Canto o teatro. Sería una dualidad que presionaría a Víctor durante toda la década de los sesenta, porque ambos lo hacían vibrar de igual forma y le exigían grandes cantidades de su tiempo. El teatro, más bien su dirección, porque no era bueno actuando, era la pasión original. Pero el canto era una herramienta más potente y masiva para esas reivindicaciones sociales, y para el anhelo de justicia que ya determinaba su rol en un escenario. Con una obra podías llegar a un teatro lleno. Pero con una canción podías alcanzar a generaciones enteras. Lo mismo en un concierto o en un disco transmitido por la radio. Su trabajo en Cuncumén era una especie de crisol para ambas pasiones: el canto de exploración campesina junto al rigor de la academia que aplicaba como director escénico del conjunto. Su aporte musical figura en cuatro discos de Cuncumén. En el ya descrito primer disco de 1957, al grabar “Se me ha escapado un suspiro”. Al año siguiente cantó dos villancicos que Violeta Parra escribió para el grupo a expresa petición de él: “Décimas por el nacimiento” y “Doña María, le ruego”, además de “Entonces me voy volando”, también de Violeta, que cantaría con Alejandro Reyes.
La hermosa “Palomita verte quiero”, conocida luego como “Paloma quiero contarte”, su primer gran éxito. Una canción romántica que le escribió a Joan durante la gira que Cuncumén hizo en 1961 por países del área soviética.
Ese año clave de 1960, Víctor también grabó con Cuncumén su primera canción: la tonada “Las palomitas”, conocida luego como “Dos palomitas”. Y en el disco subsiguiente, Geografía musical de Chile (1962), compuso y cantó “Acurrucadita te estoy mirando” y dos temas importantes en su carrera musical: “Canción del minero”, que es su primera canción de contenido político y social, y la hermosa “Palomita verte quiero”, conocida luego como “Paloma quiero contarte”, su primer gran éxito. Una canción romántica que le escribió a Joan durante la gira que Cuncumén hizo en 1961 por países del área soviética, además de Holanda y Francia.
Paloma quiero contarte
que estoy solo,
que te quiero.
Que la vida se me acaba
porque te tengo tan lejos,
palomita verte quiero.
Lloro con cada recuerdo
a pesar que me contengo.
Lloro con rabia pa’ fuera
pero muy hondo pa’ dentro,
palomita verte quiero.
Como tronco de nogal
como la piedra del cerro
el hombre puede ser hombre
cuando camina derecho,
palomita verte quiero.
Cómo quitarme del alma
lo que me dejaron negro,
siempre estar vuelto hacia afuera
para cuidarse por dentro,
palomita verte quiero.
(Víctor Jara, “Palomita verte quiero”).
Su amplio departamento, en la comuna de Providencia, le permite tener un piano de cola rodeado de fotografías de su paso por el grupo. En varias de ellas aparece, siempre sonriente, Víctor Jara.
Cuando Mariela Ferreira entró al grupo Cuncumén, a mediados de 1960, Víctor Jara era el encargado de las danzas y escenógrafo. Pero en el escenario era un integrante más. Bailaba, cantaba e interpretaba instrumentos, preferentemente la guitarra. Mariela había estudiado piano, teoría y solfeo desde los seis años en el Conservatorio, y era estudiante de Educación Física cuando recibió la invitación de unirse a Cuncumén. Había formado un coro de estudiantes que recorrió todo Chile y un día abrieron una actuación del grupo creado por Margot Loyola que llamó la atención de Silvia Urbina, una de las fundadoras. “Yo bailaba y tocaba la guitarra y casi me morí cuando me invitaron. Porque el Cuncumén era una cosa enorme, importante”, cuenta sonriente. Su amplio departamento, en la comuna de Providencia, le permite tener un piano de cola rodeado de fotografías de su paso por el grupo. En varias de ellas aparece, siempre sonriente, Víctor Jara.
Un día, luego de clases particulares o de nivelación que hizo con Silvia Urbina, le dijo que ya estaba lista para incorporarse al trabajo de preparar la próxima gira del conjunto. Llegó al centro de Santiago, a un local que arrendaban arriba de un restaurante chino y le presentaron al grupo, entre ellos, Rolando Alarcón y Víctor. Mariela recuerda: “Ya era un artista muy conocido. Al comienzo le tuve miedo, porque era muy estricto. De las 7:30 de la mañana a 8:00 nos preparaba con expresión corporal, que era aprender a movernos en el escenario con diferentes músicas, a cambiar el rostro si era una música triste o si era una música alegre, todo lo que significa expresión, que a mí me encantaba. Miraba la hora: 7:30, decía, y le ponía llave a la puerta. Los que llegaban atrasados se quedaban afuera nomás. Después de la media hora, te dejaba entrar y te miraba como diciendo ‘grrr’”.
Un día alguien del grupo dejó una llave abierta en un baño y a los chinos se les inundó el restaurante. Los echaron de inmediato y terminaron arrendando un salón en una casa antigua cercana, en el barrio Villavicencio, llamada la “Casa de la Luna”. Tenía un gran patio interior y se reunían ahí todo tipo de artistas, de teatro, del ballet, músicos y pintores. Tenían que trabajar en dobles turnos porque debían preparar la gran gira de seis meses que desde mayo a octubre de 1961 harían por Holanda, Francia y, tras la Cortina de Hierro, a varias ciudades de la ex Unión Soviética, Polonia, Bulgaria, Rumania y la ex Checoslovaquia. “Víctor nos empezó a enseñar cómo movernos en el escenario. Por ejemplo, nos decía que no se puede poner el grupo que canta aquí y los que están bailando delante o tapando porque ensucia la visión del escenario, que no ven bien la danza ni ven a los de atrás que están cantando. Ideó la manera en que se distribuyen los intérpretes a un costado para despejar la pista. Inventó esa disposición que se usa hasta hoy”, recuerda.
