La madrugada del martes 15 de junio de 1965, como era su costumbre desde que asumiera como embajador de los Estados Unidos en Chile, Ralph A. Dungan se instaló cómodamente ante el ventanal de su oficina para tomar su frugal desayuno, un café americano y dos tostadas. Desde ahí podía ver los pisos superiores del lujoso Hotel Carrera y el campanario de la Catedral Metropolitana. Las calles del centro de Santiago, a las seis y media de la mañana de ese aún oscuro y lluvioso día invernal, estaban vacías. Sobre su escritorio había encontrado una carpeta roja, sellada y rotulada como Sensitive; for your eyes only. El color rojo, como estaba establecido en el protocolo, indicaba que el remitente era Louis Sleeper, funcionario de la Agregaduría Comercial, jefe de estación de la Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa. Los documentos que contenía habían sido despachados el lunes 14.
Por más importante que fuera lo que le enviara Sleeper, podría esperar hasta que amaneciera, hasta que las aceras se llenaran de paraguas y comenzaran a circular los trolleys que tanto le recordaban la Filadelfia de su infancia.
Dungan, que había impuesto a los funcionarios de la embajada estrictos horarios de trabajo para corregir las laxas normas con que había funcionado la representación diplomática durante el período de su antecesor Charles W. Cole, daba el ejemplo siendo el primero en llegar y el último en irse, lo que le había valido el mote de twenty-four seven entre el personal. Por primera vez desde que llegara a Chile, hacía seis meses y medio, había faltado al trabajo el día anterior, pero a su favor podía argüir motivos de fuerza mayor.
La nevazón del domingo había inutilizado la ruta cordillerana y la única línea telefónica entre Santiago y Farellones. El tortuoso camino había vuelto a ser transitable solo al día siguiente por la noche. Cada vez que tenía oportunidad, se escapaba a las pistas del centro de esquí, que le recordaba la de Pocono Mountains en Pensilvania, donde su familia paterna había construido un refugio invernal en el complejo de Big Boulder. Dungan había sido elegido, durante su adolescencia, miembro del equipo estatal de deportes invernales, y fue llamado a integrar la selección olímpica estadounidense, de la que tuvo que retirarse luego de sufrir graves lesiones durante un entrenamiento. Aunque no podía presumir de ser un esquiador profesional, a sus cuarenta y un años seguía manteniendo un nivel de primera clase. La destinación diplomática encomendada por el presidente Lyndon Johnson le había
permitido retomar la práctica de su deporte preferido. Las murallas y una de las estanterías vidriadas de su oficina estaban adornadas con una decena de diplomas y copas obtenidas en diversos campeonatos. Pero la decoración del despacho contenía, además, algunos ele-
mentos que para más de un funcionario eran impropios de su cargo: un gran crucifijo de plata, un óleo que representaba la imagen de San Patricio y el retrato del asesinado presidente John F. Kennedy, que colgaba a un costado de la fotografía oficial de Johnson.
A las siete y veinte de la mañana, luego de servirse un segundo café, Ralph Dungan se sentó ante su escritorio, rompió el sello y abrió la carpeta roja. En su interior encontró un breve memorándum: “Sr.embajador, intenté sin resultados llamarle a la centralita de Farellones durante todo el fin de semana y la mañana de hoy lunes. Adjunto tres periódicos a esta nota. Como verá, se trata de un asunto de la máxima urgencia. Esperaré a reunirme con usted antes de informar a mis superiores en Arlington”.
Los diarios correspondían a las ediciones de El Siglo de los días sábado 12, domingo 13 y lunes 14 de junio. La publicación de distribución nacional del Partido Comunista de Chile servía a los analistas de inteligencia como barómetro de las tensiones locales, aunque su información rara vez les parecía trascendente. Esta vez, sin embargo,
los titulares en portada le indicaban que había llegado el momento esperado.
En grandes letras, el primero denunciaba: “Yanquis estudian invasión a Chile”. Luego, la bajada de título indicaba: “El Proyecto Camelot está en marcha, financiado por el Ejército de Estados Unidos. Agente norteamericano quiso embarcar oficialmente al Instituto de Investigaciones de la Universidad de Chile”.
El del día 13 titulaba: “Chile incluido en siniestro proyecto yanqui de invasión”, con la bajada “Revelamos nuevos antecedentes del brutal Proyecto Camelot”.
El lunes, El Siglo encabezaba su edición con “Toda una red de espionaje mantienen yanquis en Chile”, detallando a continuación que “el Proyecto Camelot ha movilizado un presupuesto de 30 mil millones de pesos, equivalentes a seis millones de dólares”.
