A las nueve y media de la mañana del 1 de noviembre de 1755, Lisboa fue sacudida por un violento terremoto cuya magnitud pudo ser de hasta 9 grados Richter, según estimaciones actuales. Esta ciudad portuguesa era por entonces una metrópoli portuaria, y la cuarta más poblada de Europa, superada sólo por Londres, París y Nápoles.
Gran parte de los sectores más dañados o destruidos se encontraban en el centro, incluyendo el Palacio Real que quedó devastado. Las estimaciones modernas del número fallecidos llegan hasta 70.000 muertos. Y la mayoría murió en las iglesias y templos, ya que estaban asistiendo a los servicios religiosos por la festividad católica de Todos los Santos.
El hecho de que el desastre ocurrió en medio de una popular fiesta religiosa, y que gran parte de los edificios más dañados fueran justamente las iglesias de la ciudad, pareció ser una confirmación de la decadencia de la iglesia e, incluso, de la inexistencia de Dios.
“Los desastres se identifican ocurriendo en un momento y lugar en particular, pero también ocurren en un momento particular en la historia humana y dentro de un contexto social y cultural específico”, aseguró Russell Dynes, del Centro de Investigación de Desastres de la Universidad de Delaware, en una publicación sobre el terremoto de Lisboa en 1999. “En consecuencia, es apropiado llamar al terremoto de Lisboa el primer desastre moderno”.
La Europa de mediados del siglo 18 se encontraba en medio de un proceso radical de transformaciones intelectuales, valóricas, culturales y sociales. Cada vez más, se estaba poniendo en duda la hegemonía de la Iglesia Católica. Además, la misma noción del Estado se estaba discutiendo seriamente por primera vez desde la época del imperio romano. “El Estado soy yo”, la famosa frase que habría pronunciado el rey Luis XIV de Francia exactamente un siglo antes del terremoto portugués, ya no era suficiente.
Así, en medio de los movimientos de la Ilustración y de la Modernidad, el terremoto de Lisboa -y el posterior tsunami – provocaron fuertes debates intelectuales y políticos. Y el hecho de que el desastre ocurrió en medio de una popular fiesta religiosa, y que gran parte de los edificios más dañados fueran justamente las iglesias de la ciudad, pareció ser una confirmación de la decadencia de la iglesia e, incluso, de la inexistencia de Dios.
Tal vez si ese desastre hubiese ocurrido en otra ciudad europea, el impacto no hubiese sido el mismo. Pero Lisboa era uno de los centros de negocios más importantes y, además, una de las principales sedes la Inquisición. El hecho de que fuera “un centro de superstición e idolatría”, en palabras de Dynes, motivó a diversos filósofos ilustrados a debatir las causas y el significado del fenómeno natural. Fue, de algún modo, el equivalente a los atentados a las Torres Gemelas.
Voltaire y Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, discutieron las implicancias culturales de la sacudida. El primero incluyó el hecho en su obra más recordada, “Cándido”, así como en el “Poème sur le désastre de Lisbonne”, donde desafía al pensamiento optimista de pensadores anteriores como Gottfried Leibniz: “Filósofos engañados que gritan: "Todo está bien", / ¡Vengan y contemplen estas ruinas espantosas! / Esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas, / Esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados”.
De algún modo, y como señaló Theodor Adorno en su obra “Dialéctica Negativa”, “el terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz”. Es decir, el evento de Lisboa venía a demostrar, a ojos de muchos, que la escuela de Leibniz y René Descartes, que habían tratado de explicar de manera racional la existencia de Dios, estaba completamente equivocada.
A partir de él se empezó a desarrollar la moderna sismología, que intentaba explicar de modo no teológico los movimientos telúricos, teniendo al filósofo alemán Immanuel Kant como uno de sus principales promotores.
Rousseau, por su parte, utilizó las consecuencias del terremoto como un argumento en contra del crecimiento de las ciudades, un fenómeno que recién estaba empezando a mediados del siglo 18, en consonancia con sus posturas a favor de una forma más de vida más naturalista.
De hecho, el terremoto de Lisboa, junto con el descubrimiento de las ruinas de Pompeya solo siete años antes, marcó un giro clave en las ideas de la Modernidad, siendo el origen del neoclasicismo romántico del siglo 18 que, finalmente, sería el germen del romanticismo que dominó el espíritu intelectual durante la primera mitad del siglo 19.
Los hechos de Lisboa obligaron a los grandes pensadores europeos de esa época a adoptar puntos de vista más científicos, tanto naturales como sociales, para explicar el fenómeno y sus consecuencias. A partir de él se empezó a desarrollar la moderna sismología, que intentaba explicar de modo no teológico los movimientos telúricos, teniendo al filósofo alemán Immanuel Kant como uno de sus principales promotores. Del mismo modo, el seísmo fue una de las instancias que obligó a pensar en las sociedades y las urbes bajo la perspectiva de la relación del ser humano con su entorno, de manera más sociológica.
Hasta tal punto llegó el significado y las implicancias del desastre natural de Lisboa, que el académico Gene Ray, autor del libro “Terror and the Sublime in Art and Critical Theory” (2005), lo compara con hechos contemporáneos y trascendentales de la humanidad como el Holocausto, la bomba de Hiroshima o el 11 de septiembre de 2001. Después de cada uno de estos eventos, se despertó un espíritu pesimista que, Adorno, denominó el efecto “después-de-Auschwitz”. Como escribió el filósofo alemán: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.
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