Rolando se fue concentrando en lo artístico, preferentemente en la elección e interpretación de las canciones, y Víctor en lo escénico, los bailes. Él, con su formación teatral, les dio otra característica, pautas para subir al escenario, los ordenó con los intérpretes a un costado, con los hombres atrás, las mujeres adelante y un espacio para las danzas.
La actitud era una pieza clave que le gustaba recalcar. La actitud al enfrentar un baile o un instrumento musical: “Era tan exigente que hasta te corregía la manera en cómo te sentabas con la guitarra. ‘Mariela’, decía, ‘piernitas juntas, los hombros atrás, jamás eso’. Luego, se preocupaba de cómo íbamos a saludar o despedirnos al salir del escenario. Siempre contentos, inclinarse, qué sé yo”, cuenta.
Prepararon un recital de dos partes, la primera con bailes campesinos con ojotas y luego los más típicos de huasos con espuelas, de salón. Claro que la aparición del conjunto venía después de la actuación de Margot Loyola, la maestra, como respetuosamente la llamaban todos, partiendo por Víctor Jara. Con veintidós años, Gabriela Yáñez era la menor de las mujeres del elenco de nueve integrantes que partiría a la gira, además de los directores. Por ello, le decían la “Guagua”, que es como llaman en Chile a los recién nacidos. Había ingresado hace un par de años y había sido reclutada por Rolando Alarcón, a quien Margot le había confiado la dirección artística y un espacio de liderazgo que disputaba con Víctor. “La relación entre ambos era difícil”, recuerda Gabriela, “porque los artistas tienen sus egos. A veces no coincidían, pero, en general, lograban un acuerdo y terminaba todo bien”.
Rolando se fue concentrando en lo artístico, preferentemente en la elección e interpretación de las canciones, y Víctor en lo escénico, los bailes. Él, con su formación teatral, les dio otra característica, pautas para subir al escenario, los ordenó con los intérpretes a un costado, con los hombres atrás, las mujeres adelante y un espacio para las danzas. En mayo de 1961, poco antes de partir a la gira detrás de la Cortina de Hierro, realizaron un concierto en el Teatro Municipal de Santiago a manera de ensayo general. Víctor y Rolando endurecieron aún más la disciplina para que todo saliera perfecto y el viaje estuviera precedido por excelentes críticas locales. Ni un milímetro de danza, ni un bemol en los arreglos, ni un rasgueo dudoso, nada podía salirse del rigor del trabajo para la gira más importante de un conjunto chileno en el exterior. Además, con una carga política no menor en un mundo dividido en dos caras irreconciliables.
Gabriela, la Guagua, recuerda que Víctor tuvo especial cuidado con el vestuario y la escenografía que encargó a dos conocidos suyos de la escuela y que marcarían pauta en el teatro y las artes visuales del país y del extranjero: Norma Lomboy y Fernando Krahn, el escenógrafo que deslumbró a todos con su labor en Parecido a la felicidad. “Antes nos poníamos lo que cada uno quería, pero eso se acabó con Víctor”, dice Gabriela sobre el vestuario. Y recuerda cómo la magia de Krahn brilló con sus juegos de luces y puestas en escena coordinadas a la perfección con la música, los bailes y el colorido de los trajes. Krahn nunca volvió del exilio luego del golpe del 73 y murió a los 75 años, en 2010 en Barcelona, teniendo a su haber un legado riquísimo como artista visual multidimensional, dibujante, escritor de libros infantiles, caricaturista y colaborador de grandes medios de Estados Unidos y España.
Varias cuncumenas, que en esas jornadas andaban entre los veinte y los veinticinco años, estaban enamoradas por el atractivo seductor de Víctor, que se acercaba a los treinta. Su magnetismo, su sensibilidad y esa sonrisa fulminante hacían que hablaran de él a escondidas.
A Gabriela le gustaban los bailes zoomórficos, esos donde el bailarín o bailarina imita el movimiento de algún animal y muy propios del folclore chileno: “Y más cuando tenía que bailar con Víctor. Era un excelente bailarín, tenía gracia, una prestancia impecable… Era regio. Hacíamos el pequén (lechuza pequeña) y él se transformaba mágicamente en un pájaro. Y las dos cuecas le salían precioso, la de gañán con ojotas y la otra de salón con poncho y espuelas”.
Varias cuncumenas, que en esas jornadas andaban entre los veinte y los veinticinco años, estaban enamoradas por el atractivo seductor de Víctor, que se acercaba a los treinta. Su magnetismo, su sensibilidad y esa sonrisa fulminante hacían que hablaran de él a escondidas y en un secreto cómplice que ninguna se atrevía a romper. Porque, de un momento a otro, se transformaba en el recto y distante profesor o en el hombre profundamente enamorado de la prestigiosa bailarina Joan Turner.
Llegó el día. Comenzaba la gran aventura. Rolando Alarcón y Víctor Jara comandaban la delegación artística con Margot Loyola como estandarte. Las mujeres del elenco eran Silvia Urbina, fundadora y una de las jefas del grupo; Mariela Ferreira, la “Gorda” como le decía cariñosamente Víctor; Nancy Báez, la “Choli” (diminutivo de cholita o negrita); y Gabriela Yáñez, la Guagua. Los hombres eran tres: Jaime Rojas, Juan Collao y Clemente Izurieta. Y como jefe de delegación, más bien en las labores administrativas y políticas, iba Rubén Sotoconil, actor, dramaturgo, director y uno de los fundadores del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, y unos veinte años mayor que los muchachos del elenco. A él se acercaban cuando necesitaban dinero. Así lo hizo Víctor en la primera escala que hizo el avión, en Ámsterdam, para comprarse una cámara fotográfica, hobby que se convertiría en otra de sus pasiones artísticas.
