Uno de los elementos más curiosos de la decoración de la sala de estar de Sherlock Holmes en su legendaria vivienda en el 221B de Baker Street a pasos del Regent’s Park en Londres eran las letras “V” y “R” grabadas con disparos contra la pared. Esas letras son las iniciales de “Victoria Regina”, la Reina Victoria, que era la monarca británica en los días en que el detective privado resolvía acertijos policiales a finales del siglo XIX.
Dichas letras no eran casuales, toda vez que el homenaje a la reina del ahora segundo reinado más extenso de la historia de Inglaterra no solo desde la literatura, sino que desde uno de sus personajes más reconocibles, sindican que ya en las postrimerías de su existencia los ingleses reconocían a través de su cultura la gravitancia de aquella figura regente. Una figura que estuvo en el trasfondo y el humus intelectual y narrativo de gran parte de los pináculos de las letras británicas de la historia, desde Cumbres Borrascosas o Jane Eyre, hasta El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o Drácula, pasando por La isla del tesoro y Alicia en el país de las maravillas.
No fue por cierto la primera reina inglesa asociada a un momentum intelectual y cultural, tres siglos antes, durante el también extenso reinado de Isabel Primera floreció el teatro de la mano de Christopher Marlowe y sobre todo de William Shakespeare al punto que el influjo de este último llegó a ser reconocido como el centro medular del Canon Occidental.
Y entonces tenemos a esta tercera reina, ya no la Isabel I del Cinquecento, ni la Victoria decimonónica, sino que la ahora desaparecida Isabel Segunda, a inicios de la tercera década del tercer milenio, tras setenta años de presencia monárquica.
Y, del mismo modo que durante el periodo de Isabel I la cultura inglesa legó al mundo a Shakespeare y durante el periodo de Victoria la cultura inglesa legó las letras fantásticas, románticas, góticas y de misterio, el periodo de Isabel II ha legado al mundo no un cierto teatro ni una cierta literatura, sino que otro fenómeno cultural, el pop.
Cada periodo de estos nombrados se abraza con un siglo: el XVI, el XIX y el XX y a los dos primeros se les ha denominado, y ya no solamente por su influjo humanista, sino que imperial, económico y tecnológico, como una era: la Era Isabelina; la Era Victoriana.
Propongo así, usando y abusando de un prefijo griego bautizar a este periodo / Era que culmina con la desaparición de Isabel II, la Era Deuteroisabelina (La Era de Isabel Segunda).
Debe notarse que el teatro isabelino descansa sobre la oralidad como forma de comunicación y cultura esenciales en una Inglaterra con bajísimas tasas de alfabetización, que la literatura victoriana se cimenta en un aumento importantísimo de los niveles de escolaridad y aprendizaje de la lectura, y que el pop musical, televisivo, cinematográfico deuteroisabelino se vincula al retroceso de la lectura como principal acceso a la cultura siendo reemplazado por aquellas oralidades secundarias de los medios de comunicación de masas de los que habla Walter Ong.
La reina en los orígenes del pop
Isabel II del Reino Unido ascendió al trono en febrero de 1952, cuando contaba solo con 25 años. Siete meses antes al otro lado del Atlántico se había publicado una novela que marcaría el resto del siglo XX llamada The Catcher in the Rye, fundamentalmente porque en ella su autor, J.D. Salinger inauguraba un nuevo sujeto social e histórico: el adolescente.
No solo ello, con esta novela, así como otras manifestaciones posteriores de esa primera década de la segunda mitad del siglo XX como aquella otra novela que era On the Road de 1957, las películas de James Dean como Rebelde Sin Causa de 1955 y sobre todo el Rock ‘n Roll que quemaba sus primeros cartuchos por dichos mismos días, la antigua colonia británica de los Estados Unidos señalaba el camino de lo que sería la cultura de ahí en adelante. Una cultura massmediatizada, popularizada, masiva, comercial, espectacularizante: justamente el pop.
Los británicos cincuenteros que habían contemplado cómo, a pesar de haber jugado un papel crucial en el resultado de la Segunda Guerra Mundial y en el orden que se impondría desde entonces, observaban abrumados que no solo habían ya perdido para siempre el añoso control imperial del mundo victoriano, sino que su spinoff trasatlántico (USA) se alzaba de un lado como la fuerza dominante políticamente en el contexto de la recién inaugurada Guerra Fría, y de otro como la matriz de una cultura nueva, joven y tecnologizada.
