El sábado 12 de junio de 1982, la Casa Militar de la Presidencia se comunicó con los ministros Danús, De la Cuadra y Frez y los citó al Ministerio de Defensa para una reunión con el presidente, a las 8 de la mañana del lunes.
Algunos de los citados creyeron que se trataba de materias militares. Los lunes, Pinochet asumía en plenitud su calidad de comandante en jefe y atendía en la calle Zenteno los asuntos institucionales. Se sabía que la primera tarea de los lunes se iniciaba con el teléfono privado conectado a un confusor de voces (que impide escuchar a quien interfiera la comunicación), desde donde el presidente hablaba personalmente con los principales agregados militares repartidos por el mundo. La llamada llegó a ser tan importante, que algunos oficiales creían caer en desgracia si su teléfono no sonaba en la mañana del lunes.
Los tres convocados se encontraron en la planta baja del Ministerio de Defensa. Ninguno parecía saber de qué se trataba. Los tres intercambiaron impresiones sobre lo último que habían dicho o hecho, los datos del mes, las discusiones recientes.
Poco después el presidente los hizo ingresar a su despacho.
-Señores ministros -dijo secamente-: idevaluamos!
-Usted -apuntó al ministro De la Cuadra- calcúleme cuánto. Y solo, que no se entere nadie. Usted, Danús, va a hacer el anuncio por televisión a la noche. Y usted, Frez, tome posición de caja. Mire bien lo que le digo: usted va a ser el único responsable si esto se sabe y empiezan a comprar dólares por ahí...
Los tres guardaron silencio.
-Usted -apuntó al ministro De la Cuadra- calcúleme cuánto. Y solo, que no se entere nadie. Usted, Danús, va a hacer el anuncio por televisión a la noche. Y usted, Frez, tome posición de caja. Mire bien lo que le digo: usted va a ser el único responsable si esto se sabe y empiezan a comprar dólares por ahí...
Los tres ministros partieron.
Danús se encerró en las oficinas del Banco Central para redactar con Hernán Felipe Errázuriz y el vicepresidente del Banco, Iván de la Barra, el discurso que pronunciaría esa noche.
De la Cuadra, ayudado por el director de política monetaria, Daniel Tapia, hizo los cálculos finales. Luego Errázuriz y Tapia redactaron el acuerdo formal del Banco Central.
La tarea más difícil recayó en Frez, que debía establecer los lugares donde había dólares registrados y fijar su monto. Para no dar a conocer la noticia, reunió a su personal de Odeplan en un seminario que duró toda la mañana y que los tuvo virtualmente encerrados, incluso con los llamados telefónicos al exterior bajo bloqueo. A las 2.30 de la tarde, con los bancos ya cerrados, les encargó ir a tomar posición de cajas. Los funcionarios más altos se quejarían luego de esta falta de confianza.
La devaluación precipitó la desconfianza. Todo el país recordaba que sólo unas semanas antes, el propio presidente había vuelto a comprometerse con la mantención del dólar fijo.
En la noche, vestido con severo uniforme, el general Danús anunció al país la devaluación del dólar en un 18 por ciento. Se cotizaría ahora a 46 pesos.
Cecilia Sommerhoff estaba en su casa cuando un amigo la llamó para contarle lo que acababa de ver en la TV. Ella inició entonces una desesperada carrera por encontrar a su esposo, Miguel Kast, presidente del Banco Central y por tanto encargado de la política cambiaria, que estaba en Alemania persuadiendo a la banca y al gobierno local de que el dólar se mantendría a 39 pesos.
Como lo suponía, nadie había informado a Kast.
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Kast regresó de Europa desolado y confundido. Venía dispuesto a renunciar, pero sus amigos le persuadieron de que ello causaría grave daño. Kast aceptó los argumentos y volvió a la brega.
Un hombre llamado Javier
La devaluación precipitó la desconfianza. Todo el país recordaba que sólo unas semanas antes, el propio presidente había vuelto a comprometerse con la mantención del dólar fijo.
Una ola de rumores sobre la posible congelación de los depósitos sacudió a la banca, mientras las tasas de interés, estimuladas por la súbita falta de liquidez, seguían subiendo.
