Los mayores de cincuenta que asistieron a la Alameda la noche del 21 de diciembre no pudieron dejar de experientar un deja vu al observar el espíritu festivo, los abrazos y sobre todo la esperanza reflejada en los rostros de los cientos de miles de personas que coparon el centro de la capital e hicieron lo propio en otras ciudades y regiones. Era imposible no recordar la mañana del 6 de octubre de 1988, cuando la ciudadanía también salió a la calle para festejar que “la esperanza había derrotado el miedo”.
El gran cambio en la campaña de Gabriel Boric entre la primera y segunda vuelta no se produjo solo por la reorganización burocrática de su comando, sino porque desbordó los límites autoimpuestos y, acompañado por el enorme carisma personal de Izkia Siches, se volvió a conectar con la ciudadanía, la convocó en actos masivos y le permitió a esas personas ser protagonistas del proceso electoral. Tal como dos años antes habían sido los protagonistas de un levantamiento que precipitó el más profundo proceso de transformación institucional del país; tal como en los ochenta fueron los verdaderos artífices de la derrota social y política de la dictadura.
Los votos que consiguió Boric en la segunda vuelta presidencial fueron el fruto de un discurso ciudadano, basado en conceptos como la esperanza, el cambio, la juventud y la paz. Ese mensaje poco tiene que ver con Ricardo Lagos, quizá algo más con Michelle Bachelet; pero se equivocan los analistas que han querido explicar la votación del presidente electo como el resultado de un hijo pródigo que sentó cabeza y volvió a su padre, la Concertación. En rigor, ese conglomerado representa menos del 17% -según la elección parlamentaria de noviembre- y su candidata presidencial resultó quinta en la primera vuelta.
Los votos que consiguió Boric en la segunda vuelta presidencial fueron el fruto de un discurso ciudadano, basado en conceptos como la esperanza, el cambio, la juventud y la paz. Ese mensaje poco tiene que ver con Ricardo Lagos, quizá algo más con Michelle Bachelet; pero se equivocan los analistas que han querido explicar la votación del presidente electo como el resultado de un hijo pródigo que sentó cabeza y volvió a su padre, la Concertación.
La cifra de un millón 400 mil votos adicionales que consiguió Boric en la segunda vuelta, por encima de la suma de todos los candidatos opositores en la elección de noviembre, echa por tierra la teoría freudiana del hijo que mató a su padre para luego crecer y reconciliarse con sus ancestros.
Los jóvenes y especialmente las mujeres que se volcaron a las urnas demuestran que el Presidente electo dispone de un patrimonio propio. Hay una nueva generación de políticos y de electores, que no es una escisión de lo viejo ni una sucesión de quienes lo anteceden, sino un proyecto político distinto y auto sustentado, a tono con el nuevo orden que se está instalando en Chile. Son los muchachos movilizados en 2011 por una educación gratuita y de calidad; son las mujeres que marcharon en la ola feminista de 2018; son los grupos populares, los profesionales, los estudiantes y pensionados que se movilizaron en octubre de 2019; y muy especialmente, son las chilenas y chilenos que abominan del autoritarismo y le temen a la ultraderecha.
Es cierto que Boric ajustó hacia el centro su discurso y su programa, pero la moderación no es patrimonio de ningún sector político, sino la conducta natural de un actor que decide ampliar su base social para alcanzar la mayoría, sin abandonar ni ampliar el espacio que lo vio nacer.
El nuevo gobierno no tiene mayoría parlamentaria para cumplir su programa y tendrá que seguir negociando sus proyectos de ley. Pero si limita a priori su 'medida de lo posible' en función de la correlación de fuerzas del Congreso va a defraudar muchas más expectativas que si apela al apoyo popular para persuadir a los parlamentarios.
Dos errores recurrentes en el modelo de gestión política concertacionista fueron, primero, desmovilizar a la ciudadanía para evitar presiones y, segundo, generar acuerdos políticos previos con la derecha antes de determinar su propia agenda legislativa. Como consecuencia, el viejo enfoque Boeninguer-Vieragallo prefería no arriesgar al gobierno a una derrota si no contaba con votos para aprobar un proyecto, bajo el supuesto que “perder en el Parlamento debilita al Ejecutivo”.
El tiempo demostró que esta autocensura en la agenda política de los gobiernos tenía que ver más con la falta de convicción para impulsar transformaciones y con la subvaloración del pueblo como agente de presión en favor de proyectos de interés ciudadano. Quizá buena parte del descrédito de la vieja Concertación se asocia al desperfilamiento que sufre una coalición de centro izquierda tras sobrevalorar el consenso y subestimar a la ciudadanía, para no arriesgarse a dar la pelea.
La futura oposición parlamentaria tendrá gran poder de veto, incluso de bloqueo, pero no podrá vivir encerrada en una torre de marfil. Tendrá que habitar en una sociedad que se hará escuchar. De ahí que perder el Congreso no siempre es malo, si el electorado que el gobierno busca representar tiene claro quién se está jugando por sus convicciones y quiénes le están poniendo freno.
El nuevo gobierno no tiene mayoría parlamentaria para cumplir su programa y tendrá que seguir negociando sus proyectos de ley. Pero si limita a priori su 'medida de lo posible' en función de la correlación de fuerzas del Congreso va a defraudar muchas más expectativas que si apela al apoyo popular para persuadir a los parlamentarios.
La ciudadanía ya dejó de ser una entelequia que acude a las urnas periódicamente y se ha ido transformando en un actor político concreto que se moviliza y está consciente de su potencial incidencia en las decisiones públicas. Reclama lo que cree justo, sin ser ciega a las limitaciones económicas ni ignorante frente a las secuelas de la pandemia, pero quiere que la escuchen con la misma receptividad y responsabilidad con que se atiende a los iluminati del mercado. Ese poder del pueblo puede ser un activo para el nuevo gobierno si Boric es capaz de convertirlo en un aliado para sus cambios y no en una molestia para sus acuerdos.
Finalmente, si algo debe tener claro el gobierno entrante es que no se le puede volver a regalar la protesta a pequeñas minorías radicalizadas que representan la caricatura de un proyecto transformador. Ganarle la calle a grupos extremos es dejarle ese espacio a las grandes mayorías que anhelan los cambios.
En la relación del Gobierno con un pueblo movilizado hay un juego de cooperación, un enganche win-win que requiere ser articulado teniendo a la vista no solo el proceso legislativo sino el inminente plebiscito constituyente.
Es cierto que estamos viviendo una nueva transición, un remake del proceso iniciado el 88, pero ni los protagonistas, ni el libreto, ni el desenlace tienen por qué ser los mismos, pues lo que triunfó fue la esperanza de cambios.
Comentarios
Muy buena columna de Yasna
Excelente columna,
Gracias gracias gracias Yasna
bien equilibrado el mensaje,
Gracias Yasna por la columna.
Excelente análisis. Claro y
Concuerdo con tu visión, lo
A propósito del título: "La
No es necesario hacer cesudos
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