MARTES 18 DE SEPTIEMBRE
Aproximadamente una hora después de levantarse el toque de queda, oigo el ruido del portón, como si alguien intentara entrar. Todavía está cerrado con llave. Me asomo a la ventana del cuarto de baño y veo a un joven afuera. Parece inofensivo y me decido a abrirle. Me dice con voz baja:
–Estoy buscando a la compañera de Víctor Jara. ¿Vive aquí? Por favor, confíe en mí. Soy un amigo –me muestra su carnet–. ¿Puedo entrar un minuto? Tengo que hablar con usted –parece nervioso y preocupado. Me dice en un susurro–: Soy miembro de las Juventudes Comunistas.
Abro la puerta para que entre y nos sentamos en la sala.
Estoy en una especie de trance pero mi cuerpo sigue funcionando. Tal vez vista desde afuera parezca normal y dueña de mí misma: mis ojos continúan viendo, mi nariz oliendo, mis piernas andando...
–Lo siento, tenía que encontrarla... Lamento decirle que Víctor ha muerto... Encontraron su cuerpo en la morgue. Un compañero que trabaja allí lo reconoció. Le ruego que sea valiente y que me acompañe para identificarlo. ¿Llevaba calzoncillos azul oscuro? Tiene que venir, porque su cadáver lleva allí casi cuarenta y ocho horas y si nadie lo reclama, se lo llevarán y lo enterrarán en una fosa común.
Media hora más tarde me encuentro conduciendo como una autómata a través de las calles de Santiago con el joven desconocido a mi lado. Héctor –así se llamaba– había estado trabajando en la morgue, el depósito de cadáveres municipal durante la última semana, tratando de identificar cuerpos anónimos que llegaban diariamente. Era un muchacho amable y sensible y había corrido un gran riesgo yendo a buscarme. En su condición de empleado tenía una tarjeta especial y, después de mostrarla en la entrada, me introdujo por una pequeña puerta lateral del edificio, a pocos metros de los portales del Cementerio General.
Estoy en una especie de trance pero mi cuerpo sigue funcionando. Tal vez vista desde afuera parezca normal y dueña de mí misma: mis ojos continúan viendo, mi nariz oliendo, mis piernas andando...
Bajamos un oscuro pasadizo y entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me apoya la mano en el codo para sostenerme mientras contemplo las filas y filas de cuerpos desnudos que cubren el suelo, apilados en montones, en su mayoría con heridas abiertas, algunos con las manos todavía atadas a la espalda. Hay jóvenes y viejos... cientos de cadáveres... en su mayoría parecen trabajadores... cientos de cadáveres que son seleccionados, arrastrados por los pies y puestos en un montón u otro por la gente que trabaja en el depósito, extrañas figuras silenciosas con las caras cubiertas con máscaras para protegerse del olor a putrefacción. Me paro en el centro de la sala, buscando a Víctor sin querer encontrarle, y me asalta una oleada de furia. Sé que mi garganta emite incoherentes ruidos de protesta, pero Héctor reacciona instantáneamente:
–¡Shhh! No debes decir nada, si no, tendremos problemas. Espera un momento. Iré a averiguar dónde debemos ir. Creo que no es aquí.
Nos envían a la planta superior. El depósito está tan repleto que los cadáveres llenan todo el edificio, incluyendo las oficinas. Un largo pasillo, hileras de puertas y, en el suelo, una larga fila de cadáveres, éstos vestidos, algunos con aspecto de estudiantes, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta... y en mitad de la fila descubro a Víctor.
En ese momento también murió una parte de mí. Sentí que una buena parte de mí moría mientras permanecía allí, inmóvil y callada... incapaz de moverme, de hablar.
Era Víctor, aunque lo vi delgado y demacrado. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moretones en la mejilla. Tenía la ropa hecha jirones, los pantalones alrededor de los tobillos, el jersey arrollado bajo las axilas, los calzoncillos azules, harapos alrededor de las caderas, como si hubieran sido cortados por una navaja o una bayoneta... el pecho acribillado y una herida abierta en el abdomen... las manos parecían colgarle de los brazos en extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas... pero era Víctor, mi marido, mi amor.
En ese momento también murió una parte de mí. Sentí que una buena parte de mí moría mientras permanecía allí, inmóvil y callada... incapaz de moverme, de hablar.
