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Jueves, 7 de Agosto de 2025
[Sábados de streaming - Películas]

'El Conde': Horror cómico

Juan Pablo Vilches

La primera película en llevar a Pinochet como protagonista, no se conforma con insultarlo –por suerte– sino que lo deforma para convertirlo en la metáfora de algo mucho mayor. 

Hace exactamente una semana, Pablo Larraín y Guillermo Calderón ganaron el premio al Mejor Guion del Festival de Venecia por la secuencia de palabras y acciones que sostienen a El Conde. Con el galardón se premia a un vehículo bien aceitado y dirigido al objetivo indisimulado de insultar de todas las formas posibles a Augusto Pinochet, a su entorno inmediato y, lateralmente, a quienes persisten en ver en estas figuras algún atisbo de valor.

Por fortuna, tras este objetivo tan poco edificante hay uno mayor, más significativo y que apuesta por ser un aporte perdurable a la autoimagen de Chile y del hemisferio occidental. Así, tal cual.

Si no fuera así, no tendríamos este relato en forma de fábula con y sobre personajes chilenos, pero que se sostiene sobre el horror gótico y con una deslenguada narradora anglófona, que le da a todo el conjunto ciertos aires de Cumbres borrascosas u Otra vuelta de tuerca.

Augusto Pinochet (Jaime Vadell) está retirado en una abandonada estancia ovejera en la Patagonia, aburrido por la insignificancia obligada tras fingir su muerte en 2006. Tras 250 años reptando en este mundo como el “reaccionario universal”, su condición de vampiro aislado –soportando a su esposa Lucía (Glora Münchmeyer) y el homoerótico servilismo de su fiel mayordomo de apellido Krassnoff (Alfredo Castro.

En otras palabras, este bicho es tan chileno como internacional, y por ello detenta respetables posibilidades de éxito en las salas foráneas –como se demostró en La mostra de Venecia– y también en las limitadas exhibiciones en multisalas y en los clicks de Netflix de por acá, porque habla de y desde diversos mundos y para ello navega además entre varios géneros.

Augusto Pinochet (Jaime Vadell) está retirado en una abandonada estancia ovejera en la Patagonia, aburrido por la insignificancia obligada tras fingir su muerte en 2006. Tras 250 años reptando en este mundo como el “reaccionario universal”, su condición de vampiro aislado –soportando a su esposa Lucía (Glora Münchmeyer) y el homoerótico servilismo de su fiel mayordomo de apellido Krassnoff (Alfredo Castro)– lo tiene convertido en un bulto aburrido y prisionero de su vida eterna. Uno que no necesita imitar el habla ni los movimientos de Pinochet para ser él.

El imponente uniforme del general yace impecable en una bóveda de cristal, como si fuera el traje de Batman; y cual Superman la silueta del uniformado general vuela sobre un Santiago mortecino para beber sangre y arrancar corazones. Esa mera trasposición confiere comicidad a estos clichés de las cintas de terror y de superhéroes, pero a la vez intenta decirnos algo (nuevo) sobre la naturaleza de Pinochet y de su “obra”.

En eso llegan las visitas a la Patagonia. Primero, la cáfila de los vástagos Pinochet Hiriart: un enjambre de parásitos, muy divertidos en su miseria y patetismo, que visitan al patriarca para asegurar su respectiva parte de la herencia ante su aparentemente errática conducta. Después, se nos presenta a la monja (Paula Luchsinger), que llega a la estancia bajo la fachada de ser una contadora francesa que pondrá en orden los papeles del exdictador, pero cuyas intenciones –y de quien la envía– son otras.

A partir de aquí, la historia es una especie de terapia y confesionario, donde los diversos personajes se entrevistan con la monja/contadora para ayudar a cuantificar la fortuna de Pinochet, pero también para exponer al espectador extranjero las principales tropelías, crímenes y corruptelas de esta encantadora familia. Es lo más parecido a la justicia que conocerán en este país.

Esta cinta, autodenominada como sátira, sostiene buena parte de su veneno en el hecho de que el mito vampírico suele estar centrado en chupasangres aristocráticos (por razones tan obvias como este pleonasmo), cuya condición se caracteriza por una fuerza vital maquinal y ajena a los cuestionamiento o la mala conciencia.

