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Domingo, 10 de Agosto de 2025
[Análisis económico]

La deuda infinita

Carlos Tromben

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National debt clock. Imagen: Wikimedia Commons.
National debt clock. Imagen: Wikimedia Commons.

Moralizar sobre la deuda pública es un viejo pasatiempo local, pero ésta es el principal activo financiero de bajo riesgo en todo el mundo capitalista. La pregunta es cuándo se tornará inviable.

En febrero de 1989 el empresario inmobiliario Seymour Durst instaló en la Sexta Avenida de Manhattan un letrero de 3 por 8 metros con unas 300 ampolletas que mostraban, en un simulacro de tiempo real, la deuda pública de los Estados Unidos. Ya entonces el extravagante baile numérico iba siempre en aumento y, salvo unas pocas excepciones, no ha parado de hacerlo desde entonces.

Detrás del reloj de la deuda subyace un cierto moralismo crediticio y fiscal, una valoración abstracta de la austeridad y una narrativa de justicia entre generaciones, en el estilo de “¿cuánta deuda le estamos dejando a nuestros hijos?”.

Sin embargo, por más que moralicemos acerca de la deuda pública, por su naturaleza esta llamada a crecer sin un límite claro en el futuro. Así se ha comportado desde hace más de doscientos años, desde que los franceses de 1789 comenzaron a financiar con deuda sus ejércitos revolucionarios. 

La deuda pública crece con el PIB por las necesidades del fisco, pero también con la demanda por activos financieros de bajo riesgo. El fisco rara vez incumple con sus deudas, salvo cuando su gestión es particularmente deficiente. Por ello la deuda es el principal destino del ahorro de las personas, algo así como un edificio a prueba de incendio en el que usted y yo, a través del sistema financiero (AFP, fondos mutuos, etc.) estacionamos el dinero que no usaremos en el presente para gastarlo en el futuro. 

Además, la deuda pública se suele usar como garantía para grandes operaciones financieras. Según el economista portugués Ricardo Reis, de la London School of Economics, la deuda del Estado es como un lubricante del sistema financiero, pues los bancos aceptan bonos de la tesorería como garantía para conceder grandes préstamos privados, los que a su vez se traducen en grandes proyectos de inversión. Lo mismo hace el banco central cuando facilita liquidez de corto plazo a los bancos. 

Ahora bien, hay niveles y niveles de deuda pública. Algunos parecen absurdos y desafían la misma lógica del sistema. La deuda japonesa equivale al 300% del PIB y la estadounidense pronto superará el 100%. Casi todos los países grandes de Europa están en este rango. Llegaron a este nivel después de dos guerras mundiales y varias revoluciones y el envejecimiento masivo de la población.

La narrativa neoliberal sobre la deuda pública plantea la necesidad de cierto decoro en su tasa de reproducción. Para lograrlo importa poco recaudar más en impuestos. Todo se juega en una austeridad centrada en el gasto social (“quieren todo gratis”), porque el gasto militar no se toca dado que es sinónimo de patriotismo y fuente suculenta de contratos.

La deuda pública chilena ha pasado por periodos de aceleración y castidad. La segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado y los primeros diez años de este fueron años de pudor. El país salía de una grave crisis crediticia originada en el sector privado y que debió asumir el fisco. Al cabo de una década era un Estado casi sin deuda. El punto más bajo del ciclo se alcanzó en 2007, durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, cuando la deuda interna en pesos y la deuda externa en dólares sumaron apenas un 3,9% del PIB. Pero todo comenzó a cambiar durante la década pasada. Salieron a la calle los secundarios, los universitarios, los profesores, los jubilados, las zonas de sacrificio.

Comenzó la nueva temporada de terremotos y tsunamis, se empezó a hablar de “la deuda social” y finalmente llegó el COVID. Durante el período se intentaron dos reformas tributarias, una parcialmente revertida y la otra bloqueada por la derecha.

Según las estimaciones de la Dirección de Presupuestos, este año la deuda pública cerrará en 132.269 millones de dólares, equivalentes al 38% del PIB. La mayor parte se compone de bonos en pesos o UF, que son los activos financieros más importantes en las carteras de inversión de las AFP.

Lo notable es que en los últimos diez años el fisco chileno ha seguido colocando deuda con una tasa cupón de 6% a diez años y una tasa de descuento que se mantuvo sistemáticamente por debajo de este porcentaje. Esta última es la que mide el riesgo asignado por los inversionistas y recién con la pandemia se disparó hasta romper su techo de 6% en vísperas de la primera vuelta presidencial de 2021. Pero Super Mario Marcel ha logrado devolverla a los niveles de “normalidad” reduciendo hábilmente el déficit.

Moralizar sobre la deuda pública es un viejo pasatiempo local. Los teólogos de la deuda ponen el grito en el cielo cuando se entregan las últimas cifras (especialmente si el gobierno es de signo progresista). Pero el ritmo ascendente de la deuda pública chilena está a años de rozar siquiera el nivel de los grandes deudores soberanos. 

Que el crecimiento de la deuda es insoslayable nos obliga a pensar también en sus límites. ¿Qué pasará con la deuda si la población humana se estabiliza a fines de este siglo en once mil millones de personas? ¿Veremos deudas del 500% del PIB en Japón, un país al borde del colapso demográfico? Lo más probable es que al reloj de la deuda haya que agregarle un dígito más y que el 1% más rico siga atrincherado en su torre de cristal, negándose a contribuir con impuestos a un crecimiento moderado de la deuda y defendiendo “con mano ajena” la vieja narrativa de la austeridad fiscal.

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Creo que el 1% contribuirá cuando ya de lo mismo. Cuando se den cuenta que no tienen otro planeta a donde ir.

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