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Lunes, 28 de Julio de 2025
Hace 50 años

El rostro del espanto en el Estadio Nacional

Christine Legrand

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La foto que recorrió el mundo
La foto que recorrió el mundo.

Esta fotografía del estadounidense David Burnett se transformó en uno de los símbolos de la represión tras el golpe de Estado de Pinochet en 1973. El detenido que mira a la cámara entre dos soldados en el Estadio Nacional de Santiago permaneció en el anonimato por 30 años, hasta que lo ubicó la periodista del diario francés Le Monde, en diciembre de 2003, y su relato hoy lo reproduce Interferencia.

Al principio, una foto. Uno de esos clichés en blanco y negro que forman la memoria de un pueblo. Un joven entre dos soldados chilenos, un día de septiembre de 1973, en el estadio de Santiago transformado en campo de prisioneros tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet. 

"Siempre he tenido miedo de saber qué había sido de él, me esperaba lo peor", confiesa Burnett. Lo "peor" no sucedió: el desconocido de Santiago vive. Daniel Céspedes -así se llama- tiene hoy (en 2003) 53 años.

Su mirada aterrorizada la captó, a instancias de los militares, el fotógrafo estadounidense David Burnett. La foto dio la vuelta al mundo y se convirtió en un símbolo de la represión. Ese hombre de ojos negros ha permanecido en el anonimato 30 años. Nadie sabía su nombre. Era imposible saber si había sobrevivido. Imposible encontrar pistas sobre él entre las organizaciones de defensa de los derechos humanos, la asociación de familias de presos y desaparecidos o los archivos de la vicaría de la solidaridad de la Iglesia, que tanto trabajó entre las víctimas de la dictadura. 

"Siempre he tenido miedo de saber qué había sido de él, me esperaba lo peor", confiesa Burnett. Lo "peor" no sucedió: el desconocido de Santiago vive. Daniel Céspedes -así se llama- tiene hoy (en 2003) 53 años. Vive a las afueras de Rancagua, 100 kilómetros al sur de la capital, con su compañera, Erika, y el hijo de ella, Erik, de 13 años. Como es lógico, tiene el rostro más redondeado, y los cabellos y las cejas blancas, pero los ojos siguen siendo igual de negros. Como si el superviviente del estadio en el que Pinochet mandó torturar y asesinar a miles de personas hubiera vivido siempre con miedo. 

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Daniel Céspedes
La foto que recorrió el mundo.

"Me llaman Freddy", explica Daniel, un hombre de mediana altura, cuando abre la puerta de su casa. Se frota las manos; son rugosas, maltratadas por el trabajo. Detrás, Erika observa con desconfianza. "Los vecinos van a pensar que somos comunistas", dice, para justificar el frío recibimiento. En la calle, nadie conoce el pasado de este hombre. Relatar su pasado de preso político no le ha supuesto más que preocupaciones en un país en el que el olvido ha sido una imposición de 17 años de dictadura y 13 de una transición democrática atormentada por el espectro de Pinochet. 

Daniel Céspedes vivió durante mucho tiempo en Santiago, pero allí siempre le costó encontrar trabajo. Telefónica le despidió cuando los directivos descubrieron su pasado. Olivetti se negó a contratarle por las mismas razones. Ahora (en 2003) es electricista, especializado en instalaciones mineras. Viaja mucho, va incluso hasta Perú, cuando consigue un contrato temporal. 

En la calle, nadie conoce el pasado de este hombre. Relatar su pasado de preso político no le ha supuesto más que preocupaciones en un país en el que el olvido ha sido una imposición de 17 años de dictadura y 13 de una transición democrática atormentada por el espectro de Pinochet. 

Rancagua, donde vive desde 1992, es una ciudad de 180 000 habitantes, próspera gracias a la segunda mina de cobre del país: El Teniente. A varios kilómetros, la población Esperanza es un barrio modesto, pero cuidado. El salón de la pareja es acogedor, pero Daniel prefiere la cocina, donde podemos sentarnos ante una mesa. 

Erika no le quita ojo. Erik está lleno de admiración hacia este hombre que le adoptó tras morir su padre y al que una foto, la foto, ha hecho famoso. De fondo, Charles Aznavour canta en francés. Al señor de la casa le encanta, y posee todo su repertorio. 