A la pesada carga sobre las empresas se sumaba, además, el peso de los nuevos impuestos que constituyeron uno de los últimos anuncios de De Castro, obligado por la realidad a admitir la fuerte baja de la recaudación fiscal.
Pero la verdadera "bomba" seguía activa: la situación de los bancos.
Los dos principales grupos del país, Cruzat-Larraín y BHC, estaban ya en una delicada situación: los pasivos debidos a sus créditos internos y a las carteras relacionadas de sus bancos habían superado con creces a los activos. En cualquier momento comenzaría la reacción en cadena de cesaciones de pagos. Kast advirtió que la "bomba" debía ser desactivada.
En julio inició la delicada operación de desarmar el inextricable nudo de las carteras vencidas y de los préstamos dados por los bancos a las empresas de sus mismos propietarios. La fórmula se fue refinando a toda prisa: el Banco Central compraría las carteras vencidas, que según los cálculos alcanzaban ya al 54 por ciento del capital y reservas de todos los bancos privados juntos.
Los hombres del Banco Central apuntaron la mira hacia quien consideraban el más peligroso animador en la gestión de los grupos. Ese hombre, una figura magnética cuya fuerza casi no tenía parangones en el medio empresarial chileno, y a la que se atribuía un inmenso poder, estaba al frente del BHC. Se llamaba Javier Vial.
Para que esa compra no fuera una dádiva, debían imponerse ciertas condiciones, la principal de las cuales era la eliminación paulatina pero rápida de la cartera relacionada.
La fórmula fue trabajosamente afinada por Kast, con ayuda de Hernán Büchi y Juan Carlos Méndez. Este último, un ejecutivo eficiente y famoso por su dureza de trato, debía coordinar el proceso de traspaso de carteras.
Los hombres del Banco Central apuntaron la mira hacia quien consideraban el más peligroso animador en la gestión de los grupos. Ese hombre, una figura magnética cuya fuerza casi no tenía parangones en el medio empresarial chileno, y a la que se atribuía un inmenso poder, estaba al frente del BHC. Se llamaba Javier Vial.
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Vial había construido un imperio financiero en sólo unos pocos años. Se conocía ampliamente su infinidad de contactos y la fiereza con que solía defender sus ideas. Ese poder de decisión era precisamente el que el gobierno miraba ahora con recelo. El equipo económico estimulaba esa desconfianza, y tenía razones más particulares que la pura peligrosidad para el país: Vial era un ácido crítico de sus medidas, y no lo callaba.
El 4 de julio, Vial cometió un desliz. Durante el tradicional cóctel de la embajada de Estados Unidos, comentó lo que consideraba una cadena de errores del gobierno. En el pequeño grupo de interlocutores estaban el ex ministro José Piñera y el general Washington Carrasco.
-No querían devaluar -explicó- para no causar inflación. Pero lo hicieron, en 18 por ciento; y eso significa que los precios van a subir en 18 por ciento. También las deudas van a subir un 18 por ciento. Y más, porque apretar la masa monetaria en un cinco por ciento sólo va a hacer que siga disparándose la tasa de interés. Así que no han resuelto nada.
El general Carrasco, preocupado por el sintético análisis, preguntó si podría transmitirlo al presidente. Vial dijo que sí.
Pero la versión cayó mal en La Moneda.
Pese a la auténtica inquietud del general Carrasco, los hombres del equipo económico hicieron notar que si un banquero de la relevancia de Vial desparramaba estos comentarios, sería muy fácil difundir el pánico.
Pero había una debilidad crucial: 20 empresas del grupo BHC eran las propietarias del paquete accionario que permitió a Vial controlar el Banco de Chile. A su turno, las mismas veinte empresas debían al mismo banco unos ocho mil millones de pesos. Aquel era el costado por donde se podía morder. Por añadidura, la magnitud de la institución serviría para dar una lección total a los demás bancos: si el Chile vendía, todos lo seguirían.