Aunque su conocimiento de la lengua española habría permitido a Dungan entender buena parte de los largos reportajes asociados a cada titular, luego de echar una mirada al contenido de las notas de prensa cerró violentamente la carpeta, a la espera de contar con una adecuada traducción. Agarró su impermeable y salió de la oficina. Tres días consecutivos, tres titulares. Estaba claro que El Siglo iba soltando por capítulos la información que alguien les había proporcionado. Necesitaba con urgencia el ejemplar del día, para hacerse una idea de cuánto más se había filtrado.
Salió del edificio como una tromba, sin saludar a los Marines que hacían la guardia del recinto, y se dirigió rápidamente por Teatinos hasta la Alameda. El kiosco había abierto y el tendero estaba ordenando los diarios bajo un grueso plástico para protegerlos de la persistente llovizna. Dungan se detuvo a revisar los titulares hasta dar con la portada de El Siglo de ese día, martes 15: “Desenmascarado el Plan Camelot”. Se agregaba que en el interior del periódico se encontraban pruebas documentales indesmentibles del proyecto de intervención del Ejército de los Estados Unidos, cuyo agente en Chile era el profesor norteamericano identificado como Hugo Nutini. El embajador pagó el diario y el vendedor le dio el vuelto con un “aquí tiene, compañero”.
De regreso en su despacho, cuando faltaban quince minutos para las ocho, Dungan se paseaba como león enjaulado, revisando la hora cada un minuto y pulsando el botón del teléfono que lo comunicaba directamente con su secretaria, la señorita Mary O’Keefe. Sabía que ella y el resto del personal llegaban a las ocho, pero la impaciencia lo consumía. Decidió esperar junto al escritorio de Mary, como si con eso fuera a acelerar su presencia. Vio que en la bandeja de entrada de documentos se encontraba la valija en que cada dos días, vía Braniff International Airlines, le llegaban los principales periódicos de su país. Por lo general, la lectura del New York Times y del Financial Times le tomaba buena parte de la mañana. Pero esta vez las páginas sociales que lo mantenían al día respecto de las andanzas de sus conocidos en casa —amigos o enemigos— lo tenían sin cuidado.
Con la puntualidad que la caracterizaba, su secretaria apareció quitándose el impermeable mojado, para luego dar un respingo al ver junto a su puesto de trabajo al embajador, que se veía molesto y con el cabello empapado.
—¡Señor embajador! ¿Pasó algo?
—Cite con urgencia a Sleeper, que venga de inmediato. Ah, pre-
páreme también una conferencia telefónica con el señor secretario de Estado Dean Rusk en Washington. Ya le diré cuándo me comunique. Ralph Dungan se encerró en su oficina sin dar más explicaciones.
Cinco minutos más tarde llegó el jefe local de la DIA, Louis Sleeper,
con un ejemplar del El Siglo y una carpeta bajo el brazo.
—¿Ya vio? —preguntó el oficial dejando el ejemplar sobre el escritorio—. Van cuatro días seguidos.
—Lo compré hace un rato –respondió Dungan—. ¿Cuánto saben, Sleeper?
—Claramente, se abrió un flanco más grande de lo que esperábamos, señor. Por ahora nadie ha replicado las noticias de los comunistas, pero de que va a estallar, estallará. Podemos estar seguros de ello —aseguró Sleeper.
—¿Tenemos noticias de casa?—Ayer llegó un cable del Pentágono... por ahora no se han encendido las luces rojas, pero hay inquietud. De todos modos, llamé al secretario McNamara para pedir instrucciones.
—¿Qué dijo Robert?
—Que esperará a que usted hable con el secretario de Estado. Confía en que podremos manejar la situación sin amenazar el Plan en su conjunto.
—¿Qué, cuánto y cómo se filtró? ¿Habló con el jefe de estación de la CIA?
—No, pero seguro aparecerá. Entiendo que Pearson pasó los últimos días en Antofagasta. Ahora, por lo que he leído —contestó el agente con incomodidad señalando el ejemplar de El Siglo—, es más de lo que se imaginan en casa. Me temo que se han agarrado del acercamiento ineficiente de Nutini.
—No estará en Chile todavía, ¿verdad?
—No.
—¿Y qué propones?
—Que no nos precipitemos, embajador. Hagamos control de daños, informemos hacia arriba y abramos canales locales de contención. Es probable que podamos aislar el problema únicamente a ese sector académico.
