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Viernes, 18 de Julio de 2025
[Sábados de streaming- Películas]

Napoleón: Demasiado grande para caber

Juan Pablo Vilches

Se le han criticado errores e inexactitudes históricas, pero eso importa poco al lado del reduccionismo radical con que se aborda esta figura gigantesca para que la película pueda funcionar. Y funciona, pero a un costo altísimo.

Decía Joaquín Edwards Bello que en toda familia había al menos un bonapartista, un admirador entusiasta de esa anomalía histórica llamada Napoleón Bonaparte. El gran monstruo que surgió entre un mundo de cortesanos que no acababa de morir y otro de burócratas que no acababa de nacer.

En dicha condición, fue desde la política un emblema del movimiento romántico –sus pasiones y su exaltación de la individualidad–, que cautivó primeramente a figuras como Beethoven (quien se arrepintió tras la coronación como emperador), para después convertirse en el incorrecto cliché con que se caracterizaba a las enfermedades mentales severas: todos los locos se creían, se vestían y posaban como Napoleón.

Se trata de una figura tan grande, que una de las primeras obras maestras del cine (Napoleón, de Abel Gance, 1927) se toma cerca de cuatro horas para contar el lapso entre su infancia y la primera campaña en Italia (1796).

Se trata de una figura tan grande, que una de las primeras obras maestras del cine (Napoleón, de Abel Gance, 1927) se toma cerca de cuatro horas para contar el lapso entre su infancia y la primera campaña en Italia (1796). A ella le siguieron muchas versiones audiovisuales de la biografía napoleónica o de algunas de sus batallas más célebres, y la última de ellas es el recientemente estrenado drama histórico de Ridley Scott.

Esta versión nos presenta al joven oficial de artillería corso (Joaquin Phoenix) presenciando la ejecución de María Antonieta en 1793 (igual que el Pinoche de El Conde) y flotando en medio del terror desatado por Robespierre. Se trata de un joven adusto, que no sonríe y que Phoenix construye como un ser distante del mundo al que sin embargo desea dominar. Llama la atención su gimiente interpretación durante el asedio a Toulon, donde se nos muestra un Bonaparte particularmente nervioso, y no por temerle a la muerte sino a fracasar en su única posibilidad de destacarse y emerger.

Esa mixtura de relato sobre acontecimientos históricos y públicos, montado sobre sus inseguridades y motivaciones privadas cuaja definitivamente cuando conoce a Josefina de Beauharnais (Vanessa Kirby) y la película toma su forma final.

¿Y cuál es esta? La de una trenza con apenas dos hebras: una dedicada al napoleónico ascenso militar y político de Bonaparte y otra dedicada a la relación con la mujer viuda y mayor que él, que terminó siendo su cómplice y –muy importantemente– su igual. Pese a concentrarse en estos únicos aspectos de la vida del corso, aún así parece haber cabos sueltos en su desarrollo, como la sexualidad de la pareja, en un principio insatisfactoria para ella –y causante de publicitadas infidelidades– y cuya evolución hacia una situación más sostenible no se menciona ni se sugiere hasta que es desplazada por el tema de la descendencia.

Sin embargo, el vaivén entre el político floreciente y el esposo/amante hace evidente que algunas de sus decisiones políticas (como el retorno de la campaña en Egipto o la fuga de la isla de Elba) tenían como fundamento los deslices reales o imaginados de su esposa; pero también que buena parte de su impulso hacia el poder y la gloria era el deseo de compartir lo uno y lo otro con quien que se convirtió en su otra mitad. Y así lo testimonian las lecturas en off de las cartas de uno a otro.

La versión que llegó a las salas (de poco más de dos horas y media) no pudo contar esta historia sin caer en dos clases de omisiones importantes. Las primeras tienen que ver con la obra de Napoleón como difusor ideológico de las ideas revolucionarias en todos los lugares que conquistó, y como creador de instituciones legales, culturales y científicas que existen hasta hoy. En otras palabras, no hay alusión alguna al Napoleón como padre de la Francia moderna (mas no de la Republique, por haberse calzado una corona).

Scott y su guionista David Scarpa optaron por centrarse en aquellos episodios con mayor potencial visual, pero lo hicieron con desigual nivel de aprovechamiento.

Las segundas omisiones corresponden a eventos importantes de su trayectoria política y militar, como la campaña en Italia que lo convirtió en héroe nacional, o el fiasco en España que fue el verdadero principio del fin. Por el contrario, Scott y su guionista David Scarpa optaron por centrarse en aquellos episodios con mayor potencial visual, pero lo hicieron con desigual nivel de aprovechamiento.

Por un lado, en la batalla Austerlitz el director despliega su reconocida maestría para darle orden al caos bélico. No al nivel de Black Hawk Down (2001), pero con la suficiente claridad y concisión para conducirnos a lo que realmente le interesa: la secuencia del legendario bombardeo a los estanques congelados de Satschan (hoy puesto en cuestión), con las derrotadas tropas austro-rusas hundiéndose en el agua helada al son de música coral aparentemente cristiana ortodoxa.

La solemnidad del desastre se repite en la breve pero espectacular secuencia del Moscú en llamas y en el calamitoso regreso desde Rusia en medio del invierno, pero no se nota el mismo vigor ni ritmo en la secuencia de Waterloo. Y ni hablar del (probablemente) incompleto episodio al pie de las pirámides.

Como dijimos, hay cerca de 90 minutos extra que estarán incluidos en la versión del director, por estrenarse en cines en algunos meses y en Apple TV+, los que supuestamente darán más aire a la emperatriz Josefina. ¿Se notan tanto las ramas podadas? ¿Cuán amorfo quedó el árbol?

Ya mencionamos algunos puntos cuya forma final sugiere un desarrollo mayor en la versión del director, pero como impresión general se puede decir que la película cumple bastante bien con lo que se propone hacer en el plano dramático y en el narrativo. El ritmo con que avanzan los episodios es adecuado; las actuaciones, inobjetables; y la dirección de arte y la fotografía transitan con gracia por la estela que dejó Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975).

El problema es que la película parece proponerse demasiado poco para un personaje cuya figura y cuya sombra siguen ocupando espacio en la vida y en la imaginación de Occidente. Las virtudes y las carencias de esta película descansan en la inevitable reducción de una figura demasiado conocida

El problema es que la película parece proponerse demasiado poco para un personaje cuya figura y cuya sombra siguen ocupando espacio en la vida y en la imaginación de Occidente. Las virtudes y las carencias de esta película descansan en la inevitable reducción de una figura demasiado conocida, lo que resulta en una versión excesivamente despolitizada de su trayectoria, y por ende casi inocua para el contexto actual si no fuera por cierto vaho feminista que no termina de cuajar en los pocos minutos que le tocan.

Una versión que no dice (casi) nada del presente porque fue diseñada para no tener (casi) nada que decir.

A ver qué ocurre en el corte del director.



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