Los metales son tan relevantes que han definido las etapas de la Tierra y de la humanidad, e impulsado un salto exponencial en la modernización de distintos procesos. Su uso propició la existencia del comercio, permitió que se asentaran comunidades hasta formar civilizaciones y configuró algunos de los primeros tejidos sociales. Nos tomó miles de años reconocer cuántos existen en nuestro planeta, y ese largo recorrido de descubrimiento y asombro nos muestra cómo están íntimamente asociados con el desarrollo de la humanidad.
Hoy existe un universo de tecnología forjada a base de metales que hace unos treinta años se creía iba a ser imposible, o parte de una historieta de ciencia ficción. Pero como todo lo que nos rodea, su uso ha tomado tiempo. Podemos pensar nuestra relación con los metales de una manera parecida a cómo se ha analizado la evolución del ser humano, puesto que su existencia ha tenido incidencia directa con el crecimiento de nuestra especie.
Podríamos decir que el uso del cobre nativo (fundiéndolo y moldeándolo a punta de martillazos) fue nuestro primer contacto como humanidad con los metales, y el impacto que causó en nuestro desarrollo fue de tal magnitud que nos permitió salir del Neolítico.
La Edad del Cobre, la Edad del Bronce, la Edad del Hierro
Una de las grandes etapas de la prehistoria es la Edad de los Metales, entre el 6000 y el 800 a.C. Como bien dice su nombre, esta etapa se caracterizó por el descubrimiento de la metalurgia y se subdivide en otros tres grandes períodos: la Edad del Cobre, la Edad del Bronce y la Edad del Hierro.
La Edad del Cobre se caracterizó por el descubrimiento y posterior uso de metales en estado «nativo», es decir, no contenidos en un mineral, lo que hizo innecesario usar procesos metalúrgicos para su extracción. Si bien el primer gran hallazgo fue de cobre, lo siguieron otros metales como el oro y la plata. En la actualidad el escenario es distinto y más complejo: por ejemplo, en las minas de cobre chilenas este se encuentra casi en su totalidad contenido en minerales —como es el caso de la calcopirita (CuFeS2), que también contiene hierro y azufre—, lo que le exige a la industria minera procesarlo y extraerlo antes de poder utilizarlo.
Podríamos decir que el uso del cobre nativo (fundiéndolo y moldeándolo a punta de martillazos) fue nuestro primer contacto como humanidad con los metales, y el impacto que causó en nuestro desarrollo fue de tal magnitud que nos permitió salir del Neolítico. Imagínense a alguien en esos tiempos (6000 a.C.) acostumbrado a machacar rocas y romperlas, que un día se da cuenta de que pega y pega y la «roca» no se destruye, solo sufre una abolladura que, junto a otras, terminan moldeándola. Toma esto que acaba de surgir, se hace su buen cuchillo y se convierte en don popularidad por tener una herramienta en extremo refinada. Un día olvida su cuchillo en el fuego y ve que se empieza a poner rojo, se deforma, se derrite, y aquello que cae como un líquido es metal fundido que, al enfriarse, toma la forma de la superficie donde va a parar. Es este el tipo de procesos que le da la bienvenida a la Edad del Cobre.
El descubrimiento de este metal no se dio de manera simultánea en los distintos territorios del globo y los rastros más antiguos de su uso datan de miles de años antes de que se masificara la nueva tecnología. En algunas regiones al sur de Turquía y norte de Irak, existen desde el 9500 a.C. evidencias de su trabajo en frío o apenas calentado, pero las que dieron el inicio definitivo a esta etapa se encontraron en Anatolia y al sur de Kurdistán cerca del año 6000 a.C., y no fueron herramientas u objetos sino escorias —residuos o basura— del procesamiento del metal que evidenciaron las técnicas de tratamiento: martillar y fundir.
Es innegable que el descubrimiento de la metalurgia y el uso de dicho metal mejoraron la calidad y variedad de las herramientas, pero su aporte más profundo fue propiciar un salto enorme en el tejido social y económico de la sociedad de la época.
