En Estados Unidos, Stephen Trujillo, un ex miembro de las fuerzas especiales de Perú que había trabajado con unidades de la DEA en el valle del Alto Huallaga, declaró en 1990 al diario The New York Times que ‘‘los narcotraficantes han forjado vínculos con altos oficiales del ejército peruano que no consideran a la cocaína como una amenaza para la seguridad nacional’’, agregando antecedentes en los cuales agentes norteamericanos habían sido atacados a balazos por unidades del ejército que custodiaban los depósitos de drogas y las pistas áreas de los narcos.
En un informe sobre los avances de la lucha en contra de los narcos en la selva peruana, el principal funcionario antidrogas del Departamento de Estado norteamericano, Melvyn Levitsky, dijo en julio de 1991 ante la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Representantes en Washington que los esfuerzos antinarcóticos ‘‘se ven entorpecidos por una economía en caos, anarquía, terrorismo y amplia corrupción’’.
Alberto Fujimori dispuso a partir de su autogolpe de abril de 1992 de una prerrogativa que ninguno de sus predecesores había tenido al acordar con las Fuerzas Armadas que él sería quien decidiera el ascenso de los oficiales. Uno de sus principales asesores en el tema era Vladimiro Montesinos, un ex capitán vinculado a la CIA, quien era el principal consejero del general Julio Salazar Monroe, director del Servicio de Inteligencia Nacional del Perú (SIN).
Los antecedentes de Montesinos fueron revelados por el periodista Gustavo Gorriti en la revista Covert Action, en Estados Unidos, y en el semanario Caretas, de Perú. El ex capitán había sido expulsado del Ejército en 1976 por vender secretos militares. Estudió derecho y se transformó en un conocido abogado de los traficantes de drogas colombianos y peruanos. No contento con defenderlos ante los tribunales -afirmó Gorriti- los ayudaba a fugarse o se las arreglaba para hacer desaparecer sus actas procesales.
Ciertos observadores, como los redactores de la revista democratacristiana Oiga, consideraban que el autogolpe de abril de 1992, en cuya preparación Montesinos desempeñó un papel importante, tuvo causas no confesadas: borrar los testimonios de la implicación del ejército en el tráfico y en las violaciones de los derechos humanos.
Entre el 5 y el 10 de abril, unos comandos del ejército habrían hecho desaparecer aproximadamente un tercio de los legajos concernientes a casos en curso, que se encontraban en el Palacio de Justicia y en los locales de los servicios de la Fiscalía General del Perú.
El periodista Sam Dillon, tras una investigación realizada para el diario The Miami Herald, escribió que ‘‘Montesinos ha tenido éxito en ganarse la confianza incondicional del presidente... desde cuya posición... arregla el nombramiento de ministros y asesores, así como el traslado de oficiales del ejército y la policía... siempre con el objetivo de apoyar el narcotráfico’’.
Corresponsales del Informativo Internacional sobre las Drogas, elaborado por el Observatoire Geopolitique des Drogues, unas de las instituciones más prestigiadas del mundo en el seguimiento del tema del narcotráfico, afirmaron que Fujimori contaba con la fidelidad absoluta del ejército y que le bastaba con dejar que los oficiales se financiaran gracias a los recursos del comercio de la PBC, de la cual Perú era el primer productor mundial. Añadían, como ejemplo, que era probable que el ejército evitara exterminar a los últimos militantes de Sendero Luminoso que operaban todavía en el Alto Huallaga para justificar su presencia en lo que representaba un verdadero El Dorado.
Funcionarios diplomáticos en Lima, que obviamente pedían el más estricto anonimato, afirmaban que era muy difícil para un uniformado que ganaba 80 dólares al mes sustraerse a la tentación de aceptar cohechos que llegaban a los 25 mil dólares.
Funcionarios diplomáticos en Lima, que obviamente pedían el más estricto anonimato, afirmaban que era muy difícil para un uniformado que ganaba 80 dólares al mes sustraerse a la tentación de aceptar cohechos que llegaban a los 25 mil dólares.
En agosto de 1992, altos oficiales de Carabineros de Chile dieron cuenta de que la mayor amenaza para Chile provenía de una nueva organización criminal denominada el cártel de Lima que había llegado a controlar gran parte de la venta de hojas de coca y que estaba incursionando rápidamente en la refinación.