—De acuerdo —asintió Dungan, algo más calmado—. Por lo que vi, se habla solo de la universidad, ¿no? Reúna a Lane, Manning y Johnston para que veamos cómo resiste ese otro frente, que es el que más me preocupa en este momento. El embajador se refería a los agregados del Ejército, teniente coronel Barton G. Lane; de la Marina, capitán Arthur R. Manning; y de la Fuerza Aérea, teniente coronel Robert R. Johnston.
—Esperemos antes de hablar con la CIA, ¿te parece? —dijo el embajador—. ¡Estarán felices, esos cabrones!.
—¿No creerá que fueron ellos? —alcanzó a decir el oficial de la DIA antes de que lo interrumpiera Dungan con un rugido.
—¡Yo no creo nada, pero tampoco confío en nadie! El citófono cortó en seco la discusión.
—Señor, tiene una llamada urgente del Ministerio del Interior. Ya lo habían llamado ayer, pero ahora solicitan una entrevista cuanto antes —informó la secretaria.
—Dígale al ministro que lo visitaré en La Moneda mañana por la mañana, a las nueve.
—Pero el ministro insistió en que…
—¡Mañana a las nueve! —gritó Dungan antes de colgar el aparato con violencia.
El embajador se reclinó en su silla con un resoplido. Cerró los ojos durante un par de segundos.
—Vamos a ver, Louis... dame detalles. Sleeper abrió la carpeta con la que había llegado y sacó los ejemplares de El Siglo, que puso ante sí sobre la mesa.
—Destaqué en amarillo los párrafos sensibles, embajador. No sé cuánto habrá alcanzado usted a ver.
—Vamos, lee. Sleeper abrió el primer diario y fue traduciendo directamente al inglés:
Camelot es un proyecto financiado por el Ejército de los Estados Unidos. Su organización le fue encomendada a la Oficina de Investigación de Operaciones Especiales de la American University. Además del Ejército, Camelot cuenta con el auspicio del Departamento de Defensa. Uno de los objetivos del proyecto es “determinar la factibilidad de desarrollar modelos de sistemas sociales que hagan posible impedir el cambio social violento”. Las investigaciones tienen, asimismo, el fin de determinar cuáles son los grupos sociales de presión que actúan en los pueblos latinoamericanos, cuáles los gobiernos que crean acciones propicias a la guerra civil.
—Bastante general. Suena a propaganda... —opinó Dungan.
—Así es, pero más adelante, en los últimos párrafos, hay dos puntos inquietantes —dijo Sleeper:
Camelot ya está actuando en Chile. Es posible que organismos que efectúan investigaciones económico-sociales en forma privada ya estén colaborando con dicho proyecto.
—Una especulación —susurró el embajador.
Hace algunos días, un agente norteamericano del Proyecto Camelot solicitó en forma oficial al Instituto de Investigaciones Sociológicas de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile participar en su realización. El director de dicho instituto, Eduardo Hamuy, denunció este ofrecimiento ante un grupo de estudiantes. Dungan se inclinó sobre el escritorio y acercó el rostro al diario.
—¿Cómo que ante un grupo de estudiantes? ¿Qué valor puede tener eso? Basura...
Sleeper leyó lo que había seleccionado del segundo periódico.
—Luego, el día domingo dice:
Se trata de un “esfuerzo multidisciplinario” en el que están participando sociólogos, sicólogos de masas, etnógrafos, especialistas en asuntos políticos latinoamericanos, economistas, etc. El proyecto se concibe como un esfuerzo de tres a cuatro años en el que se emplearán de uno a uno y medio millones de dólares por año. Será financiado por el Ejército y por el Departamento de Defensa y conducido con la cooperación de otras agencias del Gobierno norteamericano. El Siglo tiene antecedentes concretos de algunas de estas agencias que operan en Chile bajo diversos nombres y siglas, aparentemente relacionadas con nuestro desarrollo económico y social. También le están prestando colaboración diversos organismos de investigación socioeconómica que actúan privadamente en nuestro país. El Proyecto Camelot se está llevando a cabo en toda Latinoamérica bajo la tónica de la nueva estrategia elaborada por el Pentágono en relación con la política exterior norteamericana.
—Sigue siendo vago, ¿no te parece? “Algunas agencias, diversos organismos...”.
—En el de ayer —continuó Sleeper— hablan acerca del costo del proyecto, de treinta mil millones de pesos, o seis millones de dólares. Luego se repiten muchos de los datos de los días anteriores, pero a continuación, comienzan a sonar las sirenas: “Rex Hopper, sociólogo norteamericano de gran renombre...”.
—¿Nombran a Rex?
