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Miércoles, 30 de Julio de 2025
[Republicación]

Por qué no habrá una nueva gran ola migratoria venezolana

Víctor Herrero A.

En marzo recorrí durante dos semanas gran parte de Venezuela. Lo que vi me hace creer que, pese a la dudosa reelección de Nicolás Maduro, no habrá un nuevo éxodo, al menos masivo, desde Venezuela.

Son pasadas las 11 de la noche del viernes 19 de abril y en la Plaza de Armas de Piura, en el norte de Perú, sólo queda un grupo de unas 15 personas con sus mochilas y maletas. La mayoría son niños e incluso bebés, y los cuatro o cinco adultos son jóvenes, tal vez el mayor tenga 30 años.

A simple vista sé que se trata de migrantes venezolanos. He visto grupos como estos en decenas de pueblos, ciudades y las carreteras sudamericanas durante un viaje de más de cuatro meses que realicé por el continente entre diciembre de 2023 y mayo de este año, con el motivo de un libro de crónicas que será publicado en los próximos meses por editorial Planeta

Los migrantes están en Colombia, Ecuador y Perú, y también en Brasil y, en menos medida en el norte de Argentina.

Me acerco a ellos y conversamos. No se dirigen hacia el sur, sino al norte. Me dicen que llevan casi dos meses caminando, desde Santiago de Chile. Pero su destino no es Estados Unidos, vía el peligroso estrecho del Darién en Panamá, sino Venezuela. “No hay trabajo y nadie nos quiere tener, nos discriminan, piensan que somos delincuentes”, dice Roberto, uno de los adultos. “Así que vamos de vuelta a Venezuela”, afirma. “Nos cuentan que las cosas ya no están tan malas”.

Estas posiciones alarmistas contienen, a mi juicio, una falencia: la masiva salida de venezolanos durante los últimos años no se ha debido, salvo excepciones, a temas políticos, sino que a la catastrófica situación económica de ese país.

Ciertamente, los venezolanos que en los últimos meses han emprendido la vuelta su país apenas es un hilito de agua comparado con el dique que comenzó a romperse hace poco más de una década y que ha llevado a casi ocho millones de habitantes de ese país a abandonar su patria según datos de la ONU.

Pero dentro de ese grupo de retornados no sólo figuran familias pobres como las que vi en Piura -o en San Gil en Colombia, donde el municipio cortó el libre acceso a Internet en la plaza principal porque se reunían cientos de familias venezolanas en ese lugar- sino también familias de clase media que dejaron su país hace 5, 10 o 15 años y han emprendido el viaje de vuelta.

La gran crisis diplomática y política que ha generado la dudosa reelección de Nicolás Maduro el domingo pasado ha revivido los fantasmas de una nueva gran ola migratoria venezolana. 

La ministra del Interior Carolina Tohá afirmó hace dos días que  “la ola migratoria no se ha detenido en ningún minuto (…) ciertamente hay una preocupación de que esto se pueda intensificar y para eso tenemos que prepararnos”.

En Perú han sonado las mismas alarmas, con analistas como Francisco Belaúnde afirmando que dada la crisis política en Venezuela “al menos el 5% de la actual población venezolana [es decir, más de un millón de personas] se verá obligada a dejar sus tierras para migrar, y entre esos lugares estará el Perú”.

La infraestructura energética en suelo venezolano no ha tenido mejoras en años, y los apagones a partir de las ocho de la tarde son algo común en casi todo el país, con excepción de Caracas. El embargo ha sido mitigado por los buenos negocios entre Venezuela con Rusia, Irán y China, además del reciente acercamiento de Estados Unidos para reactivar el comercio petrolero entre ambos países. La situación económica, aunque mala, ya no es la debacle de hace algunos años.

Sin embargo, estas posiciones alarmistas contienen, a mi juicio, una falencia: la masiva salida de venezolanos durante los últimos años no se ha debido, salvo excepciones, a temas políticos, sino que a la catastrófica situación económica de ese país. La mala gestión económica de las autoridades, la rampante corrupción existente en filas de la ‘burguesía bolivariana’ y las fuertes sanciones internacionales llevaron a una hiperinflación sin precedentes en la región y a un empobrecimiento generalizado del país.

