el pariente pobre de los campeonatos mundiales de fútbol.
Entonces, mientras Nole y Alcaraz se juegan la vida por obtener la medalla de oro en el tenis olímpico, el sinigual Dream Team, luce preseas doradas, casi sin contrapesos desde que Estados Unidos decidió poner toda la carne a la parrilla -en Barcelona 1992- en el baloncesto; la gimnasia y el atletismo muestran, sin atisbo de duda, lo mejor que tienen en cada olimpiada y Chile logra medallas en Paris 2024, en disciplinas especializadas, cerradas en su propia cultura y cultores, pero que, de todos modos, cada cuatro años muestran lo mejor de lo suyo en cada cita de los anillos . El rugby, por su parte, no ha conseguido figurar al ser fiel a sus principios. ¿Y el fútbol? El deporte rey, transita por un paraje gris a medio camino entre la plena vigencia y la total exclusión: ni tanto, ni tan poco. Que no falte, pero que tampoco estorbe.
¿Es la actual la mejor solución?
El tiempo dirá, pero a mi me gustaría ver a los mejores jugadores del mundo peleando por medallas, como dios -Nike, la diosa griega de la fuerza, la victoria y el deporte; no la marca de zapatillas- manda.
*Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).
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