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Jueves, 21 de Agosto de 2025
A 10 años del mega incendio

Extracto del libro 'Alimapu' que reúne testimonios de personas afectadas por los incendios en Valparaíso

*Paloma Muñoz López

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Portada Alimapu.
Portada Alimapu.

En este capítulo titulado El Vergel, la autora narra la experiencia de una familia porteña que en medio de una celebración de cumpleaños atestiguaban el avance de las llamas por el cerro La Cruz. Tras la evacuación, la casa ya no existía.

Ese año cambiaron el almuerzo. Para el cumpleaños de su papá era típico tirar toda la carne a la parrilla: buenos pa la entraña, los tutos de pollo y el chancho aliñado, se abría el apetito con choripanes calientes, chorreando las manos de pebre. Pero ahí estaban, sin carbón humeando y rebanando el pollo relleno. La Kathi estaba feliz, era su plato favorito.

Desde las doce y media la casa se llenó. Primero se dejaron caer los del otro cerro, el montón de primos, tíos y su abuela paterna directo desde Playa Ancha. Todos siguiendo la costumbre del grito por sobre el silencio y la carcajada eterna que se escucha desde la otra esquina. Así, los oriundos del cerro La Cruz sabían que era el momento de marcar presencia y unirse al chacoteo entre borracho y hambriento.

Cuando las dos botellas se transformaron en cinco y los más chicos agotaron su media hora de quietud, la Kathi salió al patio y sus primos la siguieron. La diferencia de edad se hacía borrosa chuteando la pelota, gritando cuando esta pasaba los límites de la reja y se enganchaba justo en los alambres del vecino. Entre patadas accidentales, risas agitadas y la transpiración dificultando el agarre, todo lo demás desaparecía, incluso el caminar apurado de la abuela, que iba de un lado a otro con el paso lento que dan los años, pero agitada por el desplazamiento del calor en la raíz del cerro. Uno de los primos avisó a los grandes que la Meche se quería ir. ¡Cómo va a bajar sola! Si no pasa nada oh, le gritaron en distintos matices.

A pocos metros, la quebrada botaba chispas y una débil humareda trajo de vuelta el Cuñado, allá también lo están celebrando. La brisa impredecible de los cerros porteños cambiaba de dirección e intensidad con cada brindis y, al fondo de la quebrada, los chispazos se hicieron tan potentes como cientos de ampolletas nuevas.

Cuando las dos botellas se transformaron en cinco y los más chicos agotaron su media hora de quietud, la Kathi salió al patio y sus primos la siguieron. La diferencia de edad se hacía borrosa chuteando la pelota, gritando cuando esta pasaba los límites de la reja y se enganchaba justo en los alambres del vecino. Entre patadas accidentales, risas agitadas y la transpiración dificultando el agarre, todo lo demás desaparecía, incluso el caminar apurado de la abuela, que iba de un lado a otro con el paso lento que dan los años, pero agitada por el desplazamiento del calor en la raíz del cerro. Uno de los primos avisó a los grandes que la Meche se quería ir. ¡Cómo va a bajar sola! Si no pasa nada oh, le gritaron en distintos matices.

Pero el intento de apaciguarla se vio interrumpido: una a una, las miradas se dirigieron hacia el frente, donde colgaban las casas que afirmaban el cerro. Uuuh, cacha, un montón rojo. ¿Cómo las chispas llegaron p’allá?

Bocinazos de un camión de bomberos metiéndose aparatosamente al pasaje, rayando la fila de autos estacionados sobre cartones y botellas plásticas. La presencia de la máquina convocó a la gente; su tía Carmela, que vivía en la casa de abajo, empezó a sacar todo, todo: la estufa vieja, el refrigerador, las cortinas de baño, Carmela, no te vayái a mandar a cambiar sin tu marido.

La Kathi entró a la pieza, ¿Qué cresta saco? Agarró el uniforme del liceo porque lo tenía arreglado justo para ella, no se iba a dar el lujo de tijerearlo todo de nuevo. A la hermana le guardaron lo que más pudieron de juguetes; el cumpleañero agarró un par de documentos amarillos, entre ellos la escritura de la casa; su tío Lalo se fue con torta y tele al auto, que ya estaba lleno con los niños y la Meche. Sus papás y el resto de los tíos se quedaron a rescatar más cosas e intentar ayudar al resto de la familia.

El tío Lalo maniobraba entre cada curva para hurguetear los botones de la radio, pasando de los ochenta y tantos a los ciento siete punto algo de ida y de vuelta, buscando alguna señal de lo que acababan de dejar. Oculto del ojo de los niños, el temor lo mantenía acelerando con violencia, haciendo que sus pasajeros se batieran de allá para acá, ocupando el ambiente con risas y grititos como si estuvieran montados en una montaña rusa. El asiento trasero relleno de cuerpos envueltos en frazadas y mochilas con el cierre por estallar; entre piernas cruzadas, los primos se fueron acurrucando, distraídos del bochinche de la radio y las sirenas. La hermana de la Kathi y los primos relataban a su manera lo que habían visto recién: Nos encontramos huyendo del gigante de fuego, aquí hay una testigo que alcanzó a salir a tiempo, e imitando una voz adulta comentó otra prima: Lo que sucede es que todo se descontroló, por suerte nuestro helicóptero los rescató a todos.

