Jamás olvidaré el sonido del fuego. O, más precisamente, el sonido de los árboles ardiendo por las llamas. La madera prendiéndose, expandiéndose, reventándose y consumiéndose creaba una cacofonía de destrucción arbórea. Este sonido contrastaba, cuestionaba y destruía la imagen ecológica y auditivamente pastoral que tenía del sur de Chile: una idealización marcada por la diversidad de cantos de pájaros, el sereno roce del viento en las ramas de los árboles y el constante e imponente gorgorear del río Bío Bío.
Aunque había visitado Santa Bárbara (Alto Bío Bío, territorio pehuenche) muchas veces para ver a mis abuelos, fue en febrero de 2023 cuando experimenté por primera vez la devastación sonora y material de los megaincendios forestales del Antropoceno. Fue una violencia antrópica que Chile volvió a vivir de manera dramática este mes en la Región de Valparaíso, y cuyas resonancias ya se empiezan a escuchar en el sur del país.
La academia occidental fragmenta la historia del planeta en unidades temporales, ordenando cronológicamente la vida y los eventos que han marcado la historia global. Aunque la época actual oficial sigue siendo el Holoceno, un grupo de académicos de diversas disciplinas ha propuesto una nueva era geológica para nuestra realidad: el Antropoceno, un período caracterizado por el impacto significativo de la actividad humana en el clima y los ecosistemas del planeta.
Aún no existe consenso sobre la fecha de inicio del Antropoceno. Las propuestas varían desde el inicio de la Revolución Industrial en el siglo XIX, con su impacto del carbón y el metano en la atmósfera terrestre, hasta 1945, cuando se probaron y utilizaron por primera vez las bombas atómicas para destruir Hiroshima y Nagasaki, dejando partículas radioactivas detectables en muestras de suelo a lo largo del planeta. Independientemente de su punto de inicio, el Antropoceno se presenta como un período marcado por la violencia antrópica. De ahí el neologismo: Antropo (humano), ceno (joven, nuevo).
La tragedia vivida en la Región de Valparaíso ejemplifica los cambios a nivel escalar introducidos por el Antropoceno. El clima seco y la vegetación árida generados por las sequías, la volatilidad en la dirección del viento y las elevadas y constantes temperaturas que están marcando los veranos chilenos han permitido que estos incendios forestales no solo se amplifiquen orquestalmente, sino que también se vuelvan improvisatoriamente impredecibles
La importancia analítica del Antropoceno radica en que logra explicar la crisis climática actual de manera escalar. El cambio climático se entiende con la expresión de una concatenación de violencias antrópicas. Permite entender –y asumir la responsabilidad– de que los megaincendios forestales son efectos de procesos más amplios, especialmente la expansión de la productividad humana, sobre todo en Occidente. El Antropoceno no solo apunta a la posible intencionalidad detrás de ciertos desastres ecológicos –como se ha sugerido en relación al incendio en la Región de Valparaíso– sino también a los modos silentes pero sistémicos a través de los cuales el ser humano ha acumulado violencia ecológica.
La tragedia vivida en la Región de Valparaíso ejemplifica los cambios a nivel escalar introducidos por el Antropoceno. El clima seco y la vegetación árida generados por las sequías, la volatilidad en la dirección del viento y las elevadas y constantes temperaturas que están marcando los veranos chilenos han permitido que estos incendios forestales no solo se amplifiquen orquestalmente, sino que también se vuelvan improvisatoriamente impredecibles. Efectiva y desafortunadamente, no solo la magnitud, sino también la imprevisibilidad del incendio, que cambió de curso y magnitud constantemente, fue responsable de causar tanta muerte y destrucción.
Es evidente que se requiere un nuevo pacto con el planeta, y es en este momento cuando podemos aprender de formas de conocimiento que históricamente han desarrollado relaciones más sostenibles con el ecosistema. Un ejemplo cercano es el pueblo Mapuche. Su concepto itrofill mongen, traducible como "absolutamente todos los tipos de vida", no solo denota biodiversidad, sino también una relación ecocéntrica con el ecosistema, es decir, una forma de relacionalidad en donde el todo se privilegia sobre cualquier entidad particular. Como explica el poeta Elicura Chihuailaf, el itrofill mongen "es al mismo tiempo la biodiversidad y la biosfera, sin limitarse solo a consideraciones de orden natural. Así, el concepto es también el medio ambiente comprendido en sus dimensiones físicas, sociales y culturales, ya que nosotros los mapuche nos consideramos parte integrante de toda la naturaleza… el motor de la sociedad … [es] el equilibrio que solo puede entregar una interacción de reciprocidad económica, cultural y social".
El itrofill mongen apunta hacia un todo ecocéntrico y biodiverso. Como parte de una cosmovisión en la cual seres vivos y espirituales coexisten en un mismo plano existencial, el itrofill mongen no solo denota un ecosistema biológico, sino también un todo eco-espiritual constituido por entidades tanto materiales como inmateriales. La multiplicidad de relaciones sociales, ecológicas y cosmológicas implícitas en el itrofill mongen están en gran medida coordinadas por el sonido.