Pero hoy apenas escucha, absorto en su relato y la foto depositada sobre el hule. "La vi por primera vez en 1979", recuerda, "en un artículo de prensa dedicado al aniversario del golpe de Estado del 11 de septiembre. Un periodista quiso entrevistarme, pero me negué. Tenía miedo de que volviera a empezar el infierno, de perder mi trabajo". Intentaba en vano olvidar esos días de 1973, en los que tenía 23 años y era sindicalista y militante de las juventudes comunistas. 

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Daniel Céspedes, Erika y Erik
Daniel Céspedes, en su casa de Rancagua, con su esposa y su hijo.

El 12 de septiembre de 1973, al día siguiente del golpe de Estado que resultó fatal para Salvador Allende, Céspedes acude a su trabajo, un laboratorio farmacéutico. En el momento del toque de queda decide reunirse con unos amigos de la Facultad de Farmacia, junto a la Plaza Italia. Unos soldados jóvenes le detienen. 

"Me arrojaron en un camión", cuenta. "Estuve aplastado bajo los cuerpos de los demás detenidos toda la noche. Recuerdo el dolor que me causaban los alambres con los que me habían atado las muñecas". Le llevan a la Escuela Militar. Un oficial confisca sus papeles y el dinero con el que iba a comprar una cocina para su madre. Durante los 45 días que dura su detención, nadie le llama nunca por su nombre. Daniel Céspedes, nacido el 14 de enero de 1950 e hijo único de madre soltera, pierde su identidad. 

"Parecía un ejército de ocupación", recuerda. "Yo no entendía por qué nos maltrataban. Siempre había respetado al Ejército chileno. De niño me encantaba asistir a los desfiles militares". 

La Escuela Militar y las prisiones de Santiago son demasiado pequeñas para los miles de prisioneros. A Daniel le trasladan al Estadio Nacional. Los presos, a los que los carceleros califican de "comunistas", se amontonan en los vestuarios. El joven no conoce a nadie. "Cada dos o tres días, los soldados venían a buscarnos. Siempre nos decían que iban a fusilarnos. Yo tenía el estómago atenazado por el miedo, un miedo terrible de morir". No se le han olvidado los momentos en los que lloró, en los que se orinó en el pantalón. Cuando le vendaron los ojos y le golpearon. En la cabeza, el vientre, los genitales. Algunos de sus compañeros murieron de las palizas. 

Daniel calcula que su foto se hizo unas dos semanas después de su llegada al estadio, porque tiene barba incipiente. Un grupo de periodistas visitaba el lugar con escolta del Ejército. "Cuando el periodista hizo la foto, venían a buscarme para torturarme", asegura. Nunca supo por qué le dejaron en libertad. Sólo recuerda la voz del soldado que pronunció su nombre por primera vez: "Daniel Céspedes".

Once años después, a los 34, Daniel sufre un derrame cerebral que los médicos atribuyen a los malos tratos sufridos en aquel entonces. Los torturadores le interrogan sin descanso sobre una misteriosa "llave" de la que jamás ha oído hablar. Por ella sufre varias sesiones de picana eléctrica. Nunca le preguntan su nombre. "Lo peor era el sufrimiento psicológico", cuenta. Los gritos de hombres y mujeres torturados día y noche. Las humillaciones, la degradación humana, la convicción de que va a morir. Con una risa nerviosa, Daniel se acuerda de pronto de un preso que era cocinero en el hotel Carrera: "Nos hacía listas de menús imaginarios. Puede parecer cínico, pero pensar en un desayuno con zumo de naranja y huevos con tocino aliviaba el hambre". 

El auténtico menú se limita a un cuarto de pan y dos tazas de té al día. Daniel calcula que su foto se hizo unas dos semanas después de su llegada al estadio, porque tiene barba incipiente. Un grupo de periodistas visitaba el lugar con escolta del Ejército. "Cuando el periodista hizo la foto, venían a buscarme para torturarme", asegura. Nunca supo por qué le dejaron en libertad. Sólo recuerda la voz del soldado que pronunció su nombre por primera vez: "Daniel Céspedes".