A mediados de 1993 agentes antinarcóticos consiguieron ubicar en Chile a los cabecillas de una importante conexión del narcotráfico que desde hacía varios años enviaba grandes partidas de cocaína a Europa. Policías alemanes los buscaban desde hacía varios años y habían pedido la colaboración a sus colegas de América del Sur. Tras cuidadosas diligencias los detectives pudieron llegar a los peruanos Jorge Saer Becerra y Juan Guillermo Justo Cornejo Hualpa. Durante las pesquisas, Investigaciones había pedido reiteradamente la colaboración a las policías de Perú y Bolivia sin conseguir mucho.
La paciencia de los agentes chilenos se había agotado. Era evidente, incluso, que muchos de los antecedentes proporcionados a los policías peruanos y bolivianos les eran entregados a los propios delincuentes para que evitaran ser capturados; pormenorizados informes enviados a Lima y a La Paz eran respondidos sólo con estadísticas; parecía claro que no había ninguna disposición a ayudar. Y entonces, el máximo jefe antinarcóticos de Investigaciones, el subprefecto José Sotomayor no pudo contenerse y habló ante los periodistas.
‘‘No tienen ninguna disposición efectiva para prevenir ni controlar el narcotráfico’’, dijo, agregando que ‘‘estamos permanentemente reclamando en forma diplomática y policial para comprometerlos a ellos en este trabajo’’. Informó que de los 450 kilos de cocaína decomisados en Chile ese año, 350 correspondían a la zona norte donde se habían arrestado a 1.500 narcotraficantes.
El director de Carabineros, general Rodolfo Stange, que hacía pocas semanas había sido condecorado por el presidente Fujimori, fue uno de los primeros en impugnar públicamente las declaraciones de Sotomayor, mientras en La Moneda, en el Ministerio de Defensa y en la Cancillería, las palabras del jefe de antinarcóticos eran consideradas como una salida de madre inaceptable.
La diplomacia pudo más que la franqueza del subprefecto y 24 horas después Sotomayor fue removido de su cargo, abandonando el cuartel de los agentes antidrogas en medio de los emocionados aplausos de sus compañeros
La diplomacia pudo más que la franqueza del subprefecto y 24 horas después Sotomayor fue removido de su cargo, abandonando el cuartel de los agentes antidrogas en medio de los emocionados aplausos de sus compañeros
En marzo de 1994, según informes de la prensa limeña, el narcotráfico en Perú era controlado por ocho organizaciones principales que se repartían los beneficios del negocio de las drogas. El diario Expreso, citando fuentes de la Dirección Nacional Antidrogas (Dinandro) y de la DEA, dio cuenta de que tras la captura de Demetrio Chávez Peñaherrera -alias ‘‘Vaticano’’- el 14 de enero de 1994 en Cali, otros narcos se aprestaban a ocupar su lugar.
Demetrio Chávez Peñaherrera Vaticano

‘‘Vaticano’’ era sindicado como el mayor narcotraficante peruano y se le atribuía el control de la comercialización anual de unos 60 mil kilos de PBC lavada -equivalentes a 900 millones de dólares- que enviaba al cartel de Cali. El mismo día de su arresto fue deportado a Perú y rápidamente condenado a 30 años de cárcel. Algunos policías peruanos afirmaban que el condenado sería reemplazado por su hermano Elías -alias ‘‘Lan Chile’’.
Según las informaciones de Dinandro y de la DEA, ‘‘Vaticano’’ tenía un competidor, el colombiano Waldo Vargas Arias -alias ‘‘El Ministro’’- quien controlaba el despacho de unos 40 mil kilos de pasta lavada hacia Cali y que también había montado laboratorios para producir cocaína de alta pureza.
Otros postulantes para transformarse en los ‘‘barones’’ de la coca eran los hermanos Cachique Rivera, que habían montado bases en todo el Perú y que no sólo estaban relacionados con el cártel de Cali sino también con importantes organizaciones criminales de Europa.
Hermanos Cachique Rivera

Un mes después, en abril de 1994, los miembros de una comisión especial de parlamentarios anunciaron que unos 100 oficiales de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y 250 de la Policía Nacional estaban involucrados en casos de narcotráfico, sumándose a otro centenar de oficiales que ya habían sido sentenciados.