Entonces, en la temprana Era Deuteroisabelina emergió una primera respuesta a la influencia de adstrato (esto es, simbólica -además de directa-) de los Estados Unidos sobre el mundo; el movimiento de los Angry Young Men. Un movimiento teatral, literario y cultural integrado por personas como John Osborne (autor de la obra “Look Back in Anger”), Kingsley Amis (padre de Martin Amis) y Shelagh Delaney autora de la frase, “Me dijiste que no puede uno fiarse de los hombres que dicen llamarse Smith” en “A Taste of Honey”. Las y los AYG no solo respondieron con un arte narrativo de posguerra a los beatniks y al rock estadounidense, sino que cimentaron desde la segunda mitad de los cincuenta las bases -diversas, urbanas, de las clases trabajadoras, y, obviamente jóvenes- de lo que luego comunicarían las bandas musicales del pop inglés al planeta en la década siguiente.
Claro, porque los mismos Beatles, quizá el legado más imperecedero de la Era Deuteroisabelina, incluyeron el tema “A Taste of Honey” de la obra de teatro de Delaney musicalizado por Bobby Scott y Ric Marlow en su primera placa, Please Please Me de 1963. Luego vendrían los England’s Newest Hit Makers (los Rolling Stones), el Mersey Beat, y todo lo que se daría en llamar “La Invasión Británica”, promovidos por sellos como Pye o Decca Records.
Y la reina seguía estos pasos con lupa, al punto que en octubre de 1965 los Beatles recibieron en el Palacio de Buckingham el MBE (Members of the Most Honorable Order of the British Empire) de sus manos.
La culminación de la década en que Inglaterra logró retrucar a los Estados Unidos al menos en el pop musical, pero también en la moda o en la televisión, llegaría un año más tarde, en 1966, cuando se celebrara la octava edición de la Copa Mundial de Fútbol en la isla. Ahí predominó el MOD, el estilo de vestuario, diseño y hasta modelos de automóviles de aquellos días, y apareció la primera mascota de la historia de los mundiales, el león Willie. Isabel II estaría en Wembley para entregarle la Jules Rimet al capitán de la selección de su país, Bobby Moore. Parecía que Inglaterra y la reina habían craqueado la manera como se podía hacer cultura de masas.
Un cuarto de siglo en problemas
Lo complicado para esa cultura juvenil, originada en los barrios populares, afín a la tecnología, con rabia y con ritmo, era que su triunfo de fines de los sesenta era a su vez su derrota. Se había domesticado.
Es por ello que del otro lado del charco -del Canal de la Mancha- en el vecino país galo surgió una crítica a la espectacularización de la cultura pop de masas. La idea en origen fue planteada por el pensador Guy Debord y permeó tanto en una juventud hastiada de la estandarización de lo juvenil que precipitó el estallido luego denominado de Mayo del ’68. El movimiento subterráneo debordiano se llamaba Situacionismo y no tardó en cruzar a su vez el canal, para alimentar las ideas de algunas personas que querían revitalizar las directrices de la cultura de masas como Malcolm McLaren y su pareja Vivienne Westwood. A la siga de algunas de las ideas situacionistas empezaron a hacer una moda a contrapelo del MOD -la tienda SEX- y luego se dieron cuenta de que no bastaba con eso y había que hacer una música, también a contrapelo, de la música pop ahora cooptada por la industria.
Las cosas no iban tan bien ni en el mundo ni en el pop, en todo caso, porque los veinte años de prosperidad que se habían iniciado en los cincuentas estaban llegando a su fin, merced a la crisis del petróleo.
Así que McLaren aprovechó un hito fundamental, el jubileo del cuarto de siglo del reinado de Isabel II de 1977, para lanzar con la banda que facturó para promover la moda de SEX, los Sex Pistols, “God Save the Queen” que rezaba cáusticamente, “God save the queen / The fascist regime / They made you a moron / A potential H bomb”, amén de una imagen intervenida situacionistamente del rostro de la monarca.