Tendría que haber desaparecido. Sólo porque su rostro fue reconocido entre cientos de cadáveres anónimos no lo enterraron en una fosa común, con lo cual yo nunca habría sabido qué había sido de él. Le di las gracias al trabajador que llamó la atención sobre él y al joven Héctor –sólo tenía diecinueve años–, que decidió correr el riesgo de ir a buscarme, que buscó y encontró mi nombre y mi domicilio en los archivos de “Identificaciones”, donde pidió colaboración a otras personas. Todos habían ayudado. Ahora era necesario reclamar legalmente el cadáver de Víctor. La única forma posible era llevarlo inmediatamente desde el depósito hasta el cementerio y enterrarlo... tales eran las órdenes.
Me hicieron volver a casa a buscar el certificado de matrimonio. Una vez más, ahora sola, tuve que atravesar Santiago, que ya se había engalanado con banderas para la celebración de las Fiestas Patrias. Todavía no podía decirles nada a mis hijas, el depósito de cadáveres no era lugar para ellas. Pero habían estado llamando mis amigos, muchos alumnos que querían saber cómo estábamos. Uno de ellos insistió en acompañarme, un buen amigo que se tildaba a sí mismo de momio. Por extraña coincidencia, también se llamaba Héctor.
El papeleo, el cumplimiento de todos los trámites, llevó horas. A las tres de la tarde todavía esperaba en el patio que conducía al sótano del depósito, desde donde me dijeron que saldría el cadáver de Víctor. Había allí otras mujeres que hojeaban las inútiles listas fijadas en los muros y que sólo indicaban un número, el sexo, el “sin nombre”, encontrado en tal o cual zona. Mientras aguardaba, intermitentemente entraban desde la calle vehículos militares cerrados, con una cruz roja pintada en los costados, que bajaban al sótano para descargar, evidentemente, otra partida de cadáveres, y que al instante volvían a salir en busca de más.
Por fin todo estuvo dispuesto. Con el ataúd sobre un carrito de ruedas, estábamos listos para cruzar hasta el cementerio. Al llegar a la puerta nos encontramos ante un vehículo militar que entraba con más cadáveres. Alguien tenía que ceder el paso... el conductor tocó la bocina y nos hizo ademanes airados, pero permanecimos inmóviles y en silencio hasta que retrocedió para dar paso al ataúd de Víctor.
Al día siguiente el diario La Segunda publicó un breve párrafo en el que informaba de la muerte de Víctor como si hubiera fallecido plácidamente en la cama: “El funeral fue de carácter privado y sólo asistieron los familiares”.
La caminata hasta el lugar del cementerio donde Víctor sería enterrado debió de llevarnos entre veinte y treinta minutos. El carrito chirriaba, y rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos... mi nuevo amigo Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo cuando el ataúd de Víctor desapareció en el nicho que nos habían asignado estuve a punto de desplomarme. Pero estaba vacía de sentimientos o sensaciones y sólo se mantenía viva la idea de que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría, dónde estaba yo.
Al día siguiente el diario La Segunda publicó un breve párrafo en el que informaba de la muerte de Víctor como si hubiera fallecido plácidamente en la cama: “El funeral fue de carácter privado y sólo asistieron los familiares”. Después todos los medios de difusión recibieron la orden de no volver a mencionar a Víctor. Pero en la televisión alguien arriesgó su vida insertando unos pocos compases de “La plegaria” sobre la banda sonora de una película norteamericana.
Capítulo 12
Un canto inconcluso
Me llevó meses e incluso años ir atando cabos hasta reconstruir parte de lo que le ocurrió a Víctor durante la semana en que para mí estuvo “desaparecido”. Muchas personas ni siquiera podían expresar lo que habían vivido, tenían miedo de prestar testimonio, no soportaban los recuerdos. Sometida a presiones y sufrimientos tan espantosos, la gente perdió el sentido del tiempo e incluso del día de la semana en que se produjeron los hechos. Pero gradualmente, recogiendo testimonios de refugiados chilenos en el exilio que compartieron vicisitudes con Víctor y estuvieron con él en determinados momentos, he logrado reconstruir más o menos lo que soportó mientras yo le esperaba en casa.