Le maravilló la delicadeza del instante, la belleza del encuadre, lo imperecedero del retrato de luces y sombras. Una herramienta como parida de la dirección teatral. Por años anduvo con su cámara cargada, a punto de desenfundar. O, derechamente, les pedía a sus alumnos que posaran para él. El actor Eduardo Barril, entonces un delgado sureño de mirada inquieta y grandes ojos azules, recuerda una anécdota como modelo de Víctor Jara: “Me pidió que subiéramos al techo de la escuela para tomarme unas fotos. Era un día con mucho sol y teníamos unas horas libres así que acepté feliz. Me pedía gestos y que hiciera tal expresión de un personaje de alguna obra. Estaba como ensayando una dirección de cine o de teatro traducida a la cámara que recién se había comprado en un viaje a Europa”.
El rostro de Mariela se ilumina al recordar esa gira por la ex Unión Soviética y otros países socialistas. El día de la partida se le hace imborrable: 30 de mayo de 1961. No cabe duda que esos cinco meses los marcaron a todos y todas.
Esa gira de cinco meses despertaría también otros intereses en un Víctor que se negaba a sentirse encasillado en su afán creativo y expresivo. Experiencias que lo traerían de vuelta a Chile como un Hombre Nuevo.
El rostro de Mariela se ilumina al recordar esa gira por la ex Unión Soviética y otros países socialistas. El día de la partida se le hace imborrable: 30 de mayo de 1961. No cabe duda que esos cinco meses los marcaron a todos y todas. Fue una gira extenuante, cantaron en decenas de ciudades hasta cuatro o cinco veces por día recorriendo miles de kilómetros en avión, trenes o buses. Llenaron teatros magníficos y también plazas públicas abarrotadas de gente que iban a ver a este grupo que venía de Chile y que, pese a las diferencias del idioma, transmitía un puñado grande de emociones difíciles de definir. Y un gran punto a favor: la gira fue desde la primavera, todo el verano y hasta comienzos de otoño, el clima perfecto para visitar países que en invierno se hacen insoportables a la intemperie. Por eso, caminaron bastante, otro de los pasatiempos preferidos de Víctor.
“Estuvimos en muchos pueblos que recorrimos incluso arriba de micros viejas como las que andaban en Santiago. Y lugares exóticos como los puentes colgantes en las montañas de Pamir en Tajikistán. Fue maravilloso”, cuenta Mariela. “Visitamos escuelas, poblados, jardines infantiles donde les cantábamos a los niños. Y hermosas ciudades, por supuesto. Date cuenta de que sólo en la Unión Soviética estuvimos dos meses de gira”. Víctor hablaba con Sotoconil para que le hiciera la mayor cantidad de reuniones con gente de la cultura, principalmente escuelas de Teatro y para poder ver obras en el idioma que fuera si la agenda del conjunto lo permitía. Pero muchas veces, en las noches tibias de Europa y luego de alguna de estas jornadas extenuantes, se daba una ducha, se ponía ropa liviana e invitaba a quien se sumara a recorrer la ciudad de turno.
“Estábamos en Praga luego de una función también muy aplaudida, cerca de unas termas, y ya estaba lista para acostarme a dormir, cansada como perro. Me había sentado en la cama para sacarme los zapatos cuando siento que me golpean la puerta y se escucha la voz inconfundible de Víctor: ‘Gorda, ¿te acostaste ya?’. ‘No, Víctor’. ‘¿Salgamos a pasear? Salí y me encontré con una noche preciosa y caminar por Praga, por la antigua Praga, es un sueño’. Me puse los zapatos y salí con él a caminar”.
Víctor tenía razón. Caminar por Praga, por las riberas del río Moldava y en una noche de verano, era realmente un sueño, uno que quería compartir con la cuncumena más cercana que tenía. Y a quién podría contarle sobre ese amor tan lejano y que no lo dejaba tranquilo. Luego de bailar y cantar cerca de los baños termales terminaron recibiendo masajes y un festín de carne y cerveza que terminó con todos bailando danzas eslovacas y tratando de cantar en un idioma que jamás habían escuchado. La fiesta fue de antología. Por eso, todos terminaron extenuados, menos Víctor, que quería caminar y conversar. Le habló a Mariela de su amor por Joan, le dijo que estaba componiendo por primera vez y era una canción para ella. Hablaba de lo mucho que la extrañaba. “Paloma quiero contarte”, se llamaba el tema. Y que la había llevado a su población Los Nogales un par de días antes de la gira porque sus amigos y familiares le hicieron una despedida y él quería tenerla ahí, en la intimidad de su gente que poquísimos conocían porque, como ya les dije, para Víctor, Los Nogales era como un cofre del alma que se abre muy pocas veces. Y allá llegó Joan, a una población del Chile más urgente e invisibilizado, para compartir con el núcleo de Víctor y terminar bailando con todos ellos luego de la cena, cuando los muebles se corren hacia la pared para dejar espacio a la pista. Víctor terminó cantando derechamente borracho por el vino y por la felicidad de presentar a su amor, su gran amor, a sus seres más queridos.
Estaba sorprendido con los avances sociales y culturales de la Unión Soviética, y con la sencillez que veía en su pueblo que identificaba como uno cálido y culto gracias a los avances bolcheviques en la educación y nutrición de los más pobres.
Mariela escuchaba atenta su relato que combinaba la nostalgia con las risotadas. Pero el dolor de los pies la estaba matando porque en el apuro no atinó a ponerse zapatos cómodos y salió con un par con tacos que se pegaban en las ranuras de los adoquines.