Los pueblos aledaños a las regiones donde empezaron con este moderno trabajo no dudaron en valorarlo y emularlo. Entendieron el valor que tenía el cobre para su desarrollo como sociedad y aprendieron con rapidez a fundirlo, para así utilizarlo en distintas tareas. En los actuales Pakistán, India, Israel y Jordania se han encontrado varios rastros de esta decisión, que datan de cerca del 4000 a.C. Aunque el cobre nativo no es el metal más fuerte y duro del planeta para fabricar herramientas, tiene la gracia de que su temperatura de fundición no es tan-tan alta (alrededor de 1000 °C), por lo que derretirlo y moldearlo es relativamente simple.
Pero la verdadera revolución vino cerca del año 3500 a.C., cuando el ser humano sin querer descubrió que si mezclaba el cobre con otro metal este se hacía más duro y resistente. Y con “sin querer” me refiero a que la humanidad se empezó a dar cuenta de que cuando se fundían minerales de cobre con impurezas — como aquellos ricos en estaño, arsénico o plomo— el resultado era de mejor calidad. Ese puntapié inicial para la metalurgia, conocido como aleación, corresponde al conjunto de técnicas que se emplean para extraer y transformar los metales contenidos en minerales. El gran descubrimiento respecto al cobre fue que agregándole un pequeño porcentaje de estaño (entre 6 y 10 por ciento) la dureza de la herramienta o instrumento aumentaba considerablemente, haciéndolo más firme y duradero. Hubo mucho ensayo y error en el proceso, pero permitió sacar conclusiones determinantes para el tratamiento de los metales (por ejemplo, que la mezcla de cobre y arsénico libera fumarolas tóxicas que pueden ser mortales para quien la lleva a cabo).
Durante este período la aleación más popular fue, por lejos, entre cobre y estaño; el bien conocido bronce, que le dio el nombre a la nueva edad que se extendió hasta el año 1200 a.C. Es innegable que el descubrimiento de la metalurgia y el uso de dicho metal mejoraron la calidad y variedad de las herramientas, pero su aporte más profundo fue propiciar un salto enorme en el tejido social y económico de la sociedad de la época.
El estaño, esencial para la fabricación de bronce, no es un metal abundante. En promedio la Tierra tiene 2 ppm de estaño versus 68 de cobre, 70 de plomo y 16 de arsénico, y en la Edad del Bronce sus fuentes eran escasas, muy apetecidas, y los depósitos se localizaban de manera dispersa en sitios como China, Reino Unido y Francia. La necesidad de dar un uso regular al anhelado metal, gatilló la implementación de las primeras rutas comerciales registradas en nuestra historia, cuyos largos trayectos cubrían de Europa a Asia por tierra.
Como el término de toda buena época, se sospecha que el final de la Edad del Bronce estuvo marcado por el drama. Un cóctel mortal de eventos catastróficos habría llevado al derrumbe, entre los años 1150 y el 1200 a.C, a casi todas las civilizaciones que progresaron a pasos agigantados.
Con el bronce se formaron también las primeras «clases sociales». Estudios arqueológicos en cementerios muestran que existían familias con riquezas y otras sin, al punto de que dentro de un mismo terreno se pueden encontrar kilos de bronce en un sector y otros sin nada, estos últimos pertenecientes a aquellos que trabajaban para los adinerados dueños de la tierra. Una de las evidencias de la estratificación es que los cementerios dejaron de ser colectivos y pasaron a ser individuales o familiares, generándose un sistema de herencias tanto de los bienes como de la posición privilegiada que compartían sus miembros: un proto feudalismo y los cimientos para la estructura social que primaría durante el Imperio greco romano (y, en parte, hasta hoy).