El Pinochet vampiro, por el contrario, casi no tiene fuerza vital –hasta que aparece la monja– y lo atormenta el hecho de que sea recordado como un vulgar ladrón. Un vampiro muy raro, a decir verdad; que para colmo no tiene nada de aristocrático, por mucho que la película se llame El conde. Su modo de hablar, de conducirse, la crianza de sus hijos y los completos que se sirven a la hora de once están ahí para probarlo.

No eran treinta pesos ni treinta años, sino trescientos años y más, donde los vampiros serían la casta eterna que rige los destinos de Chile, de los que Pinochet no sería más que el sirviente jorobado que les lleva la bandeja. Y hay que decir que esos vampiros tampoco son aristócratas.

Así, mientras la película nos presenta a esta galería de monstruos para que los despreciemos sin culpa, la narradora anglófona de esta historia abandona el relato y se convierte en la tercera visita: un monstruo mayor y la clave de todo esto.

No diremos quién es este monstruo, pero sí que es mundialmente conocido, y que su aterrizaje literal en la trama le confiere al conjunto una velocidad algo desbordada, donde Lucía, Krassnoff, la monja y Pinochet desatan un caos total, mientras la cáfila de hijos deambulan presurosos de un lado para otro, como en una comedia de enredos.

En el tráfago se ocultan casi exitosamente las principales fallas del guion, que (no) casualmente tienen que ver con el personaje de la monja: ¿quién conspiró realmente para que llegara al páramo patagónico? Y, más importante, ¿por qué abandona la escena de la forma en que lo hace?

Da la impresión de que a ese personaje se le atribuyeron demasiadas capas y poderes, todo lo que fuera necesario para forzar la aparente agonía del Pinochet/vampiro hacia un cierre definitivo, a la vez que preparaba el terreno para que de ese caos surgiera un epílogo funcional a la gran y discutible tesis de la película: la vampírica inmortalidad de Pinochet se debe a su impunidad y, sobre todo, al vampírico sistema neoliberal impulsado por él, que nos convirtió a todos en “héroes de la codicia”.

Hay que decir que esta película se filmó antes del plebiscito del 4 de septiembre, y que con esa frase adivinó su resultado.

Y aquí volvemos al principio. El guion ágil y cómico; las actuaciones impecables y precisas; una fotografía que sugiere fantasía y una dirección de arte que grita miseria, están puestas al servicio de este vendaval de insultos y, sobre todo, de una fabulación extrema para hablarle a Chile y al mundo del gusano que les corroe el alma.

Esa tesis coincide más o menos con la de una parte del octubrismo, sus treinta pesos y sus treinta años, pero le da la espalda a una tesis más plausible que estaba detrás de la parte más interesante del estallido de 2019: la que salió a destruir las estatuas de los conquistadores españoles, porque súbitamente –y parafraseando a Sartre– habían dejado de pensar por nosotros.

No eran treinta pesos ni treinta años, sino trescientos años y más, donde los vampiros serían la casta eterna que rige los destinos de Chile, de los que Pinochet no sería más que el sirviente jorobado que les lleva la bandeja. Y hay que decir que esos vampiros tampoco son aristócratas.

 

Acerca de…

Título original: El Conde (2023)
Nacionalidad: Chile
Dirigida por: Pablo Larraín
Duración: 110 minutos
Se puede ver en: Netflix



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Comentarios

Comentarios

MARAVILOSO QUIERO VERLA

Genial la película. Y lo más horroroso es que, aparte del vampirismo de los personajes, todo lo demás es completamente cierto.

El que guste esta pelicula o no , es algo personal, pero lo que puede no puede ocurrir a mi juicio es que derechamente se diga que no es arte.Lo artistico se caracteriza por lo opinable ,Que no se entendio,que no esta de acuerdo con la historia ( ni sabemos cuanto es el monto de lo apropiado por el personaje) eso no le quita el valor dde la obra, Incluso ya fue premiada en la misma Venecia .Bien por Larrain y todos los actores y actrices . Es mi parecer.

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