La infraestructura energética en suelo venezolano no ha tenido mejoras en años, y los apagones a partir de las ocho de la tarde son algo común en casi todo el país, con excepción de Caracas. El embargo ha sido mitigado por los buenos negocios entre Venezuela con Rusia, Irán y China, además del reciente acercamiento de Estados Unidos para reactivar el comercio petrolero entre ambos países. La situación económica, aunque mala, ya no es la debacle de hace algunos años.

Es más, debido a los millones de venezolanos que viven en el extranjero, mucho de los cuales mes a mes envían dólares a sus familiares, las remesas en la divisa estadounidense han reactivado en algo el consumo interno en ese país. Eso no sólo ha llevado a que, en los hechos, el dólar sea la moneda “oficial” de ese país, sino que a encarecer muchos productos de consumo. En mi experiencia, comer un pescado en la costa caribeña o disfrutar de un ‘caldo llanero’ en Barinas era igual o más caro que los platos similares en Chile.

“Amo Venezuela”

Los países sudamericanos, unos más, otros menos, vienen absorbiendo lo que muchos analistas consideran el mayor desplazamiento humano en la historia reciente del continente americano. Hace unos años, este éxodo fue utilizado con éxito por muchos políticos de la derecha regional como un arma electoral en sus disputas internas. Sin ir más lejos, la campaña presidencial de Sebastián Piñera en 2017 tuvo como uno de sus ejes evitar un “Chilezuela”, insinuando que un gobierno de centro izquierda en Chile podría generar un caos similar al del chavismo en Venezuela.

De lo mismo se aprovecharon Iván Duque en Colombia, Jair Bolsonaro en Brasil e incluso la reciente campaña de Javier Milei en Argentina. Y, al revés, sectores de la izquierda latinoamericana -como el Partido Comunista chileno- han visto en la defensa del gobierno de Maduro un acto de soberanía , autodeterminación e independencia frente al gran poder, léase Estados Unidos, que siempre ha tratado de sabotear por las malas más que por las buenas el proceso bolivariano iniciado por Hugo Chávez hace un cuarto de siglo.

El fallido golpe de Estado en contra de Chávez en 2002, o el reconocimiento de muchos países, incluyendo la Unión Europea, de Juan Guaidó como Presidente paralelo es algo que da credibilidad a las acusaciones de “intromisión” que ha esbozado y continúa alegando Caracas. 

Ayer en la noche, el secretario de Estado de Washington, Antony Blinken, afirmó que su país iba a reconocer a Edmundo González como nuevo mandatario de Venezuela dada la “contundente evidencia” de su victoria electoral, reviviendo el escenario de 2019 y, de paso, entregando argumentos a la posición de Maduro de una intervención electoral orquestada desde Washington y gobiernos regionales afines, como el de Gabriel Boric en Chile.

El fallido golpe de Estado en contra de Chávez en 2002, o el reconocimiento de muchos países, incluyendo la Unión Europea, de Juan Guaidó como Presidente paralelo es algo que da credibilidad a las acusaciones de “intromisión” que ha esbozado y continúa alegando Caracas. 

El problema es que todos estos grandes análisis poco le importan a la mayoría de los 20 millones de venezolanos que siguen en su país.  “Sabemos que los venezolanos somos mal vistos en todos lados”, me dijo Roberto en Perú.

Y lo mismo lo saben cientos de miles de venezolanos, desde Santa Elena de Uairén, en el extremo sur del país, a Puerto Ordaz, Playa Colorada y San Cristóbal.

Camino a Puerto Ordaz -una ciudad rica que ahora está casi desértica- conocí a Joselo, un pequeño ganadero, que tiene vacas lecheras y se dedica a hacer quesos artesanales. “Yo amo Venezuela”, me dice. “He pensado en irme, pero la verdad es que no lo haré, porque si bien las cosas no están tan buenas, tampoco están ya tan mal”.

Dos días y unos 400 kilómetros después conozco a la señora Lilly, que en medio de un camino secundario tiene un puesto de café. Lo sirve con azúcar, pero cuando le digo que lo tomo sin endulzante alguno, se dispone a prepararme uno nuevo. Conversamos de la vida y del amor, porque me pregunta si tengo esposa. Le digo que sí, y en broma le agrego: “O eso creo, porque ya llevo más de dos meses de viaje”. Ella me mira con cara seria y me dice: “Mire joven, si hay amor, una mujer espera”.