“Sácatelos, Gorda, te estás haciendo pedazo los pies y hay mucho que bailar todavía”, le dijo Víctor. Siguió hablando de Joan y de la importancia del arte en el Chile que debía construirse en favor de los más pobres. Estaba sorprendido con los avances sociales y culturales de la Unión Soviética, y con la sencillez que veía en su pueblo que identificaba como uno cálido y culto gracias a los avances bolcheviques en la educación y nutrición de los más pobres. También le habló sobre lo mucho que quería el teatro, por su disciplina y expresión. Aunque le cargaba ser actor. “Lo mío, Gorda”, le dijo seriamente mirándola de frente, “es ser un buen director”. Era cálido Víctor. En una carta enviada a Joan y que ella incluyó en su libro, hay una anécdota de este viaje a la ex Checoslovaquia que retrata su sensibilidad:
“Mijita, he visto muchos trajes típicos maravillosos en las distintas ciudades eslovacas. He detenido en las calles a campesinas para examinar sus trajes o fotografiarlas. Se asustan mucho, sin embargo, con ayuda de simpatía ceden y son muy cariñosas cuando te dan la mano. Te la acarician y tú notas la dureza de sus manos, cómo trabajan en el campo igual que el hombre. Es gente que te emociona mucho con su sencillez y cariño… yo soy muy sentimental, como tú sabes, y algunas veces quisiera llorar cuando siento y veo la bondad humana y la comprensión sobrepasando las barreras del idioma…”.
Víctor Jara en Víctor, un canto inconcluso, de Joan Jara. Lom, 2007.
Cálido, sonriente, amable. Tres características que Nancy Báez, la Choli, también resalta de él luego de los cinco meses que convivieron en esas tierras lejanas: “Lo recordaré siempre como una persona muy correcta, muy respetuosa con nosotros, atento. Pero, en general, era un poco solitario. No participaba en cosas sociales, se marginaba de eso si podía hacerlo. En una oportunidad él tuvo gestos lindos conmigo, fue en un viaje en un avión chico que hicimos hacia Minsk”. Lo que cuenta Nancy es de una película de terror arriba de un avión que daba vueltas en medio de la tormenta rumbo a la que hoy es la capital de Bielorrusia y uno de los focos culturales de la ex Unión Soviética, por su gran cantidad de museos y teatros. Una tormenta de verano sobre los montes que rodean la parte occidental de Minsk que, además, albergaba la sede central de la temida KGB. Los bultos caían de los maleteros y las azafatas ya habían desaparecido para amarrarse aterradas en sus propios asientos. La luz se apagaba en cada turbulencia que los hacía creer que en cualquier momento el avión se desgarraría como un papel en medio de truenos y relámpagos venidos del infierno. Varios lloraron o gritaron, otros simplemente se entregaron al rezo o al poder del destino. La Choli creyó que era el final, así ya lo había asumido cerrando los ojos y sollozando en silencio. “Era como si el avión diera vueltas de campana. Una pesadilla. Entonces, sentí que Víctor se me sentó al lado para tranquilizarme mostrando mucha serenidad y esa sonrisa suya que ayudó a calmarme. Se portó muy bien conmigo”, cuenta.
“Admiré mucho a Víctor”, complementa Mariela, “lo quise mucho porque además era... era tan capo, tan sensible. Era justo cuando te corregía, aunque a veces era bien pesado, por ejemplo, cuando debía repetir la instrucción. Pero siempre era lo preciso que tenías que arreglar o modificar. Tenía ese ojo como hombre de teatro".
Siempre estaba pendiente de los demás, pendiente del bienestar colectivo. Otra anécdota de Nancy Báez: “Desayunábamos a las 10 u 11, que es el horario tope que casi todos los hoteles tienen en el mundo antes de cerrar el salón para preparar el almuerzo. Pero nos acostábamos muy tarde después de las presentaciones porque llegábamos a la pieza a lavar ropa, a planchar y dejar todos los trajes preparados porque muchas veces teníamos que salir a otra ciudad temprano. Entonces, nos quedábamos dormidas y quedarse sin desayuno era matarse de hambre hasta tarde porque tampoco teníamos tanto dinero para andar comprando almuerzo todos los días. Así que cuando eso pasaba, Víctor llegaba media hora antes para que los garzones no levantaran las mesas del desayuno antes de que bajáramos nosotras”.
“Admiré mucho a Víctor”, complementa Mariela, “lo quise mucho porque además era... era tan capo, tan sensible. Era justo cuando te corregía, aunque a veces era bien pesado, por ejemplo, cuando debía repetir la instrucción. Pero siempre era lo preciso que tenías que arreglar o modificar. Tenía ese ojo como hombre de teatro. A mí me recalcaba lo de mi expresión al cantar, la expresión corporal, el rostro. ‘Mariela, tú lo haces bien, no te ‘chupes’ en el escenario. Si tienes que reírte, ríete con ganas; si estás sufriendo, que se vea la cara sufriente’, me decía. Me sirvió para siempre esa docencia. Que una cosa es cantar y la otra es interpretar. ‘Siempre es importante la letra’, me decía, ‘tienes que estar pensando en ella, no preocuparte sólo que sea bonito lo cantado... Si es una canción de amor no correspondido que se note en ti el sufrimiento’”.