Cuando la mañana del 11 de septiembre llegó a la Plaza Italia, Víctor se enteró de que el centro de Santiago estaba acordonado por los militares, por lo que giró hacia el sur por Vicuña Mackenna y luego en dirección este por la Avenida Matta, dando un amplio rodeo para llegar al campus de la Universidad Técnica, situado al otro lado de la ciudad. Vio movimiento de tanques y tropas y oyó disparos y explosiones pero logró pasar. Cuando llegó al Departamento de Comunicaciones, se enteró de que a primera hora de la mañana la radio de la Universidad había sido tomada y desconectada por un contingente de hombres armados de la cercana emisora naval de la Quinta Normal. Debió de llegar a la misma hora en que estaban bombardeando el Palacio de La Moneda. Desde los edificios universitarios era posible ver los reactores Hawker Hunter y oír los proyectiles que estallaban al caer sobre La Moneda, donde Allende resistía, ver el humo que se elevaba de las ruinas del edificio que se consumía en el incendio. Después, Víctor, inquieto por nosotras, esperó su turno en una cola larga para llamarme por teléfono.
Me han contado que durante las largas horas de la noche, mientras escuchaban las explosiones y el pesado fuego de ametralladoras que retumbaba por todo el barrio, Víctor intentó elevar la moral de los que lo rodeaban. Cantó y los hizo cantar con él.
Aquella mañana había cerca de seiscientos alumnos y profesores en la Universidad Técnica. El Presidente Allende tendría que haber pronunciado allí un importante discurso para anunciar su decisión de celebrar un plebiscito nacional a fin de resolver por medios democráticos el conflicto que amenazaba al país.
Puesto que los primeros bandos militares aseguraban que quienes transitaran por las calles se exponían a ser abatidos por los disparos y que desde las primeras horas de la tarde entraría en vigor el toque de queda, el doctor Enrique Kirberg –Rector de la Universidad–, negoció con los militares la autorización para que los encerrados en el edificio permanecieran allí toda la noche, por su propia seguridad, hasta que a la mañana siguiente se levantara el toque de queda. Eso fue lo acordado y se dieron órdenes para que todos permanecieran en el interior de los edificios de la Universidad. Probablemente fue entonces cuando Víctor me telefoneó por segunda vez. No me dijo que el campus estaba rodeado de tanques y soldados.
Me han contado que durante las largas horas de la noche, mientras escuchaban las explosiones y el pesado fuego de ametralladoras que retumbaba por todo el barrio, Víctor intentó elevar la moral de los que lo rodeaban. Cantó y los hizo cantar con él. No tenían armas con qué defenderse. Después Víctor intentó dormir un rato en la sala de profesores del viejo edificio de la Escuela de Artes y Oficios.
El tableteo de las ametralladoras se prolongó durante toda la noche. Algunas personas que intentaron salir de la Universidad al amparo de la oscuridad fueron abatidas en el acto, pero el ataque en serio sólo comenzó a primeras horas de la mañana siguiente, cuando los tanques dispararon sus cañones pesados contra los edificios, dañando la estructura de algunos, haciendo trizas las ventanas y destruyendo laboratorios, equipos, libros. No hubo disparos de respuesta, pues en el recinto no había armas.
Una vez que los tanques entraron en el recinto universitario, los soldados procedieron a reunir a todos, incluido el Rector, en un amplio patio que normalmente se utilizaba para practicar deportes. Obligaron a todos a echarse al suelo, con las manos en la nuca, golpeándolos con las culatas de los fusiles y dándoles de patadas. Víctor estaba con los demás y tal vez fue al salir del edificio cuando se quitó de encima el carnet de identidad, con la esperanza de que no lo reconocieran.
Los amigos que le vieron desde lejos recuerdan la amplia sonrisa que les dirigió en medio del horror que estaban viviendo, una amplia sonrisa a pesar de que tenía la cara ensangrentada y una herida en la cabeza. Más tarde lo vieron ovillarse en los asientos, con las manos apretadas bajo las axilas, para protegerse del frío.
Luego de permanecer más de una hora en aquella posición, los hicieron formar en fila india y correr, con las manos siempre en la nuca, hasta el Estadio Chile, situado a seis manzanas de distancia. Por el camino los sometieron a insultos, patadas y golpes.
Cuando estaban formados a la puerta del estadio, Víctor fue reconocido por uno de los suboficiales. “Tú eres ese maldito cantante, ¿no?”, dijo, al tiempo que golpeaba a Víctor en la cabeza, derribándolo, y a continuación pateándole el vientre y las costillas. Víctor fue separado del contingente mientras entraban en el edificio y destinado a una tribuna especial, reservada para detenidos “importantes o peligrosos”. Los amigos que le vieron desde lejos recuerdan la amplia sonrisa que les dirigió en medio del horror que estaban viviendo, una amplia sonrisa a pesar de que tenía la cara ensangrentada y una herida en la cabeza. Más tarde lo vieron ovillarse en los asientos, con las manos apretadas bajo las axilas, para protegerse del frío.
