Ha sido la noticia ajedrecística de las últimas semanas, Hans Niemann, un jugador estadounidense de tan solo 19 años fue acusado por Magnus Carlsen -actual campeón mundial del juego de los casilleros, los reyes, las damas y las torres-, finalmente de manera formal de haber hecho trampa en encuentros cara a cara, en una declaración del 26 de septiembre:
“Creo que Niemann ha hecho más trampas, y más recientemente, de lo que ha admitido públicamente. Su progreso en [ajedrez en] persona ha sido inusual, y a lo largo de nuestra partida en la Copa Sinquefield tuve la impresión de que no estaba tenso o incluso concentrado en el juego en posiciones críticas, mientras me superaba de una manera que creo que solo un pocos jugadores pueden hacer. Esta partida contribuyó a cambiar mi perspectiva”.
Evidentemente el escándalo escaló hasta alcanzar ribetes de comedia negra cuando una teoría de la conspiración elaborada en Reddit sostuvo que Niemann había utilizado chips anales vibradores que le enviaban corporalmente señales de cuáles debían ser sus movimientos. Ello, al punto que El Clarín de Argentina ha compartido ahora la noticia de que, “(e)l gran maestro de ajedrez Hans Niemann recibió este viernes un exhaustivo control de seguridad: le escanearon el ano en el ingreso al Campeonato de Ajedrez de Estados Unidos. Esto ocurre días después de haber sido acusado de usar un chip anal o un masajeador prostático para hacer trampa en sus partidas”.
Más allá de la trama cinematográfica -y de serie B, más encima- del escándalo, el caso de las trampas en ajedrez, en especial aquellas en que está involucrada la tecnología y en particular los supercomputadores, ofrece espacio para hacer algún recorrido sobre los avatares que ha tenido dicha relación entre trampas competitivas, Inteligencia Artificial y campeonatos ajedrecísticos, en este, uno de los ámbitos en que el desarrollo de la resolución de problemas mediante procesamiento computacional ha sido más productivo y en el que ha habido mayores avances desde hace ya muchas décadas.
De las sentaderas a Deep Blue, pasando por El Turco
En el siglo XIX para jugar ajedrez y campeonar había que disponer de “buenas sentaderas”. Ese era un mantra que se repetía entre pasillos de los clubes, sobre todo franceses y anglosajones, en los torneos decimonónicos. Ello, porque en aquellos días las partidas no tenían reglamentación de tiempo, por lo que los jugadores podían tomarse todas las horas que quisieran en pensar cada movida sobre el tablero.
A tanto llegaba el problema que facilitaba dicha falta de reglamentación temporal que algunos de los más sonados triunfos en aquellos días se debieron, más que a la súper-habilidad para desplegar las piezas, al factor cansancio.
Documenta la revista Deutsche Schachzeitung sobre el Torneo Internacional de Maestros de Londres de 1851, registrada en el libro Ajedrez Brillante de Máximo Borrell de 1975, que:
“La lucha comenzó el 27 de mayo a las 11 de la mañana. Las ocho parejas (de contrincantes) jugaban en el local del Club Saint-George. El confort no era extraordinario. Las mesas y las sillas resultaban pequeñas y bajas. Los bordes de los tableros sobrepasaban los lados de las mesas. No había sitio junto al jugador para la persona que anotaba los movimientos, ni tampoco para acodarse. Pero los ingleses no sufrían en absoluto estos inconvenientes. Tieso como una vela, el inglés Staunton está sentado, los dos pulgares en los bolsillos de su chaleco, y permanece inmóvil, a veces durante media hora, ante el tablero, reflexionando la jugada. El reglamento exigía una sesión ininterrumpida durante ocho horas seguidas; las partidas aplazadas debían continuarse al día siguiente. Pero, a veces, los jugadores aceptaban voluntariamente continuar las partidas después de la sesión (así, por ejemplo, la partida Staunton-Horwitz duró desde las 11 de la mañana hasta las 10 de la noche sin interrupción)”.
Es más, continua Borrell: “Durante el match Williams-Staunton, las partidas duraron a veces ¡20 horas! debido a la lentitud del primero”.
En este contexto epocal de partidas larguísimas, donde bien se podía caer desmayado y totalmente acalambrado del pompis perdiendo la partida no por algún condoro, sino que por desfallecimiento, por la ausencia de límites de tiempo, que Edgar Allan Poe en “Los Crímenes de la Calle Morgue” sostenía que:
“Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prolongar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el máximo grado de reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variados valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples, sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior”.