Los economistas sabían que el punto frágil de cualquier grupo era precisamente la cartera relacionada. Sabían que en la estrategia de crecimiento del grupo de BHC, formado ahora por unas 130 empresas, había una herramienta clave: el control del directorio del Banco de Chile, el más grande y prestigioso del país, y el más influyente en el acceso al crédito. Se sabía que la institución tenía una cartera relacionada menor que otros bancos, y ni siquiera concentrada en un solo grupo, sino a lo menos en cuatro distintos: el BHC, Carlos Cruzat, Francisco Soza Cousiño y el grupo Hirmas.
Pero había una debilidad crucial: 20 empresas del grupo BHC eran las propietarias del paquete accionario que permitió a Vial controlar el Banco de Chile. A su turno, las mismas veinte empresas debían al mismo banco unos ocho mil millones de pesos. Aquel era el costado por donde se podía morder. Por añadidura, la magnitud de la institución serviría para dar una lección total a los demás bancos: si el Chile vendía, todos lo seguirían.
Vial advirtió sin duda la maniobra. Comenzó entonces a resistir la venta de la cartera vencida del banco, que era el mecanismo con que partía la cadena.
Amenaza desde el sur
El desafío irritó al gobierno.
El ministro De la Cuadra y el subsecretario Enrique Seguel intentaron utilizar primero la persuasión, pero a poco andar la resistencia de Vial los convenció de que un problema de autoridad, y de eventual desafío al régimen, estaba también en juego.
A su turno, Vial confiaba en su capacidad de maniobra.
Pero otros elementos comenzaban a conjugarse en su contra.
El vicepresidente ejecutivo del grupo, Rolf Lüders, había propuesto enfrentar la posible insolvencia del grupo vendiendo activos y desarmando la red de relaciones entre las empresas.
Vial parecía apostar a un golpe de audacia: el gobierno debía apartarse totalmente del conflicto, o intervenir cambiando de política.
Vial había estado de acuerdo con la medida y de hecho había permitido que se programara una desconcentración paulatina de los compromisos con el Banco de Chile. Pero los meses pasaban y no había novedades; a la vista de esa demora, el gerente general del Banco, Hugo Ovando, había intensificado la presión.
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Vial parecía apostar a un golpe de audacia: el gobierno debía apartarse totalmente del conflicto, o intervenir cambiando de política.
El presidente aprovechó una reunión con el consejo de generales y almirantes para pedir a Frez que explicara la situación de los grupos. La descripción fue completa y alarmante. Explicó los problemas derivados del endeudamiento externo y la actitud renuente de los ejecutivos de los grupos.
-Usted está siendo demasiado blando, Frez -interrumpió Pinochet-. Demasiado blando. La actitud de este señor ya está cayendo en lo antipatriota.
No llegó a decir a quién se refería. Pero la sombra de Javier Vial parecía flotar sobre la sala. El enojo de Pinochet se hizo patente poco después, durante una reunión con ejecutivos norteamericanos, en la que Vial, como presidente de la Asociación de Bancos, pronunció un discurso cargado de matices críticos. En cierto momento, el presidente perdió ostensiblemente la paciencia e interrumpió al orador.
-Oiga -dijo-, ya está hablando mucho.
El incidente fue notorio, pero se mantuvo en el silencio.
No duraría mucho.
El sábado 10 de julio de 1982, Vial estaba viendo televisión en su refugio cordillerano de La Parva, a donde había invitado al embajador estadounidense James Theberge, cuando el noticiario transmitió la versión de que el presidente había dicho que un prominente banquero podía ser expulsado del país.
El sábado 10 de julio de 1982, Vial estaba viendo televisión en su refugio cordillerano de La Parva, a donde había invitado al embajador estadounidense James Theberge, cuando el noticiario transmitió la versión de que el presidente había dicho que un prominente banquero podía ser expulsado del país.
Nadie en La Parva dudó de quién se trataba.
El lunes 12, mientras Vial enviaba emisarios para saber con exactitud los alcances del mensaje de La Moneda, Miguel Kast anunció oficialmente la decisión de que el Banco Central compraría la cartera vencida de los bancos.
La operación de pinzas se iba cerrando: la presión directa y el anuncio jurídico comenzaban a converger.
