Durante cinco años, el actor y comediante inglés Ricky Gervais fue anfitrión en la ceremonia de entrega de los Globos de Oro, donde no perdió ocasión de ridiculizar a la prensa extranjera en Hollywood –organizadora de los premios–, a los moguls de la industria, a los directores y principalmente a las “estrellas”, por lo que son y por lo que encarnan.
Bueno, Gervais es también una estrella desde hace al menos dos décadas, cuando junto a Stephen Merchant creó, escribió y dirigió The Office, y la protagonizó además, regalando un nuevo y detestable tipo humano a este sufrido mundo. Sí, Gervais es una estrella, pero sus monólogos como anfitrión insultante, o en el stand-up, revelan una profunda incomodidad con tal condición y con la adopción del privilegio como un hecho que inevitablemente cambiará su forma de mirar y de habitar el mundo.
La obra de Gervais, entonces, se puede entender como una herramienta de combate –o el resultado de este– entre un hombre de origen modesto y el estatus actual que sus talentos múltiples le han otorgado. Y digámoslo, el combate no ha hecho más que radicalizarse.
After Life, por ejemplo, es un acto de imaginación consistente en concebirse a sí mismo con otro nombre –Tony Johnson–, con otra profesión –periodista de un diario local, en vez de “estrella”– y con otra situación civil: “viudo” en vez de “casado”. En ambos casos sin hijos de por medio.
El reciente fallecimiento de la esposa de Tony (Kerry Godliman) –que le habla a través de videos con el cariño y la autoridad que se le atribuyen a dios– lo tiene sumergido en una crisis de ideación suicida crónica que no le interesa disimular.
Así, la serie empieza a construirse desde esta figura enclaustrada por el dolor que, sin embargo, está obligada a convivir con otros, que cargan con sus propios infiernos, y cuyo conocimiento ejerce sobre él un efecto semejante al de la terapia.
De hecho, Tony ya tiene un terapeuta (Paul Kaye) –profesionalmente negligente, políticamente fascista–, que por suerte no tiene ninguna influencia sobre su paciente, pero que al menos le da el espacio para que verbalice su alienación de su entorno y de la vida en general. La verdadera terapia viene de otros lados.
La serie empieza a construirse desde esta figura enclaustrada por el dolor que, sin embargo, está obligada a convivir con otros, que cargan con sus propios infiernos, y cuyo conocimiento ejerce sobre él un efecto semejante al de la terapia.
Las conversaciones con la viuda Anne (Penelope Wilton) ante la tumba de su mujer – brillantemente escritas para condensar profundidad e ingenio– le muestran una posible salida para su situación.
En su trabajo reporteando noticias extrañas y ridículas dentro de Tambury (idílico y ficticio pueblo primermundista, donde todo funciona menos la gente), conoce a personas más dañadas, solas y enajenadas que él. Lo que ya es mucho decir.
La sala de redacción de su periódico –una caterva de perdedores, en sus propias palabras– es más propensa a la autoayuda que a la productividad, pero también sirve para que Tony se mire en espejos más rotos que el suyo, y los trate de reparar. En la medida de lo posible.
El asilo donde reside su padre con demencia le permite conocer a Emma (Ashley Jensen), una enfermera que lo saca del marasmo y le permite vislumbrar algo parecido a un futuro.
En todas estas instancias, la modulación entre la comedia y el drama es desigual e impredecible, donde el hilaridad puede provenir del mero ingenio de Tony, de lo grotesco de ciertos personajes o del absurdo de ciertas situaciones. La comedia es una posibilidad, o más bien muchas posibilidades que pueden aparecer o no, tal como ocurre en la vida que llevamos todos, todos los días. Lo mismo se puede decir de la violencia, y también de la muerte.
Porque además de ser terapéutica, esta serie es fúnebre. La muerte es una posibilidad y es una certeza; es una sombra ancha que a la larga enseña a vivir si se presta suficiente atención.
Gervais ya lo sabía cuando escribió, dirigió y protagonizó Derek (2012-2014), su primera serie sin Stephen Merchant, y que marcó un cambio de rumbo en su carrera. Al punto de que su actual compañía productora se llama Derek.
La sala de redacción de su periódico –una caterva de perdedores, en sus propias palabras– es más propensa a la autoayuda que a la productividad, pero también sirve para que Tony se mire en espejos más rotos que el suyo, y los trate de reparar. En la medida de lo posible.
Este personaje tiene autismo y trabaja como voluntario en un asilo de ancianos que apenas se financia. Su simple gentileza lo convierte en el centro espiritual –y absolutamente inconsciente de ello– de una comunidad de descartados por la sociedad, la que sin embargo funciona como un pequeño edén donde ocurren pequeños milagros. Y donde los ancianos esperan gentilmente la muerte, lejos de la idiotez y la mezquindad que de cuando en cuando se asoman y tratan de entrar.
El formato de reality –asumiendo que siempre hay una cámara mirando, y con entrevistas individuales– permitía que Derek y sus amigos establecieran una complicidad con el espectador, mientras aprendían a lidiar con la muerte a medida que los residentes se iban apagando.
After Life, en cambio, no es un reality. Es una serie más convencional, aunque no necesariamente más fría. A medida que pasan las temporadas, y que Tony progresa y tiene sus recaídas, lentamente el peso del asunto se desplaza desde su tormento hacia los tormentos ajenos, los que van aumentando porque aumentan los personajes –interpretados por actores que ya estuvieron en Derek– y aumenta también el tiempo que se les dedica.
Dicho en otras palabras, la serie comienza desplegándose engañosamente como una terapia para Tony, pero lo que realmente se está cocinando es la conformación, o restauración más bien, de una comunidad en su versión más amable. Donde la gente se ayuda más y se vigila menos; donde la gente se quiere mutuamente, pero no por el hecho de parecerse en gustos, credos o costumbres.
El episodio final es catártico y sorprendente al respecto. La emotividad de ver la sanación de una comunidad compuesta de personas dañadas se funde con el discreto abandono de Tony, cuya presencia es central y algo ausente al mismo tiempo. Al igual que Derek, el protagonista lo llena todo al mismo tiempo que renuncia a todo, mientras Joni Mitchell canta su canción devenida en cliché (Both Sides Now); y sin embargo Gervais –y el final que escribió– logran que no suene como tal.
Por lo que son y por lo que hacen por su entorno, Tony y Derek son santos modernos, y su santidad florece desde y para el margen redimible de una sociedad irredimiblemente enferma; la que se olvida de su enfermedad pensando en alfombras rojas y en las personas que posan sobre ellas. Incluyendo al propio Gervais, por supuesto.
Acerca de
Título: After Life: más allá de mi mujer
País: Reino Unido
Exhibición: Tres temporadas de seis episodios casa una (2019-2022)
Creada por: Ricky Gervais
Se puede ver en: Netflix
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