La idea de Poe de que el ajedrez resultaba simplemente un juego en que el factor cognitivo clave era la concentración también era sostenida más tarde por Arthur Conan Doyle, al autor de los relatos de Sherlock Holmes y descansaba, aunque erróneamente, en que los jugadores simplemente deben atender a las potenciales consecuencias de sus jugadas, adelantarse a las posibles respuestas de su rival sobre el tablero y sondear en un -para ocupar un término caro a la Inteligencia Artificial- espacio del problema, que se multiplica exponencialmente mientras más jugadas se tratan de vislumbrar hacia adelante en el progreso del juego.
Para entender esa lógica de la visualización del espacio del problema, baste pensar en la posición inicial de toda partida de ajedrez. En ella hay 32 piezas, 16 blancas y 16 negras, dispuestas en las dos primeras filas de ocho casilleros cada una. En esta posición las únicas jugadas válidas posibles de salida para las blancas corresponden a movimientos de cualquiera de los ocho peones, que se pueden avanzar de manera vertical -y solo en sus primeros movimientos- uno o dos casilleros hacia adelante, además de los caballos que pueden ir a dos posiciones posibles saltando sobre los peones. ¿Número de posibles salidas en la jugada inicial?: 20.
A eso puede contestar el jugador o la jugadora que lleva las piezas negras con, a su vez, 20 potenciales movimientos análogos.
Lo que por simple combinatoria matemática da que en las dos primeras jugadas, una de las blancas y otra de las negras, la cantidad de potenciales partidas es de 20 x 20, es decir 400 jugadas.
Pero ya para la tercera jugada estas 400 potencialidades han aumentado a alrededor de 8 mil. Y para la cuarta a 160 mil (si se considera un crecimiento exponencial de 20 x 20 x 20 x 20…).
Solo para llegar a lo asombrosamente hondo que es este escalamiento baste decir que, “(e)l número de posiciones diferentes posibles después de sólo 10 movimientos, después de empezar, es de 165 cuatrillones y medio. Es decir, 165.518.829.100.544.000.000.000.000”, como sostiene Xatakaciencia.
Obviamente en este océano insondable de potencialidades el razonamiento de los narradores policiales Poe y Conan Doyle parece del todo sensato: ganaría el jugador con más memoria prospectiva, más que el más perspicaz.
… o una computadora que pudiera manejar un registro con todas las posibles jugadas lo más hacia adelante en el tiempo del juego posible.
Eso fue justamente lo que sostenía que hacía el invento de Wolfgang von Kempelen, un autómata llamado “El Turco”, por su atavío, y que consistía en una “máquina” androide aditada a una mesa de ajedrez que movía las piezas en el tablero y que desde el tercer tercio del siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX se enfrentó a personalidades como Catalina La Grande de Rusia, Napoleón Bonaparte o Benjamín Franklin.
Fue el propio Edgar Allan Poe, que, haciendo eco retroactivo y en un reverso especular de las palabras del actual Magnus Carlsen (“no estaba tenso o incluso concentrado en el juego en posiciones críticas”) se dio cuenta del siguiente detalle:
“Cuando la situación del juego es difícil o compleja, nunca vemos al turco mover la cabeza o los ojos. Únicamente lo hace cuando su movimiento próximo es muy claro, o cuando la partida se encuentra en tales circunstancias que el hombre escondido dentro del autómata no tiene necesidad de reflexionar. Sin embargo, esos movimientos peculiares de la cabeza y de los ojos son movimientos acostumbrados en las personas abstraídas en la meditación, y el ingenioso barón Kempelen habría adaptado tales movimientos (si la máquina fuera una pura máquina) a las ocasiones oportunas para ello; es decir, a los momentos de complejidad. Pero ocurre lo contrario, y esto es un argumento para nuestra suposición de que hay un hombre escondido en el interior. Cuando está sumido en la meditación no tiene tiempo para pensar en mover el mecanismo del autómata mediante el cual mueve la cabeza y los ojos. Sin embargo, cuando el juego es claro tiene tiempo de mirar a todas partes, y así vemos agitarse la cabeza y girar los ojos” (“El jugador de ajedrez de Maelzel” [E. A. Poe: Cuentos cortos completos (traducción de J. Cortázar), Alianza Editorial, Madrid, 2002]).
Finalmente la farsa del jugador de ajedrez de Von Kempelen -luego adquirido por Nepomuk Maelzel- se reveló, haciendo de este uno de los varios misterios policiales que Poe resolvió en vida.
Su idea, sin embargo, de que el ajedrez era sencillamente un problema de “fuerza bruta” de memoria humana o computacional, se desbarató, al menos para los jugadores humanos por el ascenso, en la batalla de las ideas en ajedrez, del enfoque posicional que desarrolló primeramente Wilhelm Steinitz quien a la postre sería el primer campeón mundial del deporte-ciencia (1886-1894). Steinitz sostenía que era la estructura de las piezas en el juego lo que gravitaba en el resultado final más que la capacidad de adelantarse a las jugadas sumergiéndose en el vórtice de la exponencialidad de posibilidades. En particular lo que respectaba a las posiciones de los peones, las debilidades de los alfiles, el retroceso de las piezas hacia líneas cerradas y, por cierto, el equilibrio de fuerzas de las piezas presentes en el tablero a partir de valores para cada una.
