Si hay que elegir una escena en particular de Rubia (Andrew Dominik, 2022) que condense lo esencial de sus conflictos, es un lento alejamiento de cámara, con Norma Jeane Mortenson (Ana de Armas) mirando desolada a su persona pública –conocida universalmente como Marilyn Monroe– en el cine donde se proyecta Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1953).
La toma frontal del rostro de Norma Jeane está puesto al centro del plano, rodeado de otros rostros, sonrientes o lascivos, que contemplan en la pantalla a Marilyn Monroe consagrándose como un símbolo sexual obscenamente rentable. Entre esa multitud, Norma Jeane está desesperadamente sola; rodeada de chacales, por un lado, y enfrentándose a la presencia gigante de ella misma convertida en una extraña y eventualmente en una enemiga. Un inesperado y diáfano ejemplo del concepto de “enajenación”.
Sin embargo –y por dolorosa que sea– esta escena está lejos, muy lejos, de ser lo más terrible que sucede en esta película.
Hay que aclarar que Rubia no es una biografía sino la versión fílmica de la novela homónima de Joyce Carol Oates, donde Norma Jeane/Marilyn y su tragedia son una construcción a partir de hechos reales y de otros ficticios (o no demostrables). Los escultores de esta tragedia son principalmente hombres: el mitológico padre ausente, el productor Darril Zanuck, los hijos de Chaplin y Edward G. Robinson, el beisbolista Joe DiMaggio, el escritor Arthur Miller o el presidente John Kennedy. Donde estos tres últimos figuran en los créditos como “el atleta”, “el dramaturgo” y “el presidente”. Como si fueran arquetipos o personajes de una fábula.
Hay que aclarar que Rubia no es una biografía sino la versión fílmica de la novela homónima de Joyce Carol Oates, donde Norma Jeane/Marilyn y su tragedia son una construcción a partir de hechos reales y de otros ficticios (o no demostrables).
Ellos y más personajes desfilan por la vida de la protagonista en una secuencia cronológica ininterrumpida, donde el sonido de la escena que viene irrumpe en aquella que estamos viendo, reproduciendo la lógica caótica y fluida en que las imágenes mentales aparecen y se esfuman en los sueños. También en los malos sueños. O también en las pesadillas, como esta.
No es fácil ver Rubia. O para ser más exactos, no es agradable. Simultáneamente se nos aparecen los esfuerzos exitosos de Ana de Armas de moldear su rostro para reconstruir los gestos, muecas y sonrisas que Marilyn Monroe convirtió en postales y souvenirs del Siglo XX; y paralelamente la película despliega sobre su protagonista un perverso abanico de formas de violencia, desde el machismo tradicional esperable de un hombre de familia italiano, pasando por la anulación de identidad, la mera depredación sexual y un largo y paciente ejercicio de crueldad, de esos que Nabokov se solazaba en concebir y escribir.
Norma Jeane es, entonces, una víctima. Lo es desde el principio, de una madre mentalmente trastornada y del vacío paternal, del cual se aprovecharon muchos mientras que otros quisieron subsanarlo de buena fe… pero con resultados igualmente desastrosos.
Sí, Norma Jeane es una víctima, pero no es solo eso. Es una mujer talentosa, inteligente e intuitiva, como lo revela la conversación telefónica con su agente acerca del justo pago por su trabajo, o la estupenda escena con el dramaturgo (Adrien Brody), donde se construye la complicidad de ambos para llenar el vacío de una mujer muerta… y de un padre ausente.
La dimensión personal de esta tragedia es situada –algo escuetamente, eso sí– en una dimensión pública, con foco en el medio artístico en que se desenvolvió Norma Jeane y el siglo que le tocó en suerte.
Sin embargo, estas escenas son tan importantes como escasas; puestas ahí para que la tragedia que se despliega en pantalla no anule del todo a su protagonista, como sí ocurrió en la vida real. ¿Resulta así? No del todo, la impresión resultante sigue siendo la de una masacre sistemática y conducente a un final predecible y conocido por todos, el que supuestamente se desea explicar.
Ahora bien, si en líneas gruesas el devenir de la vida de Norma Jeane no debería sorprender a nadie, la película busca compensarlo con los pormenores sórdidos ya mencionados y también con cierta subjetivación de la mirada, apelando a los más variados recursos visuales: la alternancia entre el blanco y negro y el color, las cámaras lentas, las tomas cenitales o la alteración de la razón de aspecto, ensanchando o comprimiendo la pantalla. Lo que vemos en pantalla parece ajustarse y reiniciarse permanentemente, suscitando a la vez sorpresa y empatía por la vida rota y fragmentada que se nos presenta.
La dimensión personal de esta tragedia es situada –algo escuetamente, eso sí– en una dimensión pública, con foco en el medio artístico en que se desenvolvió Norma Jeane y el siglo que le tocó en suerte. Su despegue cinematográfico coincidió con su aparición en la primera portada de Playboy, por lo que se convirtió en un icono de la revolución sexual de los 60, un icono que se vendía literalmente enlatado y separado de la persona real que lo sostenía. Esto no le ocurría a las estrellas del teatro como Sarah Bernhardt, pues su arte y su persona se percibían en vivo como una sola cosa, y con mayor razón cuando la persona real recibía la ovación del público una vez bajado el telón.
Norma Jeane, en cambio, trabajaba para un industria que le demandaba producir en serie una versión de ella misma que la audiencia tomaba por real, pues lo único que veían de ella eran las películas mismas y la máquina publicitaria de los estudios que reforzaban el estereotipo y reforzaban el deseo.
Cuesta olvidar la terrorífica escena en que Norma Jean ingresa al estreno de Una Eva y dos Adanes (Billy Wilder, 1959) rodeada de una jauría vociferante de hombres blancos (casi no hay personas de color en esta película) y deformados a quienes la actriz debe saludar y decir “los amo”. La música –en esta escena y en todas las demás– no pretende asimilarse a la época sino todo lo contrario: se distancia de ella para juzgar y condenar a la cultura de masas del Siglo XX por el trato que dio a una de sus más connotadas víctimas sacrificiales.
Andrew Dominik, realizador de esta película, se ha ganado un merecido prestigio a partir de una breve pero contundente filmografía –Chopper (2000), El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) y Mátalos suavemente (2012)–, el que sin embargo ha puesto en riesgo al meterse con el mito de Marilyn de la manera en que ha hecho. Es decir, usando la ficción para denunciar el maltrato –a Norma Jeane y a todas las demás– en una película que se parece demasiado a un acto de maltrato. Aunque sepamos que no lo es ni quiere serlo.
Acerca de…
Título original: Blonde (2022)
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirigida por: Andrew Dominik
Duración: 166 minutos
Se puede ver en: Netflix
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