La renuncia del príncipe Harry y su esposa Meghan Markle a sus deberes como miembros de la familia real británica, y a varios de sus beneficios, generó algo de desconcierto y no poca simpatía. Una simpatía política, como otra prueba más del grotesco y anacrónico despliegue del sistema monárquico en Reino Unido; pero también una simpatía emocional, por el gesto del hijo que pudo hacer sin tanto alboroto aquello que a su madre –Diana Spencer, Lady D– tanto le costó.
Han pasado 25 años desde que ella falleció en París, y sin embargo sigue generando el atractivo de las figuras trágicas, que mueren demasiado jóvenes cosechando de la vida mucho menos de lo que merecían y les correspondía. La película Spencer, del cineasta chileno Pablo Larraín, es una nueva exploración de este mito moderno, movida esta vez por el importante impulso creativo de su guionista, el británico Steven Knight (Locke, Promesas del este, Negocios entrañables).
A nivel de trama, Knight nos presenta a Diana (Kristen Stewart) como una mujer ya dañada tras más de diez años de matrimonio con el Príncipe de Gales, y que finge perderse en la campiña para no llegar a la celebración de Navidad. En un palacio justo al lado de su antigua mansión familiar.
Stewart se esmera convincentemente en transmitir nerviosismo e incomodidad, los que son desplegados en paralelo a la precisa organización de la festividad navideña, donde militares, chefs, mayordomos y la propia familia real cumplen con su parte para que todo salga perfecto y todo el mundo lo sepa. Porque en ese palacio, todos saben todo, y eventualmente los de fuera también lo sabrán.
La vida en palacio es una gran y permanente representación –como también lo era la vida cortesana en el Antiguo Régimen–, donde los miembros de la familia real son actores que representan un papel y Diana es una extraña que no solo no quiere ser parte del elenco, sino que parece sufrir un perpetuo pánico escénico.
La vida en palacio es una gran y permanente representación –como también lo era la vida cortesana en el Antiguo Régimen–, donde los miembros de la familia real son actores que representan un papel y Diana es una extraña que no solo no quiere ser parte del elenco, sino que parece sufrir un perpetuo pánico escénico.
Al igual que en Jackie (2016), Larraín se apoya en la construcción de espacios artificialmente suntuosos para dar cuenta de la encrucijada vital de sus aristocráticas heroínas, espacios alterados que proyectan lo que sienten y lo que viven, y que las aíslan de los demás, aunque estén ahí, a un metro de distancia.
Sin embargo, el espacio que habita Diana es construido también con sus desplazamientos –propios de alguien en fuga perpetua– los que son perpetuamente seguidos con una cámara que recorre los pasillos, como en el hotel Overlook de El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Es llamativo y trágico que el retrato de Diana concebido por Knight haya sido escenificado por Larraín como una película de terror, y donde el terror consiste en el extravío de un personaje en un laberinto de su propia mente. Y donde el privilegio se parece a una prisión; aunque eso no es tan llamativo, viniendo de quien viene.
Las otras presencias en palacio son apenas humanas: la reina y el príncipe Carlos aparecen poco, y cuando lo hacen no manifiestan particular encono, odio o desprecio hacia la díscola Diana, sino algo peor: la lejanía sideral de quienes se mueven en otro plano, donde no es posible ninguna retroalimentación emocional.
El exmilitar que funge de edecán a cargo de la celebración y su seguridad (Timothy Spall) es una presencia aún más inquietante. Pese a ser un sirviente, es el verdadero director de toda la puesta en escena, y la encarnación –ante Diana– de un orden milenario que no entiende y que la violenta. Y como tal, es el sospechoso natural de las diversas microagresiones que la princesa cree sufrir, con cosas tan nimias como un libro sobre su cama.
Porque todo es sobre ella o contra ella. El mundo de esta Diana es la propia Diana proyectada en las cosas más diversas –un espantapájaros, la trágica figura de Ana Bolena o un faisán muerto–, o el elenco de enemigos contra quienes no se puede rebelar.
Porque todo es sobre ella o contra ella. El mundo de esta Diana es la propia Diana proyectada en las cosas más diversas –un espantapájaros, la trágica figura de Ana Bolena o un faisán muerto–, o el elenco de enemigos contra quienes no se puede rebelar. Así, la película se sostiene en el sofoco de quien se rechazada por todo lo que la rodea, por lo que todo lo que la rodea está ahí para atacarla: una sopa, un collar de perlas, unas cortinas cerradas o un cuarteto de cuerdas diegético que se deforma en la cacofonía no diegética de su desesperación.
Es cierto, no todos son enemigos. Las escenas con los pequeños William y Harry; las conversaciones con el chef Darren (Sean Harris); y los momentos con su vestuarista y confidente Maggie (Sally Hawkins), balancean la tensión y permiten que el retrato de Diana se complete con sonrisas, algo de relajo y esos pequeños fingimientos en nombre del cariño, que contrastan con la perpetua interpretación de un papel que a esta altura le repugna.
Sin embargo, la soledad de Diana termina expresándose en que la epifanía, la decisión que lo cambiará todo, no proviene de un otro –amistoso, indiferente u hostil– sino de otra proyección de ella misma, esta vez en una figura fantasmal.
Sin embargo, la soledad de Diana termina expresándose en que la epifanía, la decisión que lo cambiará todo, no proviene de un otro –amistoso, indiferente u hostil– sino de otra proyección de ella misma, esta vez en una figura fantasmal. Esto podría atribuirse a la intención de Knight de apoyarse en tradición británica de las historias de fantasmas, como El cuento de Navidad o Cumbres borrascosas, para dar cuenta del doble talante de este relato: trágico, como en la novela de Emily Brontë; terapéutico, como en la obra de Dickens.
Es un buen detalle que la película termine con Diana usando su apellido civil y comiendo pollo frito al borde del río, con sus hijos, en un paraíso efímero y falso. Un gesto compasivo con alguien que nunca terminó de huir, al punto de que así se encontró con la muerte.
Tras la decisión de Diana, el estilo muta claramente, desde el repertorio del opresivo Kubrick a los movimientos del cine de Terrence Malick, con sus espacios abiertos y su cámara divagante, donde el mundo entero parece recién creado. La fuga de Diana se produce al ritmo de All I Need is a Miracle, canción de Mike and the Mechanics, para aludir al milagro que acaba de ocurrir y también para situarnos temporalmente en algún momento de fines de los 80, los que aparecían férreamente excluidos del palacio, la familia real y su navidad.
Es un buen detalle que la película termine con Diana usando su apellido civil y comiendo pollo frito al borde del río, con sus hijos, en un paraíso efímero y falso. Un gesto compasivo con alguien que nunca terminó de huir, al punto de que así se encontró con la muerte.
Acerca de…
Título: Spencer (2021)
Nacionalidad: Reino Unido, Alemania, EE. UU. y Chile
Dirigida por: Pablo Larraín
Duración: 117 minutos
Se puede ver en: Prime Video
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