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Jueves, 21 de Agosto de 2025
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Putas y cafiolos

Osvaldo Soriano

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Osvaldo Soriano
Osvaldo Soriano

Este artículo fue publicado en Página 12 en noviembre de 1991 y fue parte de la serie Historia de autores y editores. Osvaldo Soriano fue un popular escritor y periodista argentino que murió en 1997. 

Ernest Hemingway escribió en 1931 un consejo a mi hijo en el que le recomienda "nunca te cases con las putas, nunca pagues a un chantajista, nunca vayas con la ley, nunca confíes en un editor o dormirás sobre la paja". 

Son tantos los escritores burlados y ofendidos que parece un milagro verlos de la mano del editor en esas patéticas ceremonias que son las presentaciones de libros. Ahí puede apreciarse la debilidad del infeliz: su ego se infla y las mejillas se le colorean porque al fin el país va a conocer su obra maestra. La pedantería es un pecado que el editor nunca comete. 

El más afortunado de los autores argentinos puede ganar un promedio de cuatro o cinco mil dólares anuales de derechos de autor (la gran mayoría no saca nada) cuando hay algunas editoriales que en el mismo plazo facturan tres millones y medio de dólares. Por supuesto, un escritor sólo tiene cuatro o cinco títulos propios mientras un editor –un grande– tiene tres mil ajenos. 

El autor más estafado en los años de plomo ha sido el puntilloso general Alejandro Lanusse, según cuenta el editor Arturo Peña Lillo en sus Memorias de papel. Los mellizos y el pirata de mi anécdota no habían aparecido todavía cuando la Editorial Lasserre publicó Mi testimonio, un libro que arrancó como el best-seller de 1977. "El manejo de dicho libro fue tan escandaloso –escribe Peña Lillo– como delictivo. El gerente, en su afán de exprimir al máximo el negocio, estafó a cuantos participaron: desde los papeleros, distribuidores e imprenteros al mismo autor. De ahí en más desapareció definitivamente Lasserre." 

Una editorial que se atreve con un general-caudillo (aunque esté en retiro), en tiempo de dictadura, muestra que la corporación es sólida y a prueba de balas. Con gente así hay que tener el ojo atento y sonreír lo menos posible. Casi todos detestan a los autores que frecuentan abogados y cuando se les habla de dinero, como advertía Chandler, ellos se ponen a hablar de literatura. Sólo el demonio sabe con qué software cargan sus computadoras porque cuando se equivocan en los números siempre es a favor de la casa. 

El consejo de Hemingway a su hijo Bumby vale para todos los editores del mundo. Hubo un tiempo en que los infelices que publicábamos en España creíamos que el único capaz de cobrar derechos de autor era García Márquez. Por lo general, el autor gana el diez por ciento del precio de tapa de un libro pagadero cada cuatro, siete o trece meses. Sin indexación ni costo de vida. Menos que eso si se trata de su primera publicación o si es muy tonto, y el doce o el catorce por ciento si sus libros se venden por toneladas. 

Hay una elite del dieciséis por ciento y en Europa se puede alcanzar hasta un 25 por ciento, como Herman Hesse en Alemania. Simenon, que llegó a vender más que la Biblia, compartía al cincuenta por ciento los beneficios de Gallimard. Ignoro cuál es el porcentaje de García Márquez pero, cada vez que uno de nosotros se lo cruzaba por el mundo, lloraba sobre su hombro y clamaba justicia. Garcia Márquez, que ahora (1991) se desplaza en un discreto BMW, sabe muy bien lo que es ser pobre, estafado y humillado. 

Lo cierto es que en 1981, al firmar contrato con Bruguera de España para la publicación de Crónica de una muerte anunciada, García Márquez exigió que todas las víctimas de la editorial cobraran al mismo tiempo que él. No me acuerdo bien si el cheque que yo recibí pasaba los cuatrocientos o quinientos dólares, pero me sacaba de un apuro en aquel año de estrecheces parisinas que alguien, en Buenos Aires, calificó de "exilio dorado".

Uno de los primeros autores que ganó un dineral con su imaginación fue Alejandro Dumas. El padre y después el hijo compraron castillos, mujeres y sirvientes con sus heroicos mosqueteros y sus inolvidables damas de camelias. Pero los Dumas eran profesionales singulares: convirtieron a su ávido editor en un socio minoritario y, como el tiempo no les alcanzaba para escribir todo lo que tenían en mente, alquilaron a otros oscuros escritores para que redactaran los primeros borradores de sus novelas populares. A pasos de la tumba de Dumas padre, en el cementerio Pére Lachaise de París, hay un monolito que los amigos dedicaron a esos "colaboradores" anónimos. 

Entre los más infelices de los escritores fundamentales está Franz Kafka. La oficina donde trabajaba para ganarse la vida le quitaba lo mejor de su tiempo y su ánimo. 

