Para muchos, la única misión de Joe Biden -una vez electo presidente de Estados Unidos- era no ser Donald Trump. Pero el mandatario estadounidense fue mucho más allá, y se planteó incluso ir tan lejos como fue Franklin Delano Roosevelt, el impulsor del New Deal que cambió para siempre la economía y la sociedad estadounidense luego de la debacle de 1929. Esto, al proponer el actual mandatario a Estados Unidos -y a las izquierdas del mundo- un ambicioso plan de recuperación de la crisis producida por la pandemia, de la mano de una ingente inversión social, de infraestructura y de recambio de la matriz energética del país por $5,5 billones (millones de millones) de dólares para la próxima década.
Después de 10 meses desde que anunciase sus intenciones, el panorama luce desalentador. Si bien es cierto que Biden logró aprobar recientemente en el Congreso un paquete de inversión en infraestructura de $1,2 billones de dólares, también es realidad que hasta ahora el presidente ha debido renunciar más o menos a la mitad de su propuesta inicial, enredado en las negociaciones parlamentarias con los republicanos, pero también con congresistas de su partido, quienes objetan -y tratan de minimizar- la desagradable medicina prescrita por el Presidente: deuda, impuestos e inflación.
Así y todo, la apuesta de Biden sigue siendo colosal y comparable con el New Deal, tal como muestra este completo artículo de The Washington Post, escrito por Heather Long y titulado El proyecto de infraestructura de Biden generará empleos. Él quiere que el proyecto de seguridad reduzca las desigualdades, en donde se aborda los detalles del reciente plan aprobado por el Congreso y el de $1,75 billones que viene en agenda, Build Back Better (BBB), cuyo foco está puesto en el desarrollo social y en las energías limpias, el cual puede conocerse en detalle en este artículo, tambien del Post: Esto es lo que hay en el presupuesto del plan de Biden de $1,75 billones de Tony Romm, Amy Goldstein y Dino Grandoni.
Después de 10 meses desde que anunciase sus intenciones, el panorama luce desalentador. Si bien es cierto que Biden logró aprobar recientemente en el Congreso un paquete de inversión en infraestructura de $1,2 billones de dólares, también es realidad que hasta ahora el presidente ha debido renunciar más o menos a la mitad de su propuesta inicial.
Pero, el futuro de BBB no está escrito, y pese a que el Partido Demócrata cuenta con la mayoría en ambas cámaras (en el Senado están empatados con el Partido Republicano, pero en caso de empate define la vicepresidenta Kamala Harris), Biden puede encontrarse con oposición interna, en especial por dos senadores de su partido: Joe Manchin (West Virginia) y Kyrsten Sinema (Arizona), quienes responden a un electorado púrpura, es decir, a medio camino entre demócratas (azules) y republicanos (rojos). Manchin ha dado señales de preocupación por la inflación que podría significar un nuevo billonario plan, y ya los observadores de Washington notan cómo crece el poder de este político electo en un estado fuertemente repúblicano, tal como da cuenta este artículo de The Hill de Alexander Bolton: Manchin está viendo crecer su poder.
La posición de Manchin cobra relevancia después de los desastrosos resultados de los demócratas de las elecciones de gobernadores de Virginia y New Jersey de la semana pasada, en donde perdieron en el primer estado, pese a que Biden le había ganado a Trump por 10 puntos porcentuales, y donde ganaron en el segundo estado, pero por un margen muy estrecho y considerando que New Jersey es fuertemente azul y nunca debió estar en riesgo.
Explicaciones para la baja electoral hay varias y muchas tienen que ver con Biden. Está el propio desgaste de la negociación del plan de recuperación, y una inflación de 6,2% -la más alta en 30 años- que torpedea los argumentos de la Casa Blanca, la bochornosa salida de Afganistán y el relativo rebrote de la pandemia, lo que tiene al presidente con una baja aprobación (40%). Algo que es clave de revertir si es que pretende proseguir con sus ambiciosos planes, pues a la vista está la elección de medio término en 2022, en la que se renovará el Congreso, del cual depende de que la aventura del mandatario de una década llegue a puerto. Esto, sin que esté claro que haya para las elecciones de 2022 grandes efectos económicos y electorales a partir de estos grandes planes aprobados y por aprobar.
También hay explicaciones propias de cada estado para el giro electoral de la semana pasada (para varios, una especie de avant premiere de las elección de 2022). Las más sugerentes -a mi juicio- tienen que ver con Virginia, donde el gobernador demócrata Terry McAuliffe perdió la reelección frente al candidato republicano Glenn Youngkin. Al respecto, recomiendo la lectura de The New Republic, una publicación del ala de izquierda de los demócratas estadounidenses, la cual publicó el artículo Después del desastre de Virginia es mejor que los demócratas vuelvan al trabajo, en donde Michael Tomasky analiza lo que pasó en esa elección, poniendo foco en un episodio de discusión racial en la recta final de la campaña que probablemente le costó la elección a McAuliffe y que tal vez determine el siguiente ciclo electoral del país.
Explicaciones para la baja electoral hay varias y muchas tienen que ver con Biden. Está el propio desgaste de la negociación del plan de recuperación, y una inflación de 6,2% -la más alta en 30 años- que torpedea los argumentos de la Casa Blanca, la bochornosa salida de Afganistán y el relativo rebrote de la pandemia.
La historia es entretenida, pues a partir de un típico resbalón de campaña que pudo ser menor, se abrió toda una arista de discusión nueva que McAuliffe no pudo controlar, y que muestra una discusión de fondo y urgente de la sociedad estadounidense. En concreto, el gobernador se enredó cuando una madre conservadora, Laura Murphy, planteó su disconformidad con las enseñanzas de la escuela de su hijo respecto de la culpa que supuestamente le inducían a tener a los blancos por la esclavitud, lo que a su juicio generaba complejos indebidos en los niños de esa adscripción racial. McAuliffe le respondió que las escuelas no debían darle explicaciones a los padres por los contenidos que enseñan en sus aulas, lo que generó una ardiente polémica sobre el rol de los padres en la educación de sus hijos y el cuestionamiento a lo que se conoce como teoría crítica de la raza (lo que criticó Murphy y que consiste en una aproximación teórica del racismo y la esclavitud como elementos estructurales de la sociedad), al punto que Youngkin anunció que prohibiría su enseñanza en este estado sureño, donde se peleó buena parte de la Guerra Civil.
Lo que no es entretenido de ningún modo, es ese argumento electoral de eliminar esta teoría de la enseñanza, pues puede movilizar a la población blanca no solo de Virginia en torno a emociones ligadas a su pertenencia étnica de un modo que tantos réditos le ha dado a Trump. Al respecto es muy interesante este ensayo de opinión de Perry Bacon Jr. en The Washington Post: ¿Han llegado los demócratas a los límites de la política de apaciguamiento de los blancos? Ahí, el artículista aborda el desafío electoral y político de los demócratas de enfrentar un discurso de identidad racial blanca por parte los republicanos, en un país en el que todavía el 70% de sus habitantes pertenecen a ese grupo étnico.
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