Entre la agitación y la turba de personas y animales se encontró con su hermano: Ya era la casa… No encuentro a la Gabi, se fue con la Marcela y no la he vuelto a ver.

El auto llegó al cuarto sector de Playa Ancha y el tío, sin dejar que el motor se enfriara, partió nuevamente a La Cruz, ahora sin los más pequeños. La gota de sudor helado no paraba de aparecer en la frente del chofer designado y, pese a que ahora podía respirar, soltar la preocupación que tenía atorada hace un viaje, se limitó a centrar los ojos en el camino, apretando el manubrio con más fuerza como si buscara algo de estabilidad.

Dejó el auto tirado en una plazuela, sobre el poco pasto que conservaba. El Lalo subió a tientas, guiado por voces agrietadas, ásperas, que indicaban que aún había vida. Algunos aullidos distantes pedían auxilio o, tal vez, advertían de que el peligro estaba lejos de cesar, que las llamas no obedecían a la caída de la noche.

Entre la agitación y la turba de personas y animales se encontró con su hermano: Ya era la casa… No encuentro a la Gabi, se fue con la Marcela y no la he vuelto a ver.

Por su lado, ambas bajaban el cerro a pata, Gabriela embarazada de tres meses y con el miedo de perder a la guagua nuevamente, Marcela ayudando a los vecinos a encontrar a las mascotas que, por susto o a modo de conservación, huían de sus familias. Aquí pillé a la Guacha. No tiene na, dijo Marcela con la perra en brazos. Oye, pero está superagitada. A lo mejor donde venía corriendo.

Y la Guacha, con los ojos abiertos, dejó de respirar, endureciéndose la carne casi de inmediato. La enrollaron en un polerón y la metieron entre algunas bolsas de basura, cuidándose de la mirada ajena por darle al can un entierro tan miserable.

Entraron juntos, tropezando con los escalones mal acomodados. En la cocina, la tetera chillaba, soltando gotas sobre el tostador y las hallullas con queso derretido. El Tata movía las tazas mientras castañeaban por la agitación de sus manos. Del fondo y con las luces apagadas, la Marcela traía la torta rescatada, con un solo velón blanco encima, susurrando un Cumpleaños feliz...

Ya abrigada en Playa Ancha, Kathi aún no sabía nada. El ruido blanco de la tele puesta y los más chicos mostrando lo que alcanzaron a grabar del escape a los que estaban en la casa, la mantenían despierta, sacándose los cueros de los labios.

Once de la noche. Tres bocinazos, Llegaron; aparecen manos llenas de lo que se pudo sacar a tiempo. La Kathi abrazó a sus papás que, a duras penas y con un hilito de voz, soltaron lo que no quería escuchar: Ya no existe la casa.

Entraron juntos, tropezando con los escalones mal acomodados. En la cocina, la tetera chillaba, soltando gotas sobre el tostador y las hallullas con queso derretido. El Tata movía las tazas mientras castañeaban por la agitación de sus manos. Del fondo y con las luces apagadas, la Marcela traía la torta rescatada, con un solo velón blanco encima, susurrando un Cumpleaños feliz...

 

*Paloma Muñoz López es estudiante de Literatura Hispanoamericana y participante del Laboratorio de Escritura Territorial (LET) 2021, del Laboratorio de Crítica Cultural y del taller de poesía de La Sebastiana

 

+Sobre el libro: Se trata de una mirada desde el Laboratorio de Escritura Territorial (LET), pero con un desafío renovado: conmemorar los diez años del mega incendio de Valparaíso, siempre desde una perspectiva distinta, sin apologías ni imposiciones conmemorativas, sino como una invitación a navegar por esta década.

El proyecto inició con una convocatoria a escritores y escritoras que hubieran cursado el LET y que estuvieran dispuestos a transitar un nuevo proceso: relatar historias nacidas desde el fuego, visitar territorios y recopilar información contextualizada desde el espacio narrativo que eligieran abordar. Sus relatos no podían provenir de ficciones o realidades suavizadas, sino de un ejercicio de búsqueda auténtica, de un recorrido personal.

Valparaíso es una tierra de incendios. Desde el Laboratorio de Escritura Territorial, realizado anualmente en Balmaceda Arte Joven Valparaíso y dictado por Cristóbal Gaete, se convocó a ex alumnos y alumnas para un post taller de inmersión, donde los escritores y escritoras combinaron herramientas narrativas y de las ciencias sociales para dar cuenta de la experiencia del fuego. Los autores y autoras son: José Díaz, Paloma Muñoz, Sofía Alarcón, Guillermo Mondaca, Diego Armijo, Renato Roble, Tomás Pérez y Marcos Gallardo Báez.



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