El pasado 31 de mayo, el Paris Saint-Germain hizo historia al consagrarse campeón de la UEFA Champions League por primera vez, apabullando 5 x 0 al Inter de Milán en el Allianz Arena de Múnich. El marcador, tan rotundo como simbólico, parecía cerrar un ciclo de inversión descomunal por parte del emirato de Qatar, dueño del club desde 2011. Pero más allá del aspecto deportivo, la verdadera historia que se escribió en esa final no fue la de los goles, sino la del poder abrumador del dinero que define, desde hace años, los destinos del fútbol europeo.
El PSG no ganó la Champions por accidente. Curiosamente no lo hizo cuando tuvo en sus filas a individualidades tan descollantes como Messi, Mbappe o Neymar; lo que por cierto es una buena noticia, pues cuando baste comprar un gran jugador para ganar los torneos más importantes, imponiéndose esa apuesta a lo que pueda significar el funcionamiento de un equipo de once, estaremos realmente a la deriva.
Pero tampoco lo hizo únicamente por méritos tácticos o por la dirección de un técnico como Luis Enrique. Lo hizo, fundamentalmente, porque pertenece a un modelo de club respaldado por la billetera sin fondo de un Estado, el qatarí, que ha convertido al fútbol europeo en una herramienta geopolítica. Desde su adquisición por Qatar Sports Investments, el PSG ha gastado más de 2.000 millones de euros en fichajes, sueldos, infraestructura y marketing. La conquista continental no fue una epopeya deportiva, sino el cierre de una operación estratégica que combinó capital financiero, lobbying internacional y una profunda impunidad frente a los organismos reguladores.
La Champions League fue durante décadas evento donde el mérito deportivo y la imprevisibilidad permitían soñar. Así, desde el Celtic escocés en 1967, pasando por el Aston Villa, el Hamburgo, el Steaua de Bucarest, el Estrella Roja de Belgrado, hasta el Porto de Mourinho en 2004 -campeones que no eran precisamente superpotencias deportivas- el torneo más prestigioso de clubes del planeta alimentaba una narrativa romántica: cualquier equipo podía, en teoría, tocar el cielo. Esa ilusión hoy está muerta.
De los últimos 10 campeones, 9 pertenecen al reducido círculo de élite económica que concentra el poder futbolístico europeo: Bayern, Chelsea, Real Madrid, Liverpool, Manchester City y ahora PSG. Todos tienen algo en común: presupuestos astronómicos y dueños millonarios, muchos de ellos vinculados al capital financiero global o directamente a Estados-nación (como Qatar o Emiratos Árabes Unidos). La UEFA, lejos de enfrentar en serio esta concentración, ha actuado de manera bastante timorata. Las regulaciones del llamado fair play financiero —que en teoría buscan limitar el gasto irresponsable— han sido sistemáticamente burladas mediante trucos contables, patrocinios inflados y estructuras opacas de propiedad.
La edición 2025 de la Champions fue, en realidad, un evento corporativo con escenografía futbolística. De las más de 75.000 entradas disponibles para la final, apenas 20.000 fueron entregadas a cada hinchada. El resto fue destinado a patrocinadores, empresas de hospitalidad, políticos y celebridades. El aficionado común, ese que da vida al deporte desde la grada o la transmisión televisiva, quedó una vez más excluido.
¿Quién gana en este modelo? Las marcas globales, los bancos de inversión, los gobiernos que lavan su imagen a través del deporte y los clubes-empresa que pueden absorber pérdidas millonarias sin consecuencias. ¿Quién pierde? Los clubes de tradición, los jugadores que aún creen en el deporte como competencia genuina, y sobre todo las hinchadas populares, que asisten al vaciamiento simbólico de sus equipos. Tal vez uno de los casos más patéticos es el Manchester City, inglés que pasó de ser el equipo popular y sufrido de la ciudad, con una hinchada inimitable por su mística, a ser un enclave potente de los ingresos del petróleo.
¿Y el Inter?
Pocos se detuvieron a pensar en el Inter de Milán. Subcampeón por segundo año consecutivo, el equipo italiano hizo una campaña formidable, pero no tuvo oportunidad real frente a un rival con cinco veces su presupuesto. El Inter, como otros equipos históricos del continente, está atrapado en un modelo que premia más la capacidad de inversión que la de formación o inteligencia táctica. Como ocurre en la economía global, la desigualdad no solo se manifiesta en resultados, sino en las reglas mismas del juego.
La Champions League 2025 no fue solo una final de fútbol, fue un juicio al modelo actual. Un juicio sin jueces ni apelaciones. Si la UEFA no toma medidas estructurales —como límites reales al gasto, redistribución de ingresos televisivos y reglas más transparentes sobre propiedad de clubes—, la brecha entre los equipos millonarios y el resto se volverá cada vez más sideral. Pero el problema no es solo normativo.
Es ideológico. El fútbol moderno ha adoptado, sin cuestionamientos, los valores del capital financiero: eficiencia sin alma, ganancia sobre tradición, imagen sobre pasión. El PSG campeón es el símbolo perfecto de ese paradigma: un club sin historia que compró un relato; un equipo sin arraigo que alquiló la gloria. En una época en que todo se mide en retornos de inversión, el fútbol está dejando de ser una expresión cultural para transformarse en un producto. Y como todo producto, su sentido dependerá de quién lo consuma y con qué conciencia.
Mientras los fuegos artificiales celebraban la victoria parisina, muchos aficionados —en Italia, en Europa del Este, en Sudamérica— se preguntaban si aún vale la pena creer en este deporte. La respuesta, quizás, no esté en la cancha, sino en la resistencia: en seguir viendo a los equipos chicos, en apoyar las ligas locales, en exigir que el fútbol vuelva a pertenecerle a la gente.
Porque si no recuperamos el alma del juego, lo que quedará será solo un negocio. Y los negocios, por buenos que sean, no se celebran con lágrimas.
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