A Mariela le contaba sus sentimientos personales, su amor a Joan, pero también le gustaba su sentido del humor. Le tenía un sobrenombre. “Ven acá, Romi Schneider, parece que este gallo habla alemán y quiero hacerle unas preguntas”, le decía riendo. Porque Mariela había estudiado en un colegio alemán y servía de intérprete en las conversaciones que Víctor se armaba en los teatros o escuelas de Teatro que visitaba en cada ciudad. Así que se ganó el apodo de la actriz alemana que brillaba en Hollywood, además que la encontraba así de refinada y distinguida. “Me decía que cuando le hablaba en castellano parecía toda dura, pero que cuando lo hacía en alemán me transformaba en una dulce paloma, jaja”.
Era fácil reconocer cuando andaba de buen humor. Se ponía juguetón, hacía mímicas y muecas como en sus tiempos con Noisvander, o saltaba mientras contaba alguna anécdota caminando por las calles. “Muy divertido y juguetón”, cuenta Mariela. “Siempre me decía: ‘Gorda, guárdame un asiento en la micro’, porque usábamos esos buses viejos de pueblo en pueblo donde también cargábamos los trajes y los instrumentos. Se sentaba conmigo y hasta me contaba algún chiste picante o historia de campo subida de tono, y terminaba a las carcajadas. Llegamos a tener una gran confianza de amigos”.
Claro, Margot tenía su genio. Y hacía notar su condición de estrella que la hacía chocar con el ego de otra de las líderes del grupo, la también fundadora Silvia Urbina, quien terminó distanciándose del resto de las muchachas. El choque entre ambas se fue agudizando con la fatiga del viaje y la convivencia.
Pero en otros viajes subía en silencio a la micro. Y ahí también era fácil descubrir que andaba de mal humor. “Entonces se subía y se ponía el poncho hasta las orejas. Buscaba un asiento lejos y no hablaba en todo el camino. Yo sabía que no había que acercarse a él, quién sabe qué problemas tendría, pero después se le pasaba”. “Víctor era up and down”, añade Mariela, pero no era el único que mostró cambios de temperamento durante la gira: “Como sabes, viajábamos con Margot Loyola, la gran maestra de todos y también de Víctor, quien la respetaba mucho. Nosotros también la queríamos harto, éramos unas jóvenes que aprendíamos mucho de ella, no sólo del arte sino también de la vida, de toda la experiencia que tenía recorriendo todo Chile, de norte a sur y hasta Rapa Nui, de donde también nos mostró por primera vez su música y danza. Margot tenía un gran sentido del humor, era muy alegre y entretenida. Pero también, como buena artista, tenía su genio”.
Claro, Margot tenía su genio. Y hacía notar su condición de estrella que la hacía chocar con el ego de otra de las líderes del grupo, la también fundadora Silvia Urbina, quien terminó distanciándose del resto de las muchachas. El choque entre ambas se fue agudizando con la fatiga del viaje y la convivencia, porque el último acto era el pie final de cueca animado por el bailarín principal que había elegido el elenco para esta misión clave de broche de oro: Juan Collao. Pero la dama era una disputa entre Margot y Silvia, las dos se sentían en la condición de protagonizar ese honor junto a Collao y, ahí, debía intervenir Víctor para dirimir. Por él, tendría a Margot siempre, pero tampoco podía obviar los méritos de una de las fundadoras. Un desastre que lo desgastaba mucho porque eran precisamente estos líos de egos que tanto vio en el teatro y en la música los que lo desencajaban.
Casi seis décadas después, Mariela se toma estos líos con humor. Se ríe de buena gana: “El pobre Collao nunca sabía con quién iba a bailar y se complicaba al igual que Víctor, que adoraba a Margot y ella a él. A propósito de eso y del mal genio que podía tener Víctor, una vez estábamos en la orilla del mar, con un sol maravilloso de verano. No me acuerdo de qué país. No estábamos en la playa, sino sentados en las escalinatas de un edificio muy grande que daba a la costanera. Algo habremos estado esperando porque estábamos todos ahí conversando, contando chistes, y de pronto alguien sacó una guitarra y se puso a cantar algo del repertorio de Margot. ‘Ya’, dije, ‘yo soy la Margot Loyola’. Me paré y empecé a imitarla, como cantaba y se movía en el escenario en medio de las carcajadas de todos. Hasta que se quedaron todos callados mientras yo estaba en lo mejor. Me di vuelta y me topo con Víctor que había llegado de improviso y su cara típica de ‘grrr’… ‘Mariela’, me dijo muy enojado delante de todos, que se quedaron helados por su severidad, ‘a la maestra no se le hace esto’”.
Después de ver los barcos del puerto y cruzar varias plazas, se topó con una muchedumbre que veía teatro callejero, algo muy común en las ciudades que ya habían recorrido. Lo atrajeron los aplausos. Trató de comunicarse preguntando por entradas, pero entendió que el foro abierto estaba agotado.
En la suma y resta, vieron a Víctor más sonriente que gruñón. Y muy dispuesto a empaparse con la realidad del socialismo y su gente, como ocurrió en septiembre cuando llegaron a Yalta. Una noche después de una función, y como de costumbre, Víctor salió a caminar por la hermosa ciudad puerto —hoy de la República de Crimea— que se hizo famosa porque ahí se firmó el tratado entre Churchill, Roosevelt y Stalin para repartirse Europa tras la Segunda Guerra Mundial. La noche a orillas del mar Negro era sensacional. Las muchachas se fueron en otro grupo que lideraba Rolando Alarcón, a quien le gustaba mucho terminar bailando en algún club de moda, incluso aquellos ritmos del imperialismo, como el rock and roll que se escuchaba y bailaba entre los jóvenes soviéticos.