—Y dicen que es jefe del Proyecto Camelot, y que con Nutini “ha estado en Chile en los últimos meses, buscando contratar 20 a 25 personas en nuestro país para llevar a cabo este inmenso proyecto de espionaje. El documento que incluye el programa de investigaciones a ser llevadas a cabo en cada país latinoamericano tiene 300 páginas y de él hay dos ejemplares en Chile”.
—O sea que alguien les filtró uno de esos ejemplares…
—Sí, y después agrega: El señor Nutini es el portador de ese documento que es una guía para elaborar un informe que constará con muchos miles de páginas destinadas a conocer y personificar cada hecho social en nuestros países latinoamericanos. El Proyecto Camelot se viene preparando desde hace muchos años. Una reunión científica que se realizó en Washington en 1962 y que llevó por nombre “El Ejército de los Estados Unidos y las guerras locales y la investigación en ciencias sociales” fue el punto de partida para la intensificación del espionaje en América Latina, directamente ligado a la nueva concepción estratégica del Pentágono acerca de las guerras especiales o guerras locales.
—Bueno, eso no es grave. Había invitados de varios países. Se ha montado todo un equipo de espionaje del cual Camelot es la expresión más brutal, pero no la única —continuó traduciendo el agente—, son decenas, y quizás cientos, los proyectos sutiles que se desarrollan en este momento en nuestro país, y no solo financiados por Estados Unidos, sino también por otros países de Europa occidental. El Ministerio de Relaciones Exteriores está en conocimiento del Proyecto Camelot y ha tenido una actitud cautelosa, pero no hay, hasta donde se conoce, el espíritu de ir al fondo del asunto, que es develar la inmensa red de espionaje que los Estados Unidos mantiene en nuestro país.
—De ahí la llamada de Leighton, pero ¿por qué el Ministerio del Interior y no Cancillería? Curioso. Louis Sleeper abrió el último ejemplar, la edición del día, que aún no había subrayado, y comenzó a leer, buscando lo más importante: “Ayer, el subsecretario de Relaciones Exteriores, Óscar Pinochet, intentó un desmentido a nuestras revelaciones, bastante confuso y elusivo”.
—Claro, Frei no querrá bailar la polka con los comunistas —intervino Dungan con una sonrisa. —Eso parece, pero El Siglo arremete: Hoy agregamos un antecedente lapidario, que echa por tierra todo desmentido oficial: en una reunión efectuada en la Secretaría de la Universidad de Chile, en la oficina del secretario general de la Universidad, Álvaro Bunster, y donde participaron además otros investigadores en ciencias sociales, fue puesto en evidencia el carácter de espionaje del Proyecto Camelot y enfrentado con gran firmeza el agente de este proyecto, Hugo Nutini, chileno nacionalizado norteamericano.
Nutini se deshizo en explicaciones declarando que había sido sorprendido en su buena fe y que lamentaba haber intervenido en un asunto tan desagradable, luego de lo cual ofreció sus excusas a los chilenos que allí estaban presentes.
—Bueno, qué más podía hacer Nutini —gruñó el embajador—. Veamos, Louis, queda claro que hay un incendio, aunque sea incipiente, y que se puede propagar si no actuamos de inmediato. El Siglo recibió el soplo. ¿Seguro que no ha habido réplicas en otros medios? ¿Nadie más ha dicho nada?
—El Clarín publicó algo, y también el periódico del Partido Socialista, Noticias de Última Hora, pero es todo. Está claro que reprodujeron la información de El Siglo. No tienen más por su lado. Y nada aún en la prensa de Estados Unidos.
—Bien —siguió Dungan—, si se reduce a esto, se quemó una porción del flanco académico. Necesitamos con urgencia un catastro de lo que está sucediendo en otros carriles y ponerle pausa a todo. Hay que mantenerse a la espera hasta que sepamos cómo continúa este asunto, si acaso sigue y no se queda en una denuncia con olor a propaganda antinorteamericana.
—Hablaré con los encargados de los sectores gremiales, poblacionales, agrícolas, iglesias, sindicatos... y los Peace Corps.
—Con todos. Nadie se mueve hasta nueva orden. Sleeper abandonó la oficina del embajador. Lo que le intrigaba era que las denuncias del periódico comunista no tenían como única fuente los documentos del dossier que Hopper dejara con Hamuy, y que en un párrafo que no leyó al embajador se sostenía que quien entregó la información a El Siglo no había sido Hamuy, sino Raúl Urzúa Frademann, y en la denuncia se hacía un relato minucioso de los pasos de los agentes de SORO (los que no podrían haber conocido solo leyendo el dossier). Esto significaba, a las claras, que había un informante más... o que era la propia CIA.
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