A la salida del estadio, decenas de familias aferradas a la verja se lanzan sobre él y le preguntan por otros presos. No sabe qué responder. No tiene ni documentos ni dinero. Una pareja le acompaña a casa de su madre. Ésta casi no le reconoce por lo que ha adelgazado. Despide un olor nauseabundo. Hace mes y medio que no se ducha. Su madre prefiere tirar la ropa sucia. Incluso la sahariana en cuyos bolsillos había anotado, por detrás, teléfonos de familiares de presos para darles noticias. 

"Mi madre me preparó carne y ensalada", prosigue, "pero al primer bocado vomité, mi estómago rechazaba el alimento". Durante semanas no se atreve a salir del piso. Acostumbrado a dormir en el suelo después de más de un mes en el estadio, sigue haciéndolo. Tiene pesadillas y se siente culpable al pensar en los que siguen "allí". El menor ruido le despierta. En el laboratorio en el que trabajaba le dan a entender que es mejor que dimita. Tarda más de un año en encontrar alguien dispuesto a darle trabajo sin pedirle sus antecedentes. 

Daniel renuncia a la política y se casa. "Una forma de romper con el pasado. Mi mujer tenía 16 años, era una niña. Yo estaba a disgusto conmigo mismo". La unión es un fracaso. Se separan poco después de que nazca su segunda hija. El mayor, Claudio, que hoy tiene 27 años, no puede alistarse en la marina debido al pasado de su padre y la separación del matrimonio (el divorcio está prohibido en Chile). Vive en España con su madre. Su hermana, Daniela, de 26 años, habita en Santiago y tiene un hijo. 

El 11 de septiembre se emocionó al ver en televisión las ceremonias que conmemoraban el golpe de 1973. Un aniversario con gran despliegue mediático, con cientos de testimonios y documentos. "De repente me acordé de detalles olvidados", relata. "Descubrí nuevas informaciones. Me sentí menos solo". Con motivo del aniversario, el Estadio Chile de Santiago fue rebautizado con el nombre de Víctor Jara, el compositor detenido y torturado allí. Su cadáver, acribillado de balas y con múltiples fracturas, se encontró en un descampado. Daniel no ha salido de la sombra. Sigue siendo el hombre de Santiago, el hombre de la foto.

"Cuando conocí a Daniel no sabía nada de su vida", interrumpe Erika, que vive con él desde hace 12 años. En aquella época él no hablaba. Ahora (en 2003) habla deprisa, como si expresarse le consolara. Los ojos se le llenan de lágrimas con frecuencia, pero está impaciente por exorcizar el pasado y reconstruir su vida. "Pinochet es un nazi", exclama, y añade que quería "mucho a Allende". "Tenía buenas ideas, pero estaba mal asesorado", opina Daniel, que nunca quiso seguir con el Partido Comunista.

"Al salir del estadio me pidieron que participase en actos de sabotaje contra la dictadura, pero me negué. Ya no quería saber nada de la política. Estaba lleno de rabia y desconfianza". 

A pesar del regreso de la democracia en 1990, muchos empresarios se niegan a contratar a antiguos presos o sindicalistas. "Aún circulan listas negras", afirma Daniel. Cuando se queda sin trabajo, tiene que buscar un alquiler más barato.

"Nunca se ocupó de reclamar las indemnizaciones para presos de la dictadura", explica Erika. Tampoco ha cobrado ni un centavo de los derechos de la foto. Su sueño, hoy, es comprar una casa y pagar los estudios de Erik. 

El 11 de septiembre se emocionó al ver en televisión las ceremonias que conmemoraban el golpe de 1973. Un aniversario con gran despliegue mediático, con cientos de testimonios y documentos. "De repente me acordé de detalles olvidados", relata. "Descubrí nuevas informaciones. Me sentí menos solo". Con motivo del aniversario, el Estadio Chile de Santiago fue rebautizado con el nombre de Víctor Jara, el compositor detenido y torturado allí. Su cadáver, acribillado de balas y con múltiples fracturas, se encontró en un descampado. Daniel no ha salido de la sombra. Sigue siendo el hombre de Santiago, el hombre de la foto.

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De regreso al Estadio Nacional.
De regreso al Estadio Nacional.


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