Efectivamente, cada habitante de un ecosistema posee un dungun. Aunque históricamente ha sido traducido como habla, lengua o lenguaje, investigadores mapuche, como Desiderio Catriquir Colipan, han ampliado su significación al destacar que dungun también puede ser traducido como "sonido-voz comunicativo".
Quiero poner el ejemplo de la montaña. El mawidadungun, el sonido-voz comunicativo de la montaña, funciona como una sonoridad que proporciona códigos que pueden ser acustemológicamente interpretados por oyentes mapuche, como pronósticos de lluvias, küguny mawida. Asimismo, la mera existencia de estas entidades, su existencia singular, está mediada por su capacidad y modo de sonar, vibrar y afectar. El mawidadungun, en efecto, engloba una serie de sonidos inherentes a la montaña. Es la convergencia de sonidos como el eco producido por la caída de piedras y palos, kümkümi mawida, o el sonido constante de la montaña, lululi mawida, lo que genera la forma de ser en el mundo de la montaña. En otras palabras, no es solo su topografía, sino también su voz específica la que la convierte en una singularidad.
El sonido y la escucha, al posibilitar la coexistencia sostenible de especies humanas y más-que-humanas, facilitan la creación de conexiones afectivas y existenciales entre el ecosistema y sus habitantes. Desarrollar este tipo de relaciones íntimas, diversas y ecocéntricas es esencial para habitar, convivir y sobrellevar la violencia del Antropoceno.
La filósofa Donna Haraway ha propuesto la reconfiguración de nuestra relación con el planeta y sus habitantes a través de una poiesis simbiótica (sym-poiesis), colaborando con nuestros entornos y cohabitantes en la imaginación y generación creativa pero ecocéntrica de nuevos futuros antrópicos. Haraway, de manera provocativa, sugiere que aceptemos y habitemos la crisis medioambiental como una parte fundamental e intrínseca de nuestra vida en el planeta, y no como algo ajeno o pasajero. El itrofill mongen, como una forma de poiesis simbiótica, es un ejemplo de cómo habitar el problema del cambio climático. Nos ofrece un modelo para escuchar los cambios que está experimentando el planeta al mismo tiempo que desarrollamos nuevas relaciones con nuestro ecosistema.
Escuchar la nueva realidad ecológica implica comprender que la pérdida de ecosistemas es una pérdida ética y estética que afecta a todos y todas, entidades humanas y más-que-humanas, forzándonos a desarrollar matrices productivas que también sean creativas.
El punto no es necesariamente aplicar conocimiento ecológico indígena a toda la matriz productiva y política chilena, pero sí comprender que existen otras formas de relacionarse con el medioambiente en medio de la crisis climática. Debemos entender y aprender a vivir en el Antropoceno, colaborando de manera conjunta en la generación de nuevas relaciones con nuestros ecosistemas y en la construcción de un futuro sostenible.
Generar una poiesis simbiótica implica entender que el sonido del fuego se ha convertido en una voz dominante en la ecología sonora del Antropoceno. El fuego antrópico, con su violencia simbólica y material, debe ser escuchado y afrontado de manera integral. Esto implica reconocer que el ecosistema demanda nuevas regulaciones sobre el uso del suelo y la plantación de forestales en áreas urbanas. Involucra dedicar recursos a comunidades locales, fomentando la adaptación, la reforestación y la educación comunitaria, donde se desarrollen técnicas de escucha no solo hacia el ecosistema, sino también frente a los desastres antrópicos (Una de las lecciones de este megaincendio es que las formas de escucha in situ son tan importantes como el Sistema de Alerta de Emergencias digital). Implica generar mayor conciencia en la población sobre el ecosistema en el que habita y cómo ha cambiado con la crisis climática: cómo se ha vuelto más volátil, convirtiendo la prevención, la sustentabilidad y la afectividad hacia el medio ambiente en herramientas esenciales para sobrevivir a los desastres antrópicos.
Con los armónicos de nuevos megaincendios resonando en el sur, se vuelve imperativo sintonizar con esas resonancias negativas. No solo para mitigar tragedias, sino también para prevenir y construir formas sostenibles de ser y vivir en el Antropoceno. Escuchar la nueva realidad ecológica implica comprender que la pérdida de ecosistemas es una pérdida ética y estética que afecta a todos y todas, entidades humanas y más-que-humanas, forzándonos a desarrollar matrices productivas que también sean creativas. No se trata simplemente de generar una cultura del incendio, del terremoto o de cualquier otro desastre, sino de cultivar una cultura del Antropoceno.
(*) Luis Achondo. Doctor en Musicología y Etnomusicología (Brown University). Investigador asociado del Núcleo Milenio de Culturas Musicales y Sonoras (CMUS) e investigador postdoctoral en la Pontificia Universidad Católica.
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