La Edad del Bronce fue la primera gran evolución tipo exponencial que tuvimos como sociedad. Marcó el apogeo de Egipto y de Babilonia, alcanzando un nivel de desarrollo que hizo necesario contar con escribas especializados en mantener cuentas y transcribir transacciones financieras —aunque el primer vestigio de dinero aparece recién en el 600 a.C.—. Para ilustrar aún mejor lo que debe haber sido este glorioso período, en 1982 se descubrió un naufragio cerca de las costas de Kaš, en Turquía, denominado Uluburum. Los restos del naufragio datan de cerca de 1320 a.C., como ya de la etapa final de la Edad del Bronce. En él se encontraron variados artículos de lujo (joyería, marfil, huevos de avestruz) y lingotes de cobre y estaño en la mágica proporción 1:10; la proporción del bronce. Se interpreta que el cobre venía de Chipre, el estaño de Afganistán y la madera que se usó para fabricar el barco de bosques de cedro del Líbano, famosos porque sus recursos fueron usados para construir desde la era de Mesopotamia hasta la Segunda Guerra Mundial. El naufragio de Uluburum es una increíble muestra de lo globalizado que llegó a estar el mundo en ese momento.
Como el término de toda buena época, se sospecha que el final de la Edad del Bronce estuvo marcado por el drama. Un cóctel mortal de eventos catastróficos habría llevado al derrumbe, entre los años 1150 y el 1200 a.C, a casi todas las civilizaciones que progresaron a pasos agigantados. No hay claridad total sobre lo ocurrido, pero la sospechosa número uno de la tragedia es la mega sequía de más de ciento cincuenta años que afectó a Europa y Asia, causando una hambruna espantosa. Las dos civilizaciones que zafaron del desastre fueron Egipto y Babilonia, que gracias a que estaban asentadas a orillas de los ríos Nilo y Tigris respectivamente, siempre contaron con agua. Como si fuera poco, estudios muestran la existencia de un enjambre de terremotos en el Mediterráneo entre 1175 y 1225 a.C., y constatan que a los mencionados fenómenos naturales se sumó la presencia de maleantes conquistadores que arrasaron con todo lo que se les puso al frente, los llamados «hombres del mar». Existe poca información sobre quiénes eran, pero se interpreta que provenían de la península Ibérica y su objetivo era huir de la sequía.
La increíble globalización alcanzada, pilar fundamental de la Edad del Bronce, fue al mismo tiempo un fuerte gatillante de su rápida caída. El corte de las rutas comerciales que alguna vez transportaron cobre y estaño tuvo un efecto dominó que llevó al colapso del sistema, y dio paso a un oscurantismo cultural e intelectual que perduró hasta el revival de la civilización griega, la Grecia antigua.
De hecho, el metal más precioso en el antiguo Egipto era el hierro de meteorito, que se estima tenía un valor muy superior al del oro, pero era casi imposible de encontrar. Una de las grandes pruebas de su riqueza es que en la tumba de Tutankamón —única tumba egipcia intacta hallada durante nuestra historia moderna— se encontró una daga hecha de este material.
Y ¿qué pasó con los metales?
Una vez más marcaron el inicio y el final de una etapa de nuestra historia, ya que a falta de cobre y estaño para tener bronce la gente se tuvo que poner más creativa, lo que abrió el espacio para el hierro y el acero (aleación de hierro con carbono).
La Edad del Hierro se desarrolló entre los años 1200 y 1800 a.C., y si bien existe evidencia arqueológica de que algunas civilizaciones hicieron uso de este metal e incluso llegaron a producir acero, nunca se masificó. De hecho, el metal más precioso en el antiguo Egipto era el hierro de meteorito, que se estima tenía un valor muy superior al del oro, pero era casi imposible de encontrar. Una de las grandes pruebas de su riqueza es que en la tumba de Tutankamón —única tumba egipcia intacta hallada durante nuestra historia moderna— se encontró una daga hecha de este material. ¿Su principal cualidad? En él, el hierro se observa de forma casi nativa (salvo por un resto de níquel entre medio), por lo que no hace falta ningún proceso de fundición complejo para usarlo y moldearlo. Algo interesante de la Edad del Hierro es que no se asocia a un gran salto cultural y social, sino más bien al inicio de un período oscuro donde se perdió buena parte de los avances conseguidos durante la era precedente.