En abril, se informó que por primera vez un general peruano sería sometido a la justicia civil por un delito vinculado al tráfico de estupefacientes. Se trataba del general Jaime Ríos Arayco, jefe del comando político militar de la zona del Alto Huallaga, quien sería procesado junto a otros 11 oficiales.
En ese instante, las mafias de la droga controlaban el 60 por ciento de la amazonia peruana, donde cerca de un millón 200 mil personas se dedicaban al cultivo y a la refinación de coca que era movilizada en su mayoría a través de 300 pistas aéreas clandestinas, en un mercado clandestino que ya llegaba a los mil millones de dólares anuales.
Al iniciarse 1995 los agentes antidrogas peruanos incautaron un cargamento de 3,5 toneladas de cocaína de alta pureza que iba a salir del parque industrial de Piura, mil kilómetros al norte de Lima, rumbo a México y que era parte de un envío total de diez toneladas destinadas al poderoso cártel de Guadalajara. Los responsables eran los hermanos peruanos José Tito, Humberto Manuel y Jorge López Palacios, los capos del denominado cártel de Los Norteños.
Expertos judiciales advertían por su parte que el 80 por ciento de las mujeres recluidas en el país estaban purgando condenas por narcotráfico. La mayoría eran mujeres pertenecientes a los estratos más pobres y que habían sido sorprendidas vendiendo pasta base. Les seguían en número las ‘‘mulas’’ o ‘‘burreras’’ que transportaban droga al exterior, casi todas jóvenes hermosas, modelos o de procedencia universitaria.
El 40 por ciento de los 23 millones de peruanos seguía siendo pobre, sin lograr satisfacer sus necesidades básicas. El rápido enriquecimiento que brindaba el narcotráfico se imponía como una de las formas más rápidas y seguras para abandonar la miseria. Eran ya muy pocos los que no deseaban verse involucrados en alguno de los niveles del negocio. En este escenario, Fujimori logró imponerse nuevamente en las urnas y asumió en julio su segundo período al frente del gobierno.
A fines de octubre de 1995, otros once altos oficiales del ejército peruano -dos generales, tres coroneles, cuatro capitanes y dos tenientes-, fueron acusados por un fiscal ante los tribunales de justicia peruanos por delitos vinculados al tráfico de drogas.
Los generales implicados fueron identificados como David Jaime Sobrevilla, quien actuó en 1992 como jefe del comando político militar de la zona del Mantaro, y Macdonald Pérez Silva, miembro de su estado mayor. Sobrevilla era llamado ‘‘El Abuelo’’ por los narcos, y fue acusado de colaborar con el narcotraficante Abelardo Cachique Rivera -alias ‘‘El Negro’’, condenado a cadena perpetua.
Diplomáticos radicados en Lima creían que el problema del narcotráfico en Perú era de muy difícil solución y que ya eran demasiados los oficiales de las fuerzas armadas y de la policía que están participando de sus lucrativas ganancias, al igual que muchos dirigentes políticos e integrantes del poder judicial.
Investigación española
Laura Zúñiga, investigadora de la Universidad de Salamanca, en España, ha señalado que Perú ocupa un puesto clave entre las organizaciones criminales dedicadas a la producción y comercialización de las drogas. Su posición central de cara al Océano Pacífico le otorga un puesto privilegiado para enviar “cargas” importantes a cualquier parte del mundo, especialmente por vía marítima, principal medio de transporte de la cocaína.
La Política Criminal auspiciada por Naciones Unidas desde 1998 de desarrollar cultivos alternativos para finalmente controlar la producción de la cocaína, ha tenido resultados irregulares, difíciles de valorar dada la complejidad de la situación.
La Política Criminal auspiciada por Naciones Unidas desde 1998 de desarrollar cultivos alternativos para finalmente controlar la producción de la cocaína, ha tenido resultados irregulares, difíciles de valorar dada la complejidad de la situación.
