Mañana Chile vota, pero no es una elección entre proyectos, sino un casting entre el malo y el menos malo. Ambos manejados por el que será el verdadero presidente: Chadwick o Vidal.
Los dos candidatos llegan golpeados, desordenados, mal asesorados y con campañas que parecen escritas por enemigos internos. Errores diarios, frases mal medidas, mentiras recicladas y rectificaciones que ya ni sorprenden.
Las asesorías han sido tan torpes que uno podría pensar que existe un sabotaje interno permanente. Cada aparición pública termina siendo una oportunidad perdida, un tropiezo nuevo, un incendio más que apagar.
Pero el problema real no es quién gane mañana, sino quién gobernará cuando se apaguen los focos. Porque en esta elección el poder no usa banda presidencial: usa pasillos, teléfonos y operadores históricos.
En el caso de Kast, nadie en la política duda que el verdadero presidente será Andrés Chadwick, el verdadero jefe, el cerebro, el que conoce cada atajo del Estado y cada tecla que hay que presionar. Tal como lo hizo en los dos gobiernos de Sebastián Piñera.
Kast podrá firmar los decretos, pero Chadwick sabría exactamente cuándo apretar, a quién sacrificar y qué crisis usar para disciplinar al resto. El alumno aplica, el operador decide.
El candidato pone la cara, el operador pone el poder. Uno habla de orden, el otro sabe cómo se impone. Uno promete, el otro ejecuta. Y así funciona el teatro del gobierno real.
Del otro lado, Jara tampoco estaría solo. Allí el fantasma no se esconde demasiado: Francisco Vidal vuelve a aparecer como el arquitecto invisible, el experto en apagar incendios con bencina comunicacional.
Vidal no necesita ministerio para mandar. Le basta una oficina discreta, un par de teléfonos activos y un oído fino para saber cuándo intervenir y cuándo dejar caer a alguien.
Chile no estaría eligiendo entre Kast y Jara, sino entre dos viejos titiriteros que ya conocen de memoria el libreto del poder. Cambian los rostros, no cambian las manos.
Mientras los candidatos se tropiezan con sus propias palabras, los verdaderos estrategas esperan cómodos. El error ajeno también es una forma de control: cuanto más débil el rostro, más fuerte el operador.
Esta elección desnuda una verdad incómoda: la política chilena sigue funcionando con pilotos automáticos, con nombres que nunca se van, con apellidos que siempre vuelven.
El ciudadano vota creyendo que define el rumbo, pero intuye que la ruta ya viene marcada. La sensación no es de decisión, sino de administración del daño.
No se enfrentan ideas, se enfrentan estructuras. No chocan programas, chocan redes de poder. El discurso es apenas la escenografía.
Mañana Chile elegirá presidente, sí. Pero el lunes empezará la verdadera administración del país, esa donde no mandan los candidatos, sino quienes nunca aparecen en la papeleta.
Porque en esta elección, más que escoger un futuro, Chile parece condenado a confirmar quién mueve otra vez los hilos, y son los de siempre: Chadwick y Vidal.







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