Después me pregunta si volveré por ahí en mi viaje de retorno y le digo que no, que ello es poco probable. “Bueno, uno nunca sabe, si vuelve, pare aquí y lo invito a un café. Porque yo estaré aquí, no me voy, todos se van, pero yo no me voy porque amo Venezuela”.

Unos días después llego a una aldea costera del Caribe venezolano. Ahí conocí a Rubén, un pescador de 34 años, con quien pasamos dos días juntos. Bromea que Venezuela es especial porque “tenemos al único maduro que nunca se pudre”. Y algo más serio me comenta: “Éramos un país rico, pero no lo sabíamos”.

Durante mi viaje por Venezuela no me encontré con nadie que defendiera el gobierno de Maduro. Pero tampoco con nadie que enarbolara a la oposición. “Esos son iguales o peores”, me comentó un funcionario de aduana que no ocultaba su desdén por el actual régimen. “Son políticos y sólo les importa su propio bien, no el de los venezolanos” me dijo.

Su hermano Jonás salió del país y estuvo unos años viviendo y trabajando en la Amazonía peruana. Volvió a Venezuela, pero ahora, esto es en marzo, está pensando en irse a Brasil con su esposa. “Ahí todavía no tenemos [los venezolanos] tan mala fama y dicen que hay trabajo”. 

Unas semanas antes había atravesado la Amazonía brasileña y efectivamente me encontré con muchos venezolanos. Sus trabajos eran desde camareros en un bar de Manaos a cuidador de una estación de buses semi desértica en un pueblo perdido del norte brasileño.

Rubén vive con su hija menor y con su novia, y cuida una casa de una familia que se fue a Chile hace 9 años. No paga arriendo, y el dueño le envía, cuando puede, unos 50 o 100 dólares al mes. Su hija mayor vive con su ex pareja en Bogotá, donde ella se emparejó con un policía colombiano.

“¿No has pensado en irte del país?”, le pregunto una noche, mientras nos tomamos unas cervezas. Su respuesta es inmediata: “No”. Y después de unos segundos en silencio, me dice: “Yo no me voy de mi país, menos para que humillen afuera”.

‘Todos los políticos son iguales’

Durante mi viaje por Venezuela no me encontré con nadie que defendiera el gobierno de Maduro. Pero tampoco con nadie que enarbolara a la oposición. “Esos son iguales o peores”, me comentó un funcionario de aduana que no ocultaba su desdén por el actual régimen. “Son políticos y sólo les importa su propio bien, no el de los venezolanos” me dijo.

Cuando le pregunté si votaría en las próximas presidenciales y por quien, no dudó: “Cualquier cosa es mejor que Maduro”. Cuando le pregunté si estaría dispuesto a ir a protestar en caso de que considerara que hubiera un fraude electoral, también fue veloz: “No”. “¿Por qué?”, inquirí. “Porque para la oposición también es un negocio ser oposición”.

Cuando le pregunté a un funcionario si votaría en las próximas presidenciales y por quien, no dudó: “Cualquier cosa es mejor que Maduro”. Cuando le pregunté si estaría dispuesto a ir a protestar en caso de que considerara que hubiera un fraude electoral, también fue veloz: “No”. “¿Por qué?”, inquirí. “Porque para la oposición también es un negocio ser oposición”.

No le pregunté más y nos dedicamos a hablar de otras cosas.

Ayer la candidata en las sombras de la oposición venezolana en estas elecciones, María Corina Machado, publicó una columna de opinión en The Wall Street Journal, donde decía temer por su vida. El día de las elecciones, el domingo pasado, publicó una columna en The New York Times afirmando que su triunfo estaba asegurado.

En estos días no he vuelto hablar con los muchos venezolanos que conocí durante mi viaje. Pero, de alguna manera, estoy seguro que esos gestos de la líder opositora les viene a reafirmar que, al final del día, los políticos se salvan a sí mismo, pero el pueblo tiene que seguir adelante… para bien o para mal.

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