No era por cierto la primera vez que Isabel II recibiría una diatriba desde el arte y la cultura de masas, ya el mismo Paul McCartney se había referido a ella de manera algo despectiva en “Her Majesty”, el track secreto que cierra el álbum Abbey Road diciendo, “Her Majesty is a pretty nice girl / But she doesn't have a lot to say”. Tampoco sería, por cierto, la última vez que la reina sería abordada negativamente por la música.
Dos hitos clave
Se podría seguir articulando la relación de la Era Deuteroisabelina con el pop, que es su principal contribución cultural, de modo cronológico, pero en realidad resulta más armónico usar otro método de aglomeración, a partir de los subperiodos de las siete décadas del reinado de Isabel II.
Durante aquellas siete décadas pasaron 16 primeros ministros o ministras, desde Winston Churchill hasta Liz Truss, y cada una o uno de ellos marca un momento especial.
Volviendo a la “Regina Victoria”, dos de sus Primeros Ministros que hicieron época fueron los rivales Disraeli y Gladstone que serían inmortalizados para la cultura literaria victoriana impersonando al León y al Unicornio del escudo del Reino Unido en una de las imágenes que el dibujante John Tenniel pintó para Alicia en el país de las maravillas.
Y quizá el equivalente cien años más tarde hayan sido en el reinado de Isabel II Margaret Thatcher y Tony Blair quienes signan dos momentos esenciales de las postrimerías del siglo XX en Inglaterra.
Y en ambos momentos el pop tuvo hitos señeros en que la reina salió al baile.
En el periodo Thatcher en especial todo el movimiento llamado Madchester, con The Smiths a la cabeza, y en el periodo de Blair el Brit Pop de lo que jocosamente se bautizó como, “la Inglaterra de Blair y Blur”.
Y en ambos sus exponentes miraron hacia atrás hacia el temprano deuteroisabelismo de los cincuenta y los Angry Young Men: The Smiths bautizándose así, según cuenta la leyenda, como un chiste interno con la frase citada de Shelagh Delaney de, “Me dijiste que no puede uno fiarse de los hombres que dicen llamarse Smith”, y, en el caso de los enemigos de Blur, Oasis, haciendo una canción llamada en alusión al texto de John Osborne, “Don’t Look Back in Anger”.
Es del primer periodo, el del thatcherismo, que datan algunas de las referencias menos halagadoras de la reina -a la que se asociaba a la “Dama de Hierro”- como “Elizabeth My Dear” de The Stone Roses, que reza, “Tear me apart and boil my bones / I'll not rest 'til she's lost her throne / My aim is true, my message is clear / It's curtains for you, Elizabeth my dear” donde se agudiza la intención al usar como base melódica la ensoñadora balada “Scarborough Fair” de la que también alguna vez realizaron una versión Simon & Garfunkel. O “Flag Day” de una de las bandas más combativas de aquellos años, The Housematins, donde lanzan una diatriba sobre todo el sistema británico de vida y de jerarquías sociales, incluyendo la monarquía.
Es del segundo periodo, el del blairismo, que data el momento más bajo de la popularidad de la reina, asociado a la trágica muerte de Lady Diana Spencer, Princesa de Gales, retratado de manera magistral en la cinta de Stephen Frears, The Queen, donde Helen Mirren impersona a Isabel II y obtiene el Óscar por su papel que muestra la frialdad de la realeza en contraste con las pasiones desbordadas de la ciudadanía por la desaparición de “La Princesa del Pueblo”.
Habrá por cierto otras cintas y series que darán cuenta de lo que significa la reina, como The Crown o The Royal House of Windsor, y las apariciones incluso cómicas de Isabel en la pantalla, sea en persona, sea como avatar se multiplicarán bajo la idea de que ella misma asumió en algún momento su estatus de ícono.
La promoción del pop británico en Latinoamérica
Los ingleses de la segunda mitad del siglo XX se preocuparon siempre de promocionar su cultura, tanto la isabelina como la victoriana como la más reciente de su pop. Y para ello hicieron un contrabando del que se ha escrito casi nada, llegando a las casas del mundo hispano con su propaganda británica bajo dos ropajes secretos: las enciclopedias y los segmentos televisivos matinales de los fines de semana.
En las enciclopedias que algunas familias podían comprar en los años setenta y que se vendían en los supermercados estaban las Salvat, y no solo los diccionarios enciclopédicos, sino que cosas como La Historia del Mundo o La Historia del Arte, siempre en doce tomos, y las niñas y los niños más interesados leían religiosamente cada una de esas enciclopedias en los días de otoño, invierno y verano por lustros.