La batalla del Banco de Chile
Pocos días después, Kast organizó los contactos para que el directorio del Banco de Chile se reuniera a almorzar en el Banco Central con el ministro De la Cuadra. Sería algo amistoso, de buenos amigos. El gerente Ovando informaría de la situación. Cuando llegaron, los invitados notaron una ausencia. No estaba el presidente, Javier Vial. La conversación se puso tensa y avanzó muy poco. Al terminar, los directores pidieron a Ovando una reunión especial. Entonces le reprocharon la exclusión de Vial.
La firma del convenio comenzó a convertirse en el más polémico objeto del grupo. Mientras Vial creía que podía seguir resistiendo, sus hombres adivinaban que la porfía del poder sería más fuerte.
Por las dudas, Vial consiguió que un amigo con directa llegada a la Presidencia hiciera una consulta clave: ¿quería Pinochet que dejara la presidencia del Banco de Chile? El emisario llevó una respuesta tranquilizadora: no. Pero el 22 de julio, De la Cuadra y Seguel volvieron a conversar con Vial. Traían una decisión: debía dejar la presidencia.
Por las dudas, Vial consiguió que un amigo con directa llegada a la Presidencia hiciera una consulta clave: ¿quería Pinochet que dejara la presidencia del Banco de Chile? El emisario llevó una respuesta tranquilizadora: no. Pero el 22 de julio, De la Cuadra y Seguel volvieron a conversar con Vial. Traían una decisión: debía dejar la presidencia. Vial respondió que había consultado a Pinochet, y que éste no pensaba en tal cosa. De la Cuadra y Seguel fueron entonces a hablar con Pinochet.
En esa reunión se llegó a la conclusión de que Vial debía abandonar de una vez la cabeza del Banco de Chile, so riesgo de que los propósitos del gobierno cayeran en el vacío.
Además, y aunque continuara como miembro del directorio, debería entregar de una vez sus acciones y empresas falentes al Banco de Chile. Las cosas ya habían tomado un giro drástico.
El mismo día, la Superintendencia de Bancos agregó normas aún más estrictas para los préstamos a las empresas relacionadas.
Atrapado por su propia convicción de que se seguía un juego peligroso, y por el empeño de Vial en estirar la cuerda, el propio Rolf Lüders decidió por esos días que había llegado la hora de separarse del BHC y de la intransigencia de su máxima figura. Su renuncia, hecha pública unos días después, conmocionó al grupo.
En la siguiente sesión del directorio del Banco de Chile, el convenio sobre cartera vencida fue planteado como un callejón sin salida. Pero Vial persistió en su tesis. Entonces perdió sus últimos apoyos: Sergio Molina Benítez y Joaquín Figueroa expresaron su acuerdo con la firma.
La reversión de la mayoría descabezó a Vial. Abruptamente perdió la presidencia del Banco, que fue recuperada por Manuel Vinagre, cuyos 78 años encarnaban la tradición y la historia de la institución. A pocas horas de hacerse cargo, Vinagre llamó a Juan Carlos Méndez y firmó el convenio sobre cartera vencida.
Al día siguiente comenzaron las llamadas de los demás bancos para iniciar los convenios de traspaso de las carteras vencidas. El primero provino del Banco de Santiago: el grupo Cruzat- Larraín, el más poderoso del país, había jugado al bajo perfil mientras seguía la crisis.
Pese a la severa dificultad que representaba la pérdida de la presidencia, Vial mantuvo en pie su negativa a entregar el poder de sus acciones en el Banco de Chile.
Pese a la severa dificultad que representaba la pérdida de la presidencia, Vial mantuvo en pie su negativa a entregar el poder de sus acciones en el Banco de Chile.
El Banco Central decidió entonces que había llegado el momento y puso un ultimátum: si el acuerdo no se firmaba el 13 de agosto, el Banco de Chile procedería a ejecutar los compromisos impagos de las empresas del BHC.
En la noche del 13, Vial cruzó las solitarias oficinas del Banco Central, entró en una oficina y firmó tres acuerdos redactados por su abogado Sergio Diez y arbitrados por Francisco Bulnes Ripamonti.
Le habían doblado la mano. Pero derrotado, lo que se llama derrotado, no estaba.
Funeral para un paquete
Los sacudones de la crisis arreciaron en agosto.