La necesidad de conseguir un reemplazo del bronce hizo inevitable recurrir al hierro, que en principio presentaba dos problemas. El primero: una temperatura de fundición muy alta (pasaditos los 1500 °C), en un escenario que no contaba con súper hornos capaces de alcanzarla. A diferencia del estaño, el hierro es un elemento bastante común en la corteza terrestre, pero, salvo excepciones como el hierro de meteorito, no lo encontramos en estado nativo sino en minerales, formando óxidos como la hematita y la magnetita. Frente a esto, la misión era romper el mineral para separar el hierro del oxígeno, lo que solo se lograba a temperaturas muy altas o forzando reacciones químicas. Se optó por lo último. El segundo: el hierro, por sí solo, no presentaba las mismas cualidades del tan apreciado bronce. Se oxidaba de manera rápida y su firmeza era menor, por lo que las herramientas y productos fabricados eran de baja calidad y valor. Pero como dicen por ahí, la necesidad tiene cara de hereje y el estaño ya no estaba disponible.
ecesidad tiene cara de hereje y el estaño ya no estaba disponible. No conocemos el lugar exacto donde se empezó a fundir el hierro. Se ha postulado que habría comenzado en la India, ocurrido casi en simultáneo en Egipto y Anatolia (la actual Turquía), y que para el año 1200 a.C. una buena parte del territorio lo trabajaba a diestra y siniestra. El bronce estaba más que superado. Si bien durante esta época no se alcanzaron los famosos 1500 °C, con el descubrimiento del acero —gracias a los novedosos hornos de floración— se inventó un proceso mucho mejor. Estos hornos se componían de capas de óxido de hierro intercaladas con capas de carbón, y su particularidad radicaba en que utilizaban la quema de carbón para reducir el óxido de hierro y conseguir así un metal de calidad media a mala que luego podía ser retrabajado y moldeado.
A pesar de su fragilidad, si el hierro que salía de estos hornos tenía muchas impurezas de carbono el material que se extraía era de mejor calidad y más maleable. Por ello, el «hierro esponja» que resultaba de la mezcla se retrabajaba, moldeándolo a altas temperaturas, y luego se ponía a enfriar en agua.
La reducción del mineral hace que el hierro cambie de estado de oxidación y deje de ser compatible con el oxígeno. La reacción transforma la hematita a magnetita, la magnetita en un óxido de hierro ferroso y, por último, se obtiene hierro solo.
A pesar de su fragilidad, si el hierro que salía de estos hornos tenía muchas impurezas de carbono el material que se extraía era de mejor calidad y más maleable. Por ello, el «hierro esponja» que resultaba de la mezcla se retrabajaba, moldeándolo a altas temperaturas, y luego se ponía a enfriar en agua. Fue así como se originó el acero, considerado quizás el material metálico más importante en la historia.
Este metal resistente, que demora más que el hierro en oxidarse, ha sido protagonista de todas las estructuras de nuestra construcción moderna y se ha usado para la fabricación de armas, armaduras, herramientas, en materiales de ingeniería y en un largo etcétera que abarca diversas áreas. Sin él estaríamos viviendo en un mundo muy diferente al que conocemos. Pero tal como ocurre con una receta de cocina, si al fabricarlo nos pasamos con un ingrediente el resultado no será lo que buscamos. Por eso debemos ser precisos: el límite de su contenido de carbono es 2.1 por ciento, pues de lo contrario se obtendrá un material demasiado frágil.
El trabajo de los primeros «cocineros» ha quedado plasmado en distintas partes del globo, como India, donde algunas excavaciones dejaron al descubierto lingotes abandonados con exceso de carbono, que no alcanzaron la proporción perfecta para lograr máxima dureza. El acero con cantidades menores a ese 2.1 por ciento también se usa —por ejemplo, en el diseño de las figuras de los balcones de antiguos edificios europeos— y su rasgo característico es que mantiene la dureza sin dejar de ser maleable.
