El abogado Luis Cordero, asumió el Ministerio de Seguridad Pública el día 1 de abril. Una semana después enfrentó, como responsable de dicha cartera, el penoso suceso del viernes recién pasado que cobró dos víctimas fatales en las inmediaciones del Estadio Monumental. La reacción más radical que adoptó fue anunciar el fin del cuestionado plan “Estadio Seguro”, regulado como departamento perteneciente al Ministerio del Interior y Seguridad Pública, que durante más de una década gestionó políticas públicas para abordar la violencia en los recintos deportivos en que se jugaba fútbol profesional. El anuncio no solo cierra un ciclo, sino que deja sobre la mesa la necesidad urgente de repensar el vínculo entre Estado, fútbol profesional, barras y ciudadanía.
Estadio Seguro nació en 2011, bajo el primer gobierno de Sebastián Piñera, como una respuesta reactiva a los numerosos episodios violentos asociados al balompié. Desde sus orígenes, fue una política más bien centrada en el control que en el análisis y comprensión de los fenómenos sociales que se expresan en los estadios, en particular el comportamiento de asistentes, barristas, piños y otros. Lejos de generar soluciones eficaces y sostenibles, terminó criminalizando a barristas de manera más o menos difusa, sin conseguir evitar la violencia y, peor aún, precarizando la experiencia del hincha común que se vio obligado a sufrir incomodidades, afectación de derechos varios y suspensión de partidos por cuyas entradas ya había pagado. “Estadio Seguro”, en síntesis, se desentendió del problema estructural: una serie de transformaciones sociales, que acarrearon perdida generalizada del respeto por las normas, crisis de credibilidad de las instituciones públicas y mercantilización del fútbol profesional que acarreó el abandono del tejido social que lo sostiene.
La violencia en los estadios no es un fenómeno aislado ni espontáneo. Es la expresión visible de tensiones más profundas: desigualdad, exclusión, racismo, impunidad, deslegitimación de la autoridad, extensión del alcance operativo de organizaciones criminales, etc. Estadio Seguro pretendía tratar al enfermo aislando el síntoma sin atender la enfermedad. Y lo peor de todo: sin realizar ningún tipo de examen o procedimiento médico de cajón.
Así, lo que se presentó como una política de seguridad, terminó siendo una política populista, reactiva, basada en aplicar ciertas restricciones de manera errática, carente de evaluación y autocrítica.
Hasta que fue insostenible.
El anuncio de su término es, al mismo tiempo, una derrota del paradigma securitario aplicado al fútbol, y una ventana para pensar nuevas formas de convivencia y participación. Pero también es una advertencia: el fin de una política no garantiza, por sí solo, el nacimiento de una mejor. La pregunta ahora es qué vendrá en su lugar.
Chile necesita una política deportiva con enfoque comunitario, que recupere los estadios como espacios de encuentro y no como campos de sospecha. Se necesita diálogo con las hinchadas, inversión en infraestructura, formación en derechos humanos para las policías y voluntad política para enfrentar a las verdaderas mafias que se ocultan tras las SADP. Enfocarse nuevamente en bombos, lienzos y fuegos de artificio como los elementos de mayor interés es sin duda un error.
Así, lo central hoy es aplicar, además de la experiencia, conocimientos concretos e indubitados. Es la hora de hacer todos los exámenes médicos que sean necesarios. El fútbol, como la democracia, se juega en la cancha. Y en ese sentido, el fin de Estadio Seguro es una señal que puede ser celebrada, pero no malinterpretada: no es un gol, es apenas el pitazo que marca el comienzo del segundo tiempo.
Y vamos perdiendo el partido.
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