Antes
Mi rutina diaria comenzaba casi siempre a las seis de la mañana todos los días de la semana entre marzo y junio y luego entre agosto y noviembre. Debía ir a dejar a mis hijos al colegio -eran los que más temprano llegaban- y luego partía mi jornada en su primera clase a las ocho y media, saltando luego de universidad en universidad y de comuna en comuna. Había desarrollado una práctica para hacer todas aquellas clases basado en programas de estudio entregados a inicios del semestre y una calendarización detallada clase a clase que me permitían no volverme loco entre tantos cambios de materias.
Pasaba unas dos horas y media arriba de mi auto al que debía llenarle el estanque dos veces por semana, además de escuchar el pitido del TAG varias veces cada día. Estimo que daba el equivalente a una vuelta al mundo en mi auto una vez al año, solo que viajando entre cuatro o cinco comunas de Santiago.
Comía a deshora y lo que hubiera: completos gigantes más vaso de bebida genérica a setecientos pesos, empanadas de shawarma, hamburpizzas, y a veces hasta sopas Maruchán. En el fondo casi la misma dieta de mis estudiantes, solo que con varias décadas más en el cuerpo y sin poder hacer nada de ejercicio, por lo que la pesa año a año me sumaba un kilo extra, cuando menos.
Si me salía algún otro pituto remunerado, como hacer informes, o escribir algo a pedido, debía hacerlo llegando a casa, siempre a altas horas de la tarde o incluso de la noche -cuando me tocaba hacer clases en posgrados o en vespertinos-. Así que mi rutina solía no terminar, en ocasiones, antes de la medianoche.
Para qué hablar de investigar: eso quedaba siempre para los fines de semana.
Si no hubiera sido porque había diseñado un sistema de pruebas en las que podían ayudarme a corregir los ayudantes, simplemente hubiera necesitado días de 48 horas.
Ahora
Desde que comenzó el confinamiento mi día comienza a las ocho y cuarto de la mañana. En ese tiempo tengo espacio de sobra para hacerme desayuno -comida del día que no había probado desde que era estudiante universitario- levantarme, ponerme frente al computador y abrir Zoom.
Cuando termino la primera clase de la mañana, de pronto veo que tengo entre una hora y una hora y media para la siguiente en la siguiente universidad. No necesito atravesar la ciudad. No gasto nada de bencina. Hasta echo de menos el pitido del TAG.
En esos tiempos vivos y ya no muertos entre clase y clase puedo ir de a poco avanzando en esos pitutos extra, ahora en horario laboral natural. Ya no necesité más quedarme hasta las tantas para avanzar en dichas pegas extra.
Resulta que ahora puedo almorzar en un horario que no está mandatado por el rompecabezas de clases en distintas universidades y los viajes en auto. Los completos gigantes son cosa del pasado y aunque vivo más sedentariamente que antes, tengo la impresión de que 2020 no me va a regalar un kilo extra.
Antes no era capaz de aprenderme más que el nombre de un par de alumnos por curso, de entre los centenares que tenía. Hoy veo sus nombres en los múltiples recuadros del display del Zoom y siento que estoy haciendo clases mucho más personalizadas.
De la misma manera me doy cuenta de que muchos alumnos o alumnas que en circunstancias de clases presenciales jamás se habrían atrevido a tomar la palabra ahora se animan a participar: la clase ahora es muchísimo más interactiva que antes.
El tiempo que ahora me empieza a sobrar y que antes era de correr de un lado a otro, lo puedo dedicar a buscar materiales para hacerles llegar a los alumnos, que además ahora leen mucho más que antes. Antes de ser un profesor-Zoom hacer que los estudiantes leyeran algo, particularmente cuando era sin nota, era una odisea. Ahora muchos llegan con las lecturas hechas, con preguntas, con comentarios.
Del mismo modo me he dado cuenta de que todo se vuelve inmensamente más entretenido para mí y para ellos cuando hacemos las clases como una serie de ejercicios.
He convertido todas mis evaluaciones con nota en pruebas en Drive, muchas de ellas de opción múltiple, y puedo entregar los resultados a solo horas de haber tomado la evaluación. Ya nadie más reclamó porque me demoraba en entregar las notas más de las dos semanas que la mayoría de las universidades exigen para la devolución de resultados.
Luego
Un día volveremos a clases presenciales. Quizá ya no este semestre. Quizá ni el que sigue. Y echaremos de menos varias cosas de ser profesor-Zoom. Me parece que muchas de las novedades del confinamiento van a terminar convirtiéndose, eso sí, en cambios permanentes, en particular todo lo que tiene que ver con el apoyo del material y las evaluaciones a distancia.
Eso sí: verles las caras a los estudiantes, poder compartir de nuevo una misma sala, va a ser algo que agradeceremos mucho, porque ahora muchos de esos estudiantes solo son un nombre sobre una pantalla negra con el micrófono apagado.
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