Mientras el dólar escalaba hasta los 70 pesos y las reservas continuaban saliendo a través de las ventanillas del Banco Central, una incipiente agitación política comenzó a perfilarse en las orillas del drama económico.
El gobierno, alerta a las señales inquietantes, decidió anticiparse.
Mientras el dólar escalaba hasta los 70 pesos y las reservas continuaban saliendo a través de las ventanillas del Banco Central, una incipiente agitación política comenzó a perfilarse en las orillas del drama económico.
Un llamado de Eduardo Ríos (de la Unión Democrática de Trabajadores) a no pagar las cuentas de servicios públicos fue calificado por el ministro Montera como una "grave incitación".
El mismo ordenó al director de Investigaciones, el general (R) Fernando Paredes, que citara -mediante virtuales arrestos- al dirigente de los empleados fiscales, Hernol Flores, y al presidente de los trabajadores del cobre, Emilio Torres, y les advirtiera sobre posibles expulsiones del país.
Kast, preocupado por la caída de las reservas, la disminución violenta del dinero y la evidencia de que se estaba ante expectativas alarmistas, convenció a De la Cuadra para que dejara el dólar en un régimen de notación libre. Ello podría frenar la especulación. Unos pocos días bastaron para comprobar que las cosas no estaban para medidas audaces: el dólar siguió dando tumbos y las reservas cayendo.
El desempleo, verticalmente lanzado hacia arriba, amenazaba con sobrepasar el 20 por ciento.
Entonces Odeplan presentó un proyecto para crear un segundo plan de emergencia. La eficacia del PEM se había diluido en el tiempo, y parecía urgente sostener a más personas desesperadas por la cesantía. Con el fin de evitar que la experiencia del PEM se reprodujera, Odeplan propuso dar un salario mejor, pero sólo para jefes de familia: era el POJH.
El desempleo, verticalmente lanzado hacia arriba, amenazaba con sobrepasar el 20 por ciento.
Sólo Danús se opuso. Argumentó que lo que se necesitaba era estimular la producción, no subsidiar el desempleo. Usó rudamente la comparación con los "batallones de trabajo" de la crisis europea. Pero el general no estaba ya en posición de decidir por sí. Poco antes, en una reunión con altos funcionarios y oficiales, en presencia suya, el presidente se había referido a De la Cuadra como el jefe del equipo económico. Danús, que tal vez lo presentía, supo entonces que se había consumado el lento desplazamiento de las decisiones. Economía retornaba a su posición secundaria.
Con acuerdo de Frez, Danús preparó entonces un extenso y detallado plan para afrontar las inminentes dificultades de los meses venideros. Consiguieron que el presidente convocara a una reunión con De la Cuadra y Kast.
Allí expusieron las medidas -básicamente de reactivación productiva- y creyeron percibir el acuerdo del presidente.
Hasta que vino la objeción de Kast: nada de ello se podía hacer, debido a los acuerdos que se negociaban con el FMI.
-¡Para qué hacemos reunión, entonces! -se exaltó Frez-. ¡Ya está todo decidido!
El presidente lo miró fijamente y se retiró en silencio.
¿Tuvo que ver ese hecho puntual con el llamado de la Presidencia que por los mismos días recibió el abogado Luis Mackenna Shiell?
Entre los economistas cercanos al gobierno se decía ahora que la devaluación había agudizado una crisis cuyo impacto mayor ya había sido absorbido antes de esa medida; que los errores venían sucediéndose debido a la indecisión de La Moneda; que se necesitaba devolver a la economía la imagen de seguridad que había perdido.
Tal vez. Pero lo cierto es que el gobierno necesitaba resultados rápidos, y no los tenía; necesitaba un equipo cohesionado, y la tensión entre los ministros era vox populi; necesitaba imagen, y el deterioro aumentaba.
Entre los economistas cercanos al gobierno se decía ahora que la devaluación había agudizado una crisis cuyo impacto mayor ya había sido absorbido antes de esa medida; que los errores venían sucediéndose debido a la indecisión de La Moneda; que se necesitaba devolver a la economía la imagen de seguridad que había perdido.