Es evidente que en algún momento de la mañana siguiente Víctor decidió tratar de abandonar su posición aislada y unirse a los otros presos. Otro testigo que aguardaba en el pasillo vio la siguiente escena: cuando Víctor empujó las puertas de vaivén para salir al pasillo, casi chocó con un oficial del ejército que parecía ser el segundo jefe del estadio. El militar había estado muy ocupado gritando órdenes por el micrófono y profiriendo amenazas. Era un hombre alto, rubio, bastante buen mozo y evidentemente disfrutaba con el papel que le habían asignado: se pavoneaba de un lado a otro. Algunos detenidos ya le habían apodado “El Príncipe”.
En el momento que Víctor casi tropezó con él, el oficial dio muestras de reconocerlo, sonrió irónicamente, imitó el acto de tocar la guitarra, rió y a continuación le pasó rápidamente el dedo por el cuello. Víctor permaneció sereno e hizo algún gesto de respuesta, pero el oficial grito: “¿Qué hace aquí este hijo de puta?”. Llamó a los guardias que lo acompañaban y añadió: “No permitan que se mueva de aquí. Este me lo reservo”:
Después Víctor fue trasladado al sótano, donde se le ve fugazmente en un pasillo, el mismo en que con tanta frecuencia se había preparado para cantar, ahora cubierto de sangre y tumbado en un suelo cubierto de orina y excrementos.
Al día siguiente, viernes 14 de septiembre, los presos fueron divididos en grupos de alrededor de doscientos, preparándolos para trasladarlos al Estadio Nacional. Fue en ese momento cuando Víctor, ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenía lápiz y papel.
Por la noche lo devolvieron a la parte principal del estadio y lo dejaron con los demás presos. Apenas podía caminar, tenía la cara y la cabeza ensangrentadas y amoratadas, al parecer le habían roto una costilla y le dolía el vientre, donde lo habían pateado. Los amigos le limpiaron la cara y procuraron que estuviera cómodo. Uno de ellos tenía un frasco pequeño de mermelada y algunas galletas. Los compartieron entre tres o cuatro, cogiendo la mermelada con los dedos y chupándoselos hasta que no quedó vestigio alguno.
Al día siguiente, viernes 14 de septiembre, los presos fueron divididos en grupos de alrededor de doscientos, preparándolos para trasladarlos al Estadio Nacional. Fue en ese momento cuando Víctor, ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenía lápiz y papel, y comenzó a escribir su último poema.
Algunos de los hechos más horrorosos del golpe militar ocurrieron en el Estadio Chile durante aquellos primeros días, antes de que fuera visitado por la Cruz Roja, Amnistía Internacional y representantes de embajadas extranjeras. A pesar de los recursos legales y de peticiones de información realizadas por abogados, no he logrado averiguar el nombre de los oficiales que estuvieron al mando del Estadio Chile.
Durante días mantuvieron en esas condiciones a miles de prisioneros, prácticamente sin alimentos ni agua; les apuntaban constantemente con focos cegadores, hasta el punto de que perdieron toda noción del tiempo e incluso del día y de la noche; montaron ametralladoras alrededor de todo el estadio y las disparaban intermitentemente contra el techo o sobre la cabeza de los prisioneros; lanzaban órdenes y amenazas por los altavoces; el jefe era un hombre corpulento y sólo divisaron su silueta cuando advirtió que habían apodado “sierras de Hitler” a las ametralladoras porque podían partir a un hombre por la mitad... y lo harían si era necesario. Llamaban a los prisioneros de uno en uno y les hacían desplazarse de una parte a otra del estadio; era imposible descansar. La gente era golpeada con látigos despiadadamente y a culatazos. Un hombre que ya no pudo soportarlo más, se lanzó al vacío desde lo alto y encontró la muerte entre los prisioneros que estaban abajo. Otros sufrieron ataques de locura y fueron abatidos a balazos a la vista de todos.