En esas enciclopedias los héroes eran siempre los ingleses. Ellos ganaron con un ejército más débil la batalla de Azincourt, ellos inventaron la aviación (Cayley), ellos inventaron la ingeniería nuclear (Rutherford) y tenían a Newton, a Shakespeare y a los Beatles. Los ingleses eran como los griegos de la era moderna.
¿Por qué?
Porque todas esas enciclopedias eran casi sin excepción traducciones españolas de enciclopedias londinenses uno de cuyos objetivos ocultos de ellas era formar niños y niñas inglesas orgullosas de su nación. Lo que curiosamente se desbordaba hacia el mundo de lengua castellana.
Del mismo modo, en los setentas y tempranos ochentas había muchas series de televisión inglesas, en especial orientadas a público infantil que pasaban los domingos en las mañanas. Transcurriendo siempre en sleepy towns, siempre con aventuras hacia el molino tras el bosque. Amén de otras como Los unos y los otros o El Amanecer de la Señorita Brodie. Y eso sin contar a El Doctor Misterio o Zafiro y Acero.
Todas estas obras mostraban que la cultura inglesa había adquirido conciencia de su importancia e influencia y así lo explicitaba y celebraba y cimentó en Latinoamérica y en especial en Chile una pasión y a veces disgusto por lo británico que se expresa claramente en citas como, “Y el inocente pueblo de Latinoamérica / Llorará si muere Ronald Reagan o la reina” de Los Prisioneros.
El cierre de esa promoción británica al cierre de este texto está ocurriendo con su invento de entretención más significativo, el propio fútbol, que en el tardodeuteroisabelismo se encumbró como el espectáculo deportivo de mayor atractivo en el planeta gracias a una sistemática campaña de robustecimiento de la calidad de su competencia en su Premier League.
La sexta década
La sexta década del reinado de la Era Deuteroisabelina se inició de manera estruendosa con los Juegos Olímpicos de Londres de 2012, donde ella llegó al estadio inaugural en paracaídas junto a James Bond (no ella misma, sino que una doble, pero la idea era esa). Porque sí, de los actos inaugurales y de cierre del que se deba tener recuerdos en todos los sábados de acá hasta el fin de estos días, serán aquellos de ese 2012, donde Inglaterra y la reina celebraron su legado a la cultura pop mundial con todos sus mejores exponentes.
Y aquella década se cerró con Isabel II en un momento de amplio reconocimiento, merced a su mayor cercanía en el contexto de la pandemia. Premunida de su conocimiento y manejo de los medios envió señales y mensajes en que se rememoraba la gesta de esfuerzo y sacrificio de los terribles días de la Segunda Guerra Mundial bajo el lema de “We will meet again”, la canción de Vera Lynn que ya había sido recuperada cuatro décadas antes por Pink Floyd en The Wall.
No por nada, The Guardian, el diario británico progresista, cierra su extraordinario obituario de hoy a la reina en género de longread con el siguiente párrafo: “Al final de su reinado, la perspectiva y las circunstancias del pueblo británico habían cambiado enormemente. Sin embargo, a pesar de todas las vicisitudes de la monarquía, la reina Isabel II, una figura de otra época, rígida y formal y no notablemente cálida y empática, había ganado y conservado el afecto, la lealtad y el apoyo de la gran mayoría del público británico. quien la respetaba por su diligencia y sentido del deber”.
Ese respeto, muchas veces en las claves de contracultura que se han mencionado más arriba, significaron no solo que le dedicaran canciones como “Her Majesty” o “God save the Queen”, sino que discos, como The Queen is Dead o el QE2 de Mike Oldfield (aunque en rigor está dedicado al transatlántico que llevaba el nombre de Isabel), sino que hasta el nombre de una banda, obviamente Queen. Aunque esto último es más discutible, porque la idea detrás del nombre era solo tener un título “más grande que la vida”.
Así, vinculada no solo por coincidencia epocal, sino que por vasos comunicantes profundos e intencionados, el reinado de Isabel II hizo del pop uno de sus emblemas perdurables para la posteridad y de paso, citando a Wim Wenders, “colonizó nuestro inconsciente”.
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