Después de ver los barcos del puerto y cruzar varias plazas, se topó con una muchedumbre que veía teatro callejero, algo muy común en las ciudades que ya habían recorrido. Lo atrajeron los aplausos. Trató de comunicarse preguntando por entradas, pero entendió que el foro abierto estaba agotado. Las risotadas de la gente despertaron aún más su curiosidad por saber qué estaba pasando. Corrió detrás de las murallas que rodeaban el escenario para buscar un claro desde donde mirar. Se topó con gente que usaba espejos en altura, pero no se atrevió a pedir uno prestado porque dejaría a alguien sin ver. Miró alrededor y se topó con un árbol un poco más allá, donde había un puñado de jóvenes encaramados en las ramas. En sus años de Lonquén se hizo ducho en el arte de subirse a los árboles, así que estaba en eso cuando la obra llegó al intermedio y tuvo que esperar que bajaran algunos para subirse otra vez. En esta situación, se hizo amigo de otros jóvenes encaramados en las ramas, comunicándose quién sabe cómo. Entendió que eran obreros de una fábrica de tractores y estos que él era un artista chileno que estaba presentándose por el país con una compañía de baile folclórico. Y que, al igual que ellos, era comunista. “Llegó muy contento al hotel a contar que había conocido a unos amigos arriba de un árbol”, dice Mariela. “Y nos fueron a ver luego a unas funciones. Para nosotras, eran los amigos del árbol de Víctor. Salimos con ellos luego de presentarnos. Eran muy simpáticos”, añade Gabriela. Vladímir y Piotr, así se llamaban, terminaron siendo muy amigos de Víctor. Eran obreros de la fábrica de tractores de la ciudad de Járkov y andaban de vacaciones en los balnearios del sur junto a sus esposas e hijos.
El periodista ruso Leonard Kósichev estuvo de corresponsal en Chile durante el gobierno de la Unidad Popular. Así conoció personalmente a Víctor, a quien dedicó su libro La guitarra y el poncho de Víctor Jara, que mencionamos anteriormente, y en donde rescata anécdotas y conversaciones con él. Para este texto, entrevistó a Vladímir Pianij décadas después:
También se hizo amigo de unos pintores. Fue en la ex Leningrado, rebautizada como San Petersburgo. “Una vez”, dice Gabriela, “llegó muy apurado con ropa de actuación para que se la plancháramos. Nos pedía esos favores. ‘Pero por qué tienes tanto apuro si no es la hora de actuar’, le dijimos.
“Nuestro encuentro con Víctor se produjo en una forma original. En Yalta, en un teatro al aire libre, daban concierto unos artistas de Moscú. Fue imposible conseguir entradas para ese concierto en el que tomó parte Guclena Velikánova. Entonces, decidimos subirnos a un árbol para ver desde allí el espectáculo. Junto con nosotros subió al árbol otro ‘espectador’, que empezó a explicarnos algo con gestos y pronunciando algunas palabras rusas con marcado acento extranjero. Así nos conocimos. Nos entendíamos como podíamos, desde el primer encuentro y hasta su partida. En mi vida —continúa Vladímir— pude conocer a muchos compañeros extranjeros. En nuestra fábrica trabajaron en distintos períodos practicantes de otros países. De buena gana les transmitíamos nuestra experiencia, descansábamos juntos. Pero el destino nos preparó un regalo: el encuentro con Víctor Jara. ¿Cómo podíamos pensar nosotros en aquel momento la suerte que nos esperaba? Que sepa Joan —y así se lo escribí, dice Vladímir— que nunca olvidaré a Víctor. Para nosotros siempre será un joven lleno de vida y comunicativo. Con él paseamos por Yalta, visitamos cafés, nos bañamos juntos en el mar y tomamos el sol. Víctor seducía por su cordialidad y sinceridad. Sentía una extraordinaria curiosidad por todo lo que le rodeaba. Pasamos junto con Víctor tres días y estuvimos con él hasta que la motonave ‘Rossía’ zarpó de Yalta. Nuestra despedida se prolongó un poco más de lo debido. Llegamos al atracadero cuando los demás artistas del conjunto ya estaban allí. Se sentía que les había disgustado nuestra demora. Pero Víctor les dijo algo muy rápido, señalándonos a nosotros y todos sonrieron. Al despedirse dimos un fuerte abrazo a nuestro amigo chileno”.
Leonard Kósichev, La guitarra y el poncho de Víctor Jara. Editorial Progreso, 1990.
Gabriela, la Guagua, hace un punto acá, porque el grupo quedó enojado con Víctor por algunos días. “Por andar con ellos, con ‘los amigos del árbol’, no participó en un almuerzo que hicimos preparando el 18 de septiembre en el balneario de Yalta. Y nos molestamos porque se restó de una celebración importante, con Margot que preguntaba mucho por él”.
También se hizo amigo de unos pintores. Fue en la ex Leningrado, rebautizada como San Petersburgo. “Una vez”, dice Gabriela, “llegó muy apurado con ropa de actuación para que se la plancháramos. Nos pedía esos favores. ‘Pero por qué tienes tanto apuro si no es la hora de actuar’, le dijimos. Y era que se había hecho amigo de unos pintores y querían que él posara con esa ropa. Iban a hacer unos dibujos de él y nos fueron a ver al recital para hacer bocetos del conjunto”. Uno de los pintores se llamaba Solomón Epshtéin e invitó a Víctor a su taller ubicado en esta ciudad a orillas del río Neva. Kósichev cuenta en su libro lo que recuerda Salomón de ese encuentro con el artista chileno: “Una clara noche estival de 1961 fuimos mi amigo, el pintor Alexander Pasternak y yo, al teatro del parque de reposo donde, según decía el anuncio, daba un concierto el conjunto de canto y danza Cuncumén”.
“Yo era la única elegante que tenía grabadora”, dice riendo Mariela. “Hay ensayos de él cuando canta en la radio Moscú. Se la pasé a Víctor y la usó para sus primeras composiciones”.