El hierro forjado corresponde a este metal sin la presencia de impurezas de carbono, y su descubrimiento permitió al país asiático fabricar de manera eficiente los primeros sartenes y artefactos para cocinar —que usamos hasta el día de hoy—, además de otras herramientas. Tal vez no tenían el acero más fuerte del planeta, pero sí la mejor oferta de productos para todo tipo de uso.
En China el asunto avanzó a un ritmo bastante distinto. No fue hasta el 600 a.C. que se empezó a fabricar acero y a hacer uso masivo del hierro, con la diferencia de que a este último le echaban un polvillo mágico con concentrado de fosfato que hacía que su temperatura de fundición bajara cientos de grados. La técnica no fue menor, ya que en lugar de darle forma a un artefacto a punta de martillazos, se podía poner el hierro fundido en moldes de distinto tipo. El hierro forjado corresponde a este metal sin la presencia de impurezas de carbono, y su descubrimiento permitió al país asiático fabricar de manera eficiente los primeros sartenes y artefactos para cocinar —que usamos hasta el día de hoy—, además de otras herramientas. Tal vez no tenían el acero más fuerte del planeta, pero sí la mejor oferta de productos para todo tipo de uso y la abundancia de estas herramientas permitió incrementar e intensificar la producción agrícola, facilitando un aumento poblacional en China.
Contrario a lo que hemos comentado, no hubo ninguna gran tragedia que provocara el fin de la Edad del Hierro; ni hambrunas, ni terremotos, ni toneladas de muertos. De hecho, el hierro y el acero se siguen usando y en épocas como la romana o la Edad Media jugó un rol fundamental, hasta el punto de convertirse en protagonista de la Revolución Industrial. El término de la época varía bastante de una zona a otra. Mientras en Europa central se entiende que ocurre con la expansión del Imperio romano y en Escandinavia con la aparición de los vikingos (cercana al 800 d.C.), el gran acuerdo mundial establece que se produjo en cuanto nuestra historia comenzó a ser escrita. Al menos así se define para la antigua Grecia, cuando Heródoto, el primer historiador, empezó a documentar la existencia humana.
La aparición del hierro y el acero fue el pilar de una agronomía más eficiente, con mayores y mejores cosechas, lo que llevó también a que la población del planeta durante este tiempo se pegara una buena subida en términos de cantidad. Lo que vino después de la Edad del Hierro también varía bastante de lugar en lugar, pero se observa una constante: los metales nunca dejaron de tener un rol protagónico, de estar en la primera línea de nuestros avances tecnológicos y sociales. Además, no deja de ser sorprendente la cantidad de descubrimientos revolucionarios —como el bronce y el acero— que ocurrieron de manera casi accidental.
En la actualidad se sigue fabricando acero. No está ni remotamente cerca de pasar de moda y China sigue siendo el líder en su producción. En Chile tampoco nos quedamos atrás, ya que tenemos nuestra propia empresa productora: la Compañía de Acero del Pacífico, mejor conocida como CAP. La CAP cuenta con varias minas de hierro a lo largo del país y una mina desde donde extrae carbonatos para agregarle ese 2.1 por ciento mágico a la receta. Sus minas de hierro más conocidas son Los Colorados y Algarrobo, cerca de la ciudad de Vallenar, y El Romeral, a algunos kilómetros de la ciudad de La Serena. Por su parte, la gran mina de carbonatos llamada Guarello se ubica en el archipiélago Madre de Dios, en plena Patagonia, al otro extremo del país, en una de las zonas más lluviosas del territorio (más de diez mil mm al año). La leyenda cuenta que, si un día salía el sol, se paraban todas las labores en la mina y se hacía un asado para celebrar los escasos rayos de luz.
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