Siegsfried Unseld, actual director de la Suhrkamp de Alemania, supone que Kurt Wolff, el editor de Kafka, ha sido responsable de que la humanidad sólo haya heredado obras inconclusas. El 27 de julio de 1917 Kafka escribía a Wolff para decirle que tenía la esperanza de dejar su empleo y mudarse a Berlín. "Me angustia –a mí o a ese funcionario que llevo dentro, lo que para el caso es lo mismo– ese tiempo futuro; sólo espero que usted, estimado señor Wolff, no me abandone del todo, suponiendo naturalmente que yo merezca su apoyo. Una palabra suya sobre este tema, en este momento, significaría mucho para mí en toda esta incertidumbre presente y futura," Wolff le responde: "Apenas hay dos o tres (escritores) con los que me une un lazo tan apasionadamente fuerte como con usted y su obra". 

Mucho cariño pero nada de plata, que era lo que Kafka necesitaba para salir de su encierro. Wolff publicó Consideración, que fue un fracaso (258 ejemplares vendidos el primer año), y no apostó por el oficinista de Praga. En 1922, avergonzado por su propia mezquindad e intrigado por el silencio de Kafka, que le había hablado de La metamorfosis, quiso acercarse al escritor y le mandó de regalo un paquete de libros "como expresión de nuestra voluntad de desagravio". 

La última, patética correspondencia es una tarjeta postal de Kafka, enviada el último día de 1923, seis meses antes de su muerte: "A la muy estimada editorial: ¿Serían ustedes tan amables de investigar qué es lo que ha sucedido con el paquete? Les saluda atentamente, F. Kafka". 

Pero hay que reconocer que el sacrificio mayor de los editores consiste en tratar a diario con los escritores, que son los seres más desagradables, insolentes y arrogantes de la tierra. Raymond Chandler compadecía a Hammish Hamilton, su editor londinense, que le anunciaba una gira para visitar a los autores de la casa: "Un solo escritor me dejaría agotado por una semana. Y usted se liga uno con cada comida. Hay algunas cosas de la tarea editorial que me gustaría hacer, pero tener que vérmelas con escritores no seria una de ellas. Hay que mimarles mucho el ego. Llevan una vida excesivamente tensa, en la que se sacrifica demasiada humanidad para tan poco arte".

En Estados Unidos, donde es normal que los autores cobren todos los libros vendidos y, en muchos casos, los que se venderán en los diez años siguientes, Scott Fitzgerald llegó a recibir tres mil dólares de los años veinte (por lo menos treinta mil de hoy) por cada -cuento publicado en revistas de lujo. Le regaló un Rolls Royce a su esposa Zelda y los dos se bañaban en la fuente del hotel Waldorf Astoria en los días en que Carlos Gardel se alojaba allí y conquistaba a las rubias de New York. 

Los primeros años, mientras Scott simbolizaba la era del jazz, fueron fenomenales. Pero en 1925 El gran Gatsby fue un fracaso comercial (sólo 25 mil ejemplares de movida) y todo se vino abajo. Un año después, Scott escribía a Scribner: "Siempre seré su deudor por la bondad y confianza inalterables y por la atención que usted me ha brindado pese a mis múltiples exigencias. Ni una sola vez se me ha recordado mi deuda con la Editorial, aun cuando a veces llegó a los cuatro mil dólares sin que usted tuviera la esperanza de publicar un libro mío en un futuro cercano". 

La inversión de la Editorial fue, a término, muy rentable: los libros de Scott Fitzgerald se vendieron mucho más después de su muerte, cuando se convirtió en un clásico norteamericano. Pero, ¿cómo descubrir un clásico antes de que lo sea? ¿Cómo formular un rechazo que no lastime la vanidad del escritor que cree, siempre, haber entregado una obra cumbre? 

A principios de siglo, Gaston Gallimard inventó las fórmulas "demasiado literario", "su libro no entra en el marco de nuestras colecciones", y otra más convincente todavía: "Mi hermano Claude se opone a la publicación". 

Gallimard recordaba un famoso incidente entre Pierre- Victor Stock y el escritor Georges Darien. El editor le rechazó un libro con palabras desdeñosas y al día siguiente Darien le mandó una certificada que decía: "Señor Stock: He recibido su carta y ésta es mi respuesta: si no publica mi novela para octubre próximo, lo mataré (...) Usted es libre de hacer lo que más le convenga, honesta o deshonestamente. Espero hasta octubre. Si entonces mi novela no ha sido publicada, lo ejecutaré". 

Stock contestó con un insulto ("¡merde!") y cuando llegó octubre Darien se presentó en la editorial armado con un hacha. El editor alcanzó a escapar por la ventana mientras el novelista demolía todos los muebles de la oficina. De ese incidente Gallimard sacó algunas conclusiones que en 1911 dictaba a su secretaria: "Un escritor casi nunca es un hombre. Es una hembra a la que hay que pagar sabiendo que siempre estará dispuesta a ofrecerse a otro. Es una puta".

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Interesante lo de soriano

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