Y continúa: “Decidimos arriesgarnos, compramos entradas y no nos arrepentimos. El concierto nos produjo un verdadero placer. Las sonrisas incitantes de las muchachas en ondulantes vestidos. La acentuada discreción de los esbeltos muchachos en trajes típicos de campesinos chilenos con sus invariables sombreros. Bailaban, cantaban con ardor y devoción... Entre todos se destacaba un joven, no muy alto, ágil y plástico como un resorte, la plasticidad de sus movimientos era excepcionalmente elegante y natural y la misma soltura se oía en su maravillosa voz. Admiramos con ojos de pintores profesionales su hermosa cabeza de tupido y corto pelo negro tirando a azul. Tenía ojos tristes y una deslumbrante sonrisa en el rostro moreno. Sentí grandes deseos de pintar su retrato. En el entreacto fuimos a los bastidores y pedimos llamar al artista. Salió, sonriendo un poco turbado. Resultó ser uno de los dirigentes del conjunto a pesar de su juventud y de que estaba estudiando en la Escuela de Teatro. Se llamaba Víctor Jara”.
“A través de la intérprete pedimos al artista que nos posara para el retrato. Eso lo turbó aún más. Además, la intérprete dijo que no podría acompañarlo a nuestro taller. Entonces, viendo nuestra contrariedad, el artista propuso ir sin la intérprete. ‘¿Cómo vamos a entendernos entonces?’, le preguntamos. Sonrió y nos enseñó sus manos diciendo que con los gestos”.
“Al día siguiente fuimos a buscarlo. Llevaba pantalón negro y ancha camisa azul, además se puso un poncho de lana casera y tomó la guitarra (...). Si no me equivoco Víctor estuvo en mi taller tres veces. Apoyando un pie en la silla, cantaba canciones chilenas a veces alegres, pero la mayoría tristes, se acompañaba de la guitarra, mientras Pasternak y yo trabajábamos sobre su retrato. El retrato que hice es más bien un bosquejo; más tarde lo exhibí en una exposición de la Unión de Pintores de Leningrado y en el Museo Ruso. Es tan maravilloso que encuentros tan asombrosos sucedan a veces por casualidad”, concluye el artista en el libro de Kósichev.
Entre muchas anécdotas de este viaje, hay una que no puede quedar fuera, también fruto de la asombrosa casualidad. El amor urgente por Joan ya lo había hecho componer “Paloma”. Es más, la había grabado y luego cantado en la radio Moscú donde lo invitaron para hablar del conjunto y de Chile, y ahí se atrevió nomás a cantarla para todo el país. Es que ya se sentía envalentonado para tomar la guitarra y cantar a quien quisiera escuchar. “Tengo la impresión que ahí se largó a cantar derechamente. Había grabado cosas antes, cantado también, pero ya era en serio”, cree Gabriela. “Te diría que le empezó a tomar el gusto, nos empezó a cantar a nosotros pedacitos de canciones que había recopilado o que estaba componiendo. La Mariela registraba cosas en su grabadora”.
“Yo era la única elegante que tenía grabadora”, dice riendo Mariela. “Hay ensayos de él cuando canta en la radio Moscú. Se la pasé a Víctor y la usó para sus primeras composiciones”.
El elenco peinado y maquillado. Listos para salir. Pero Silvia Urbina estaba preocupada cuando se acercó a Rolando Alarcón con un mensaje lapidario de última hora: “Rolando, no puedo cantar, estoy ronca por el resfrío, sin voz. Voy a hacer el ridículo y a dejar mal a todo el grupo”.
¿Por qué estaba ya tan seguro de su talento en el canto? Por una asombrosa casualidad que lo determinaría. Ocurrió en Moscú, en el enorme Teatro Municipal repleto de rusos que asistieron por la curiosidad de ver las tradiciones que traía este afamado conjunto folclórico del fin del mundo. Cuncumén se había ganado un prestigio gracias a las buenas críticas que habían cosechado de sus actuaciones. La tensión en los camarines, minutos antes del show, era total. Todos ya estaban en sus trajes, los instrumentos afinados. El elenco peinado y maquillado. Listos para salir. Pero Silvia Urbina estaba preocupada cuando se acercó a Rolando Alarcón con un mensaje lapidario de última hora: “Rolando, no puedo cantar, estoy ronca por el resfrío, sin voz. Voy a hacer el ridículo y a dejar mal a todo el grupo”. Ahí el pavor fue total. Silvia, de una voz privilegiada, tenía un solo de canto en el programa campesino y era imposible sacarlo así nomás del libreto porque abría la solemnidad del segundo acto de salón.
Delante de todos, Rolando miró a Víctor con una sonrisa maligna.
—Víctor, tienes que cantar solo.
—¿Qué, Rolo, te volviste loco?
—La Silvia está con la garganta mala y las chiquillas son muy jóvenes para enfrentar un escenario así. Tú cantas todo el día, ya has cantado en algunas giras del sur. Lo haces muy bien.
—Pero, Rolando, son humoradas con el elenco. Nada serio. Pero esto es de verdad, mira toda esa gente allá sentada. ¿Y si me equivoco en la letra?
—Qué se van a dar cuenta acá, huevón, si son todos rusos.
El barullo del teatro lleno atravesaba las cortinas gruesas y centenarias, y se colaba hasta los camarines amplificando el terror en la cara de Víctor y el ceño de decisión en la de Rolando. Las muchachas sonreían nerviosas, estaban seguras de que Víctor lo haría espectacular, con ese magnetismo que derretía a las mujeres y que ellas lo atribuían a su sensibilidad y carisma desbordantes.