Se ha conseguido erradicar zonas de producción de hoja de coca, proponiendo cultivos alternativos como el cacao, pero la complejidad de la problemática que puede considerarse sistémica (pobreza, práctica inexistencia del Estado peruano en amplios territorios, consolidación de cadenas de valor alrededor del narcotráfico), produce rendimientos desiguales en las diferentes zonas. Ello agravado con las alianzas con grupos terroristas restantes de Sendero Luminoso, localizados principalmente en la zona del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro), cuya producción representa el 43% de la hoja de coca peruana.
La competitividad de las organizaciones criminales internacionales se basa en su capacidad para imitar y adaptar los modelos pre-modernos a las demandas de un mercado internacional de bienes y servicios ilícitos. Esto es, han demostrado una adaptabilidad de las relaciones económicas capitalistas en un mundo globalizado para integrar lo local y lo global de una manera eficaz, como ningún otro actor internacional.
Una de las particularidades del tráfico ilícito de drogas que lo convierte en un fenómeno social tan exitoso es que se trata de un delito consensuado: es un delito en el que el victimario (vendedor de droga) y la víctima (consumidor) están de acuerdo. Ello significa que la supuesta víctima no va a denunciar a su vendedor, sino más bien lo va a encubrir.
La sociedad suele ser tolerante con este mercado ilícito. Tan es así que el consumo de drogas está permitido en la mayoría de los países. Ello es producto de una sociedad hedonista, donde no se ve mal, sino todo lo contrario, la búsqueda del placer por medio de sustancias psicoactivas, incluso prohibidas.
En Perú muchos actores identifican al narcotráfico como un fenómeno de “doble moral”. Por un lado, el sistema de libre mercado, con su objetivo de lucro, motiva la existencia de una narcoeconomía, que permite obtener grandes cantidades de capital, asociada con la narcopolítica, que genera la producción y reproducción del capital en alianza con el crimen organizado y cuerpos paramilitares
Es común pensar que, en el combate frente al tráfico de drogas, existe una selectividad penal evidente que orienta el castigo principalmente a los sectores menos favorecidos de la cadena de valor del mercado de la droga, agricultores, pequeños traficantes, “burreros”, mientras que los grandes traficantes se ven continuamente liberados de las penas de prisión
Entre el 20 y el 24 por ciento de la población penitenciaria de Perú está en la cárcel por delitos de drogas. Sólo la tercera parte de esta población, aproximadamente, tiene su situación jurídica definida, siendo la mayoría presos preventivos. Así los que suelen ser encarcelados son los pequeños traficantes, quedando fuera de estos índices los grandes capos de las organizaciones de narcotraficantes.
Gracias al discurso de “guerra contra las drogas” proyectado por Estados Unidos desde los años ochenta, se han promulgado leyes represivas que no respetan el principio de proporcionalidad, incidiendo en los eslabones más bajos de las organizaciones criminales. Esta política criminal en sintonía con la tolerancia cero de la criminalidad callejera supone la represión dura frente al microtráfico, olvidando la gran criminalidad del narcotráfico que, en muchos casos está emparentada con la corrupción política.
Las vinculaciones del narcotráfico con la corrupción de las altas esferas del Estado ha sido una constante en el Perú. Y, en el caso de ser procesados los autores, no han faltado jueces y fiscales que han asegurado la impunidad de los grandes narcotraficantes.
Las vinculaciones del narcotráfico con la corrupción de las altas esferas del Estado ha sido una constante en el Perú. Y, en el caso de ser procesados los autores, no han faltado jueces y fiscales que han asegurado la impunidad de los grandes narcotraficantes.
La alianza de militares con el narcotráfico en Perú llega con el gobierno Fujimori-Montesinos. Sabedores del impacto económico y sociopolítico del tráfico de drogas en el país, una estrategia fundamental de ese gobierno fue el dominio militar de la política antidroga y su ejecución. En 1990 Fujimori reorganizó el Ministerio del Interior en un afán por centralizar el control militar tanto de los operativos antinarcóticos como antiterroristas, a la par que minaban los tribunales especiales que procesaban los delitos relacionados con drogas, reemplazándolos por tribunales ordinarios presididos por jueces y fiscales patrocinados por Montesinos.
