Navalny es uno de los candidatos fuertes a ganar el Oscar al mejor documental el próximo 12 de marzo. Y, encontrándonos en un momento donde la obtención de ese premio tal vez se deba más a sus defectos que a sus virtudes, hay que decir de entrada que en sus 99 minutos de duración hay de lo uno y de lo otro, y que su tenor evidentemente propagandístico convive bastante bien con momentos destacables y eficaces en gatillar sorpresa, tensión, ternura y ese espacio negro entre el asombro y la incredulidad.
Partamos por el título: el apellido del disidente ruso Alexei Navalny, que es vitoreado por sus seguidores en diversos momentos de la película y que es omitido olímpicamente por su archienemigo –el presidente de Rusia, Vladimir Putin– cada vez que se refiere a él.
Tenemos entonces que Navalny es un significante que significa distintas cosas –dependiendo de quien lo nombre o quien no lo haga–, cuyo significado trata de ser descifrado por el documental en cuestión.
Pues bien, ¿quién es Navalny? El acceso privilegiado y cómplice de los realizadores al personaje permite esculpir una efigie sencilla y campechana. Un abogado alto y de buen aspecto, hombre de familia y con bastante sentido del humor; lo que puede ser cierto, pero se echa en falta la avidez y el cálculo permanente en que viven los animales políticos, incluso en entornos políticamente atípicos –al menos para nosotros– como el ruso.
El político Navalny que se nos muestra es un orador impetuoso y de desbordante desparpajo al tratar de estúpidos y ladrones a Putin, a sus amigos oligarcas (acá se les llama millonarios) y a la fauna que pulula en la burocracia estatal.
El político Navalny que se nos muestra es un orador impetuoso y de desbordante desparpajo al tratar de estúpidos y ladrones a Putin, a sus amigos oligarcas (acá se les llama millonarios) y a la fauna que pulula en la burocracia estatal. No se dice nada de su partido ni de su movimiento, como si fuera un rock star o un predicador que congrega a masas de gente descontenta a punta de insolencias y actitud. Debe haber algo más, pero el documental lo omite.
Sus conversaciones con una cámara más bien indulgente, y las escenas con su familia y sus escasos colaboradores, pintan un entorno compacto y cerrado, omitiendo o suavizando la esperable paranoia que todos deberían sentir por enfrentarse abiertamente a uno de los hombres más poderosos del mundo.
Se arma así un relato de David contra Goliat, de los happy few desafiando a una maquinaria gigante, como el Kremlin invertido que amenaza aplastar a un solitario Navalny en la portada del documental.
Con ese marco mental se presenta el episodio del envenenamiento ocurrido en agosto de 2020, con imágenes de prensa o capturadas con celulares por su propio entorno, musicalizado todo como si se tratara de un thriller (aunque sepamos su final), que en la práctica no es más que un puente para llegar al verdadero plato fuerte de todo este asunto: la investigación acerca del magnicidio frustrado.
Acá se une a la troupe un periodista búlgaro llamado Christo Grozev, reportero del grupo investigador Bellingcat. Personaje interesante; tanto, que el propio entorno de Navalny se vio obligado a descartar raudamente y en cámara que se trate de una agente de la CIA o del MI6, como si fuera la más obvia de las sospechas.
Con la misma rapidez, el documental también se hace cargo de algunos hechos incómodos del pasado de Navalny, como dichos nacionalistas de una década atrás o la comparecencia en una manifestación con sujetos derechamente fascistas.
La necesidad de cubrir estas bases, junto con anticiparse a los cuestionamientos esperables al personaje, responden a la construcción de una figura tan ajena a los sombríos centros de poder de occidente como al igualmente sombrío nacionalismo ruso. Más bien, tenemos a un ruso ciudadano del (mac)mundo, que habla perfecto inglés; hace videos en Instagram con pop anglófono; juega ávidamente Call of Duty; y pasa las horas de vuelo viendo Rick and Morty. Y cuya hija mayor estudia en Stanford.
Navalny es entonces la encarnación de una esperanza (tácita en el documental) de un liderazgo que desvíe a su país de la porfiada “idea rusa” que viene combatiendo con un diablo occidental que cada ciertos años cambia de cara para ser siempre el mismo: los jesuitas polacos, los capitalistas protestantes y los actuales “degenerados sin dios”. Una Rusia occidentalizada, a fin de cuentas: integrando a la UE, ojalá a la OTAN… y lo demás se deduce mirando un mapa.
Dicho esto, hay que decir que esta construcción intencionada del personaje no opaca los momentos altos del documental, cuya duración y concentración sugieren que todo el conjunto se montó para hacerlos brillar.
La escena es de puesta en escena muy simple, pero de un manejo de cámaras casi televisivo para captar las reacciones de Navalny y sus colaboradores al enterarse de todo, casi por accidente. Por las rendijas que Graham Greene llamó el factor humano, que siempre terminan aflorando pero no necesariamente cuando uno quiere. Pero esta vez sí ocurrió, y en cámara.
El primero de ellos es la investigación misma de Navalny y su equipo para comprobar que Putin estaba tras su envenenamiento. La escena es de puesta en escena muy simple, pero de un manejo de cámaras casi televisivo para captar las reacciones de Navalny y sus colaboradores al enterarse de todo, casi por accidente. Por las rendijas que Graham Greene llamó el factor humano, que siempre terminan aflorando pero no necesariamente cuando uno quiere. Pero esta vez sí ocurrió, y en cámara.
Se trata de una escena tensa y asombrosa –cuyos detalles no daremos aquí–, que juega con el suspenso y proyecta la complicidad hacia los espectadores, involucrándolos con el personaje y con su causa.
Hecho esto, la segunda escena llamativa es el retorno de Navalny a Moscú, tras haber denunciado a Putin como su frustrado asesino a través de los medios occidentales y las redes sociales. Es decir, tras haberle declarado la guerra.
Los focos de tensión paralelos –el avión que no se le permite aterrizar, las manifestaciones de los partidarios en el aeropuerto y la vigilancia de la policía– se entrelazan nuevamente en la lógica del thriller para un final esperable, y que da pie a un final no-feliz, pero perfectamente funcional al relato mencionado anteriormente del “solo contra todos y contra todo”.
¿Se cuestiona la pertinencia de la decisión? No. ¿Se menciona la situación actual de Navalny, sepultada por la guerra con Ucrania? Tampoco. Más allá de su esperable propaganda pro-occidental, el documental flaquea por centrarse en un político pero sin hablar seriamente de la situación política en que se mueve, conformándose apenas con armar un perfil apologético bien sazonado con un golpazo periodístico.
Acerca de…
Título original: Navalny (2022)
Nacionalidad: EE. UU.
Dirigido por: Daniel Roher
Duración: 99 minutos
Se puede ver en: HBO Max
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