Hay descensos que sorprenden y otros que impactan, pero sin ser sorpresivos. En el caso de Unión, todos lo veían venir. Sus propios dirigentes, jugadores e hinchas y en definitiva, se confirmó el domingo pasado lo que parecía una crónica de una muerte anunciada. Lo que el club no quiso evitar ni asumir. Sin embargo, no por evidente resultó menos impactante.
Unión Española un equipo grande por su historia, por sus títulos, por su nombre por hinchada, fue administrado desde hace demasiado tiempo como si su esencia fuera un estorbo y no un legado. Como si los nombres de las tribunas de su estadio fuesen los de los gerentes de las empresas de mercaderías que los auspiciaban; no, como de hecho lo son, historia viva y parte de lo medular del acervo del fútbol criollo. Unión Española, como muy pocos equipos en nuestro país pueden decirlo, tiene siete estrellas en su palmarés y un estadio en su patrimonio tangible. ¿Cómo es posible entonces que el próximo año anime el cruel y recio espectáculo de los potreros?
Unión no descendió por un mal partido, ni por una racha desafortunada, ni por un gol mal cobrado. Cayó porque llevaba años jugando a ser algo que nunca debió haber sido: una institución sin proyecto, sin identidad, sin política deportiva clara. Mientras otros clubes —incluso con menos recursos— construían planteles coherentes, potenciaban juveniles y profesionalizaban sus áreas deportivas, Unión seguía abrazada a una gestión errática, distante del hincha y desconectada de su propia cultura.
El plantel que terminó perdiendo la categoría fue la expresión final de una narrativa de abandono: refuerzos que llegaban como apuestas sin contexto, entrenadores que no dirigían un club sino una tormenta, y jugadores que parecían vivir cada fecha como un trámite, no como una responsabilidad. Creo que lo que más les duele a los hinchas es haber visto a su equipo jugando, durante incontables fechas, sin la desesperación propia del que se ahoga. Del que muere. Hasta que fue demasiado tarde.
Con bastante desconsuelo, Sabino Aguad, un dirigente deportivo de fuste, que tuvo un gran éxito con equipos grandes, y que hoy es indicado como el principal responsable del viaje al infierno de Unión, declaraba el domingo que era “fácil prometer que volveremos, pero no puedo”. Esas palabras son tal vez las más impactantes de todas.
La primera división del fútbol chileno ha perdido a uno de sus componentes esenciales. Al que, en palabras de muchos, es el estadio en que se ve mejor el fútbol en Santiago. No por un accidente, no por una desgracia. Porque la gente de Unión se dejó caer y no levantó cabeza. Ahora, en palabras de Aguad, ni siquiera están en condiciones de juramentar su regreso. La pregunta ahora es qué Unión Española bajó: ¿la que tiene casi cien años de historia brillante o la que lleva una década desdibujándose?
La B puede ser un purgatorio o una plataforma. Dependerá de si el club —dirigentes, jugadores y quienes aún pueden tomar decisiones— entiende que este derrumbe no es una anécdota sino una consecuencia. Unión necesita volver a reconocerse antes de intentar volver a subir.
Porque, tarde o temprano debe hacerlo.








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