“No se hable más, Víctor. No hay tiempo. Agarra la guitarra y anda a repasar la canción, te queda como una hora. La sacas de más”, le dijo su amigo. Víctor eligió “Aquí te traigo una rosa”. Se la sabía de memoria desde sus viajes de verano al campo, a Chillán, donde iba a recolectar canciones como esta. La ensayó y la salió a cantar al escenario vestido de campesino, como recordaba a su padre y a los trabajadores que vio sacrificándose por migajas en campos ajenos: camisa de cuadros, pantalón enrollado arriba de los tobillos y ojotas. A regañadientes se dejó maquillar por las muchachas que le daban fuerzas. Entró sin querer sentir el peso de miles de miradas sobre él. Se sentó, se acomodó la chupalla en la cabeza y la guitarra entre las piernas. Todo el elenco del Cuncumén le sonrió en una comunión de fuerzas, apretando algunos los puños y empezó a cantar solo sobre el escenario.
Mariela y Gabriela coinciden que un nuevo Víctor nació en esas noches de Moscú y Leningrado. Que el muchacho tímido e inseguro había dejado atrás una piel y ahora se preparaba para emprender un vuelo aún inimaginable. Volvió de este viaje, a fines de octubre de 1961.
Al terminar, se produjo un silencio que percibió con los ojos cerrados. Era el silencio antes de un estallido de aplausos que lo descolocaron. El mejor director del Nuevo Teatro de Chile se entumeció en el escenario sin saber qué responder ante una emoción que él mismo había provocado. Inventó una reverencia tocándose la chupalla y una despedida tímida de sonrisa enorme mientras los aplausos no lo dejaban pensar con calma.
“Eran aplausos, aplausos y aplausos. Gritos”, recuerda Mariela. Víctor se despidió y se fue detrás de la cortina, pero lo obligaron a salir de nuevo. Rolando Alarcón, visiblemente emocionado por el triunfo de su amigo, lo empujó de vuelta. “Sale a saludar o no vamos a poder seguir con la presentación”, le dijo. Víctor salió y esta vez el estruendo fue mayor. Estaba ocurriendo algo realmente incomprensible para todos. En un país extraño, con una cultura extraña, en un lenguaje extraño. Víctor levantó la guitarra y con la otra mano elevó la chupalla como una despedida. Pero no fue posible. De los aplausos y los gritos, la concurrencia del Teatro de Moscú pasó a las flores, que es la mayor demostración de afecto que puede recibir un artista por su labor en el escenario. Claveles y rosas cayeron a sus pies. Se acercó a la cortina y le preguntó a Rolando qué hacer ahora. —¡Canta de nuevo! Es lo que la gente está pidiendo.
—Pero no preparé otra, Rolo.
—Canta la misma… Te lo van a agradecer.
Cantó nuevamente, esta vez mientras llovían rosas y claveles.
“Fue tan lindo, tan lindo verlo estremecido por lo que había vivido”, recuerda Mariela. “Nosotras teníamos que salir después y también estábamos con la garganta apretada de la emoción. Para qué te cuento todo lo que lo besuqueamos cuando terminó. Fue una de las noches más lindas de mi vida”. Esa misma noche, de madrugada, tenían vuelo a Leningrado. Y ocurrió lo mismo en el imponente teatro principal. Los aplausos, los gritos, las flores… tres veces tuvo que salir en Leningrado. Gabriela añade: “Fue increíble ese éxito. Le tiraban rosas, le dejaban chocolates en el escenario. A Víctor no le gustaba estar en primera línea, ser el centro de la atención. Pero ahí algo nació en él. O la certeza de lo que podía causar con su canto”.
Mariela y Gabriela coinciden que un nuevo Víctor nació en esas noches de Moscú y Leningrado. Que el muchacho tímido e inseguro había dejado atrás una piel y ahora se preparaba para emprender un vuelo aún inimaginable. Volvió de este viaje, a fines de octubre de 1961, con otra herramienta poderosa para luchar por esa sociedad que consideraba debía ser más justa. Por eso, poco antes de regresar a Chile, se lo escribió claramente a Joan en una de sus cartas:
“Yo tomaré el camino del comunismo, ¿acaso mi labor como hombre y el amor son incompatibles? Yo no te exijo, vida mía, que tú también seas comunista. A nadie se le exige que piense de determinada manera, por más cerca de uno que esté".
“Yo tomaré el camino del comunismo, ¿acaso mi labor como hombre y el amor son incompatibles? Yo no te exijo, vida mía, que tú también seas comunista. A nadie se le exige que piense de determinada manera, por más cerca de uno que esté. Me alegra saber, eso sí, que no eres católica y que los sufrimientos te han hecho una gran mujer capaz de ser amiga verdadera y madre y capaz de quererme a mí a pesar de tus desilusiones pasadas… Pero, como te digo, algo me topó adentro y está empezando a brotar. Además, tengo un background que me ayuda a sentir más fuerte las esperanzas del pobre, del explotado y por conocer esa realidad tan dentro de mí mismo creo que no podría intelectualizar (el comunismo). Si intelectualizo en esto dejaría de ser yo mismo y ya no podría ni saludar a los Morgado, o Juanito, a todos mis amigos de infancia, mis hermanos, mi padre y despreciaría todo lo que me dio mi madre. A ellos tengo que ayudar y luchar para ellos, para que ojalá comprendan y sean testigo de que hay un mundo mejor…”.
Allá, Víctor Jara cumplió los veintinueve años y como un regalo del destino, se le entregaron los poderes de la composición y la interpretación musical. El respeto del público, la admiración de la gente. El don de transmitir mensajes más allá de las palabras o la miopía del lenguaje. Víctor descubrió su propio magnetismo y la convicción de que, junto a la guitarra, su voz tomaba las riendas de las verdades y el timón de las conquistas que anhelaba para su pueblo.
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