La participación pasada de Montesinos en la defensa legal de narcotraficantes y en el suministro de información a la CIA, tuvo un papel crucial en sentar las bases del perverso sistema antidrogas que quedó firmemente asentado después del golpe de 1992. Por decretos ejecutivos el ejército tomó el mando exclusivo de las operaciones antidrogas en regiones claves, además del control de los aeropuertos y puertos marítimos.
Se trata de la mayor captura del Estado por parte de la corrupción política de la historia del Perú. Los tentáculos del aparato Fujimori-Montesinos se propagaron por los altos mandos militares, policiales, Fiscalía, Poder Judicial, el Congreso, los medios de comunicación y los empresarios más poderosos.
Las interceptaciones telefónicas investigando múltiples delitos del crimen organizado revelaron que el entonces presidente de la Corte Superior del Callao, un magistrado de la Corte Suprema y miembros del Consejo General del Poder Judicial favorecían con sus resoluciones casos de narcotráfico, entre otros.
La Procuraduría Pública Especializada en Delitos de Corrupción (PPEDC) difundió el estudio denominado “Corrupción en el sistema de justicia: Caso Los Cuellos Blancos del Puerto de El Callao”, el cual señala que un total de 334 magistrados (151 jueces y 183 fiscales) estaban involucrados o sentenciados por presuntos actos de corrupción en todo el país.
Puerto el Callao

Pero el problema es mayúsculo cuando son los aparatos encargados de hacer cumplir la ley los que trabajan del lado de los delincuentes, para enriquecerse personalmente. El daño al Estado de Derecho, a la Democracia, es tremendo porque a los ciudadanos se les conculca su derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, principal monopolio del Estado, lo cual alimenta la anomia, precisamente caldo de cultivo del crimen organizado. Se produce, así, un círculo vicioso difícil de contrarrestar, que puede ir creciendo como una gran bola de nieve, llegando un momento en que es muy complicado hacer frente a organizaciones criminales poderosas, porque se han infiltrado en los aparatos del Estado, siendo capaces de amenazar la seguridad nacional.
El crimen organizado no sólo está compuesto por profesionales del delito, es decir criminales dedicados organizadamente a la realización de delitos, sino también por colaboradores de distintas profesiones que dan soporte de todo tipo a las organizaciones criminales.
El crimen organizado no sólo está compuesto por profesionales del delito, es decir criminales dedicados organizadamente a la realización de delitos, sino también por colaboradores de distintas profesiones que dan soporte de todo tipo a las organizaciones criminales.
Se trata de un ejército de policías, militares, jueces, fiscales, abogados, aduaneros, empresarios, políticos, asesores, que están al servicio de las organizaciones criminales, por supuesto no a tiempo completo como miembros de ellas, pero que al realizar sus colaboraciones dentro del ejercicio de sus actividades profesiones, no levantan ninguna sospecha, por lo cual resulta muy difícil desenmascarar.
cuellos blancos

La filosofía de estos delincuentes profesionales tiene un sesgo cognitivo que les alienta (“todo el mundo es deshonesto”, “todo el mundo es corrupto”, “cada persona tiene un precio”) y cuentan con una sociedad que va en línea con el reconocimiento social – y hasta la adulación- de quien más dinero tiene sin importar cómo lo ha obtenido. Además, se trata de delitos complejos, con víctimas invisibles o colaboradoras con el autor, que se desarrollan en contextos normalizados (negocios legales), a lo largo del tiempo, con una diversidad de intervinientes, difíciles de identificar y, por tanto, detectar, perseguir y castigar.
Informe JIFE 2021
La superficie total de cultivo ilícito de arbusto de coca en el Perú no ha dejado de aumentar. Según los datos publicados por el gobierno del Perú en noviembre de 2020, la superficie total de cultivos ilícitos era de 49.000 en 2017 y ascendió a 53.134 en 2018 y a 54.644 en 2019.
En tanto, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, JIFE, de la ONU, informó que la producción de coca en 2020 mostró un aumento considerable llegando a 61.777 ha. Ello representa un incremento del 13% en comparación con el año anterior. Al igual que en otros países de la región, son diversos los factores que podrían explicar ese aumento, por ejemplo, la suspensión de las labores de erradicación durante la pandemia de COVID19, el creciente éxodo a las zonas rurales a medida que se deterioran las condiciones socioeconómicas en las ciudades y la inestabilidad política.
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