Víctor garabateaba a toda prisa e intentaba registrar parte del horror al que se estaba dando rienda suelta en Chile, a fin de que el mundo lo supiera. Sólo podía prestar testimonio de su “pequeño rincón de la ciudad”, donde estaban presas cinco mil personas, e imaginar lo que debía de estar ocurriendo en el resto de su país. Seguramente comprendió el monstruoso nivel de la operación militar, la precisión con que había sido preparada.
Le pasó de prisa el papelito a un compañero sentado a su lado y éste, a su vez, lo escondió en el calcetín mientras se lo llevaban. Cada uno de los amigos intentó aprenderse de memoria el poema a medida que era escrito, para sacarlo consigo del estadio.
En las últimas horas de su vida, las raíces profundas de su infancia campesina lo llevaron a ver en los militares a “matronas” cuya llegada era la señal de los gritos del parto, lo que de niño le había parecido un sufrimiento insoportable. Ahora esas visiones se confundían con la tortura y la sádica sonrisa de “El Príncipe”. Pero hasta en ese momento Víctor abrigaba esperanzas respecto al futuro, confianza en que a largo plazo el pueblo sería más fuerte que las bombas y las metralletas... y al llegar a los últimos versos – “¡Canto qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto!”–, para los cuales ya tenía la música en su interior, lo interrumpieron. Un grupo de guardias fue a buscarlo y lo separó de los que estaban a punto de ser trasladados al Estadio Nacional. Le pasó de prisa el papelito a un compañero sentado a su lado y éste, a su vez, lo escondió en el calcetín mientras se lo llevaban. Cada uno de los amigos intentó aprenderse de memoria el poema a medida que era escrito, para sacarlo consigo del estadio.
No volvieron a ver a Víctor. A pesar de que muchos fueron trasladados a otros campos de prisioneros, el Estadio Chile seguía lleno a tope pues constantemente llegaban nuevos contingentes de detenidos, tanto hombres como mujeres.
Cuento con otros dos atisbos fugaces de Víctor en el estadio, dos testimonios más: un mensaje para mí transmitido por alguien que estuvo a su lado algunas horas en los camarines –convertidos en sala de tortura–, un mensaje de amor hacia sus hijas y hacia mí. Luego fue, una vez más, insultado y golpeado en público; al borde de la histeria y perdido el dominio de sí, el oficial apodado “El Príncipe” le gritó: “¡Canta ahora si puedes, hijo de puta”. Después de cuatro días de sufrimiento, la voz de Víctor sonó en el estadio para cantar un verso de “Venceremos”, el himno de la Unidad Popular. A continuación fue golpeado y evacuado a rastras para someterlo a la última etapa de su agonía.
El estadio de boxeo se encuentra a pocos metros de la principal línea ferroviaria del sur, que, al salir de Santiago, atraviesa el barrio obrero de San Miguel, siguiendo la tapia que limita con el cementerio metropolitano. Fue allí donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacían en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habían sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó: “¡Este es Víctor Jara!”. Era un rostro conocido y querido por ellos.
Desde allí el cuerpo de Víctor debió de ser trasladado al depósito municipal a título de cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí.
Una de las mujeres incluso había tratado personalmente a Víctor, pues cuando él visitó la población para cantar, ella lo invitó a su casa a comer un plato de porotos. Mientras se preguntaban qué podían hacer, apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro, pero vio cómo un grupo de hombres vestidos de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allí el cuerpo de Víctor debió de ser trasladado al depósito municipal a título de cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allí.
Cuando más adelante me trajeron el texto del último poema de Víctor, supe que él quería dejar su testimonio, su único medio de resistir ahora al fascismo, de luchar por los derechos de los seres humanos y por la paz.
Somos cinco mil
en esta pequeña parte de la ciudad.
Somos cinco mil
¿Cuántos seremos en total
en las ciudades y en todo el país?
Sólo aquí, diez mil manos que siembran
y hacen andar las fábricas.
¡Cuánta humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral, terror y locura!
Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Un muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores
uno saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con precisión artera
sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es acto de heroísmo.
¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo?
En estas cuatro murallas sólo existe un número
que no progresa,
que lentamente querrá más la muerte.
Pero de pronto me golpea la conciencia
y veo esta marea sin latido,
pero con el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro de matrona
lleno de dulzura.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Que griten esta ignominia!
Somos diez mil manos menos
que no producen.
¿Cuántos somos en toda la Patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.
¡Canto qué mal me sales
cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tanto y tantos
momentos del infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el momento...
Estadio Chile Septiembre de 1973
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