Luis Mackenna había sido presidente del Banco Central y ministro de Hacienda de Jorge Alessandri en una encrucijada de resonancias semejantes. En el Banco Central había defendido la fijación del dólar contra la opinión de Hacienda y luego, como ministro, había tenido que afrontar una devaluación cuyas dramáticas consecuencias marcaron el período final de Alessandri.
El prestigio de Mackenna en el mundo empresarial era un capital político que nadie desconocía. Por eso, el llamado de la Presidencia para intercambiar ideas sobre lo que se podría hacer desde el Ministerio de Hacienda no sorprendió a nadie. Mackenna, consciente de que una oferta estaba involucrada, pensó que ciertas condiciones políticas eran necesarias.
Después de unos días, la Presidencia respondió. Agradecía mucho la buena disposición de Mackenna y su voluntad de servicio, pero...
Sin embargo, esa llamada fue sólo una de las primeras en una frenética serie de emergencias.
Fernando Léniz estuvo también con el presidente, tratando de convencerlo de que un fuerte componente político dominaba el escenario.
Sergio Fernández, el único de los ministros dimitidos que conservaba el privilegio de un teléfono presidencial directo, también regresó a La Moneda.
-Esto parece un funeral, no un consejo de ministros. ¿Nadie tiene nada que decir?
Sergio Onofre Jarpa y Juan de Dios Carmona se mencionaron como posibles jefes de gabinete en un ámbito de "apertura". Y otros nombres empresariales (Carlos Hurtado, Pierre Lehmann, Jorge Fontaine) sonaron como posibles conductores del viraje económico.
De la Cuadra, entre tanto, quemaba sus últimos cartuchos. El jueves 26 de agosto debía presentar un nuevo "paquete" de medidas (esos "paquetes" eran la moda de la estación) y había preparado para ello nuevas fórmulas tributarias. El miércoles 25 hubo consejo de gabinete, presidido por el ministro Montero. Allí leyó el titular de Hacienda las medidas. Hubo silencio.
Montero ofreció la palabra. El silencio siguió. Hasta que irrumpió el ministro Siebert:
-Esto parece un funeral, no un consejo de ministros. ¿Nadie tiene nada que decir?
Nadie dijo nada.
Era, en efecto, el entierro de las medidas.
Al día siguiente, De la Cuadra partió a La Moneda a exponer el "paquete" ante el presidente.
De allí salió renunciado. Como había pasado en el gabinete, nadie parecía encontrarles sentido a las medidas; nadie veía en ellas la urgencia que la situación planteaba; nadie creía que pudieran resolver el problema.
Sólo una condición: encontrar un reemplazante para Miguel Kast, cuya extensa renuncia manuscrita había llegado al presidente tras la caída de De la Cuadra.
El sábado 28, cerca de la medianoche, el general Sinclair telefoneó a la casa de Rolf Lüders y le pidió que fuera a La Moneda.
Allí, en un palacio semi vacío y silencioso, le ofreció asumir como nuevo biministro de Hacienda y Economía. Tendría las amplísimas facultades que el decreto ley 966 había otorgado años antes a Jorge Cauas, podría nombrar a gente de su confianza en todos los puestos y manejaría la totalidad de la política económica.
Sólo una condición: encontrar un reemplazante para Miguel Kast, cuya extensa renuncia manuscrita había llegado al presidente tras la caída de De la Cuadra.
Lüders hizo notar su reciente vinculación con el BHC y su responsabilidad en las operaciones de éste. Sinclair no dio importancia al asunto: la situación no resistía más demora.
El lunes 30 juró Lüders, en medio de la estupefacción general.
Hernán Felipe Errázuriz fue removido de Minería para tomar la Secretaría General de Gobierno; a su lugar llegó el abogado de la Sonami, Samuel Lira. De Defensa salió el general Carrasco y asumió el vicealmirante (R) Patricio Carvajal. En Odeplan, Frez dejó su cargo en manos del brigadier general Sergio Pérez Hormazábal.
Lüders no removió a ningún funcionario de alto nivel. Pero nombró al director de la Escuela de Negocios, Carlos Cáceres, en el Banco Central, y llamó a Álvaro Bardón para hacerse cargo de la Subsecretaría de Economía.
Javier Vial presintió el peligro.
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