La revolución ajedrecística steinitzniana fue uno de los elementos esenciales para los primeros programas computacionales que se programaron para jugar al ajedrez: no se trataba solamente de máquinas que podían procesar muchas más posibilidades del futuro de cada juego que las que podía hacer un humano, sino que de artefactos que disponían de criterios o principios para evaluar la calidad de cada estado de las piezas sobre el tablero: la llamada función de evaluación (“evaluation function”).
Así, los programas no debían perderse en el océano insondable de posibilidades, sino que podar las mismas, lo que empezaría a hacer, aunque no de esta misma manera exactamente Deep Blue a mediados de los noventa.
Haciendo trampa
Los programas computacionales jugadores de ajedrez actuales sobrepasan sobremanera el desempeño humano -teniendo por estado del arte o State of Art, SoA, a AlphaZero o Stockfish- y, en consecuencia resulta muy tentador usar los poderes de estas tecnologías para soplarles jugadas a los jugadores humanos.
Ello sucede más que nada en los ambientes virtuales como juegos en línea, pero también en partidas “cara a cara”. Desde hace un par de lustros se han documentado, registrado y sancionado múltiples casos de Maestros o Grandes Maestros que, habitualmente yendo al baño, han aprovechado de consultar la siguiente jugada con sus celulares. La Razón de España relata uno de los casos más sonados de la siguiente manera:
“Es muy fácil hacer trampa a través de Internet, donde algunos jugadores han sido atrapados usando motores de computadora para ayudarlos a encontrar buenos movimientos. Es más complicado sobre el tablero de manera presencial cara a cara donde los jugadores a menudo son escaneados de antemano en busca de dispositivos eléctricos. Sin embargo, eso no significa que no sea posible. Quizás el caso de más alto perfil haya sido el que involucró a los jugadores franceses Sébastien Feller, Arnaud Hauchard y Cyril Marzolo, quienes fueron declarados culpables de hacer trampa en la Olimpiada de Ajedrez de 2010. El elaborado esquema involucró a Marzolo analizando los juegos de Feller en Internet, antes de enviar sugerencias a Hauchard por SMS. Luego se los transmitió a Feller parapetándose detrás de alguna de las mesas de los otros jugadores en un sistema codificado predefinido, donde cada mesa representaba un movimiento para jugar. En 2019, Feller recibió una sentencia de prisión suspendida de seis meses por su comportamiento”.
Este tipo de situaciones, aunque no necesariamente asesorada por software, sino que a veces por jugadores más avezados, se remonta a todo tipo de juegos de ajedrez a distancia, como el ajedrez por correspondencia, por telégrafo, e incluso por radio.
Una anécdota sobre esto último es la que contó Iván Morovic en 1987. Morovic estaba haciendo un curso en el Club de Ajedrez de Chile, ubicado en Serrano con la Alameda y, entre otras cosas estaba explicando formas curiosas de jugar, como el ajedrez por correspondencia (que permitía partidas que duraban años, entre jugadores de distintos países), el ajedrez por telégrafo, donde a ambos extremos del cable se disponían equipos que se enfrentaban como en el primer juego que se disputó entre Washington y Baltimore en los Estados Unidos en 1844, y, por cierto, el ajedrez por radio, en que radioaficionados de diferentes latitudes se comunicaban mediante ondas HF para avivar disputadas partidas del deporte-ciencia. Morovic contaba que esta manera de juego era particularmente utilizada en las bases antárticas -donde hay que pasar meses matando el tiempo a través de la noche eterna que dura medio año- y que los chilenos de Villa Las Estrellas solían enfrentarse por este medio a los estadounidenses de la base Palmer, 200 kilómetros más al sur. Los chilenos -indicaba Morovic- siempre ganaban en esos juegos. El secreto es que en una línea de radio paralela les pedían ayuda ajedrecística a los rusos de la base Bellingshausen para superar a sus pares norteamericanos. Eso, en plena Guerra Fría y en plena dictadura.
¿Usó Niemann un sistema como estos en sus partidas y en su ascenso meteórico hasta el grado de Gran Maestro?
Todo hace sospechar que sí, toda vez que Hans Niemann ha reconocido que en sus partidas online efectivamente en el pasado se apoyó en la tecnología para ganar algunas o muchas de sus partidas.
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No hizo trampa. Los jugadores
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