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Sábado, 20 de Abril de 2024
Rumbo al Premio Nacional de Periodismo 2021

La increíble historia del juez Acuña

Alejandra Matus (*)

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Juez Mario Acuña Riquelme
Juez Mario Acuña Riquelme

Este artículo es un extracto de El libro negro de la justicia chilena (Planeta, 1999). Por esta obra Alejandra Matus debió pedir asilo en Estados Unidos luego que la Corte Suprema ordenara su detención y la requisición del libro un día antes de que saliera a las librerías. 

Admision UDEC

Todos los días, a las siete de la tarde, El Lito tomaba su desvencijada bicicleta y se iba a pasear por el camino alto, que da a Pisagua Viejo, hasta llegar al centro del cementerio. Ángel de la Cruz Venegas, El Lito, era bien conocido en ese desértico pueblo a orillas del mar, entre Arica e Iquique. Aseaba el retén de Carabineros en que trabajaba su hermano, el sargento Juan de Dios de la Cruz. Pese a que arrastraba una condena de presidio de cinco años y un día por “hurtos reiterados”, El Lito podía recorrer el pueblo sin problemas. En pleno Estado de Sitio, a él nadie le impedía llegar al cementerio.

Un día vio “a varias personas que corrían y les disparaban por la espalda. Estas eran como tres personas y luego que les dispararon, los ensacaron (...) Las personas que dispararon eran militares. También vi, en una ocasión, que en la Gobernación a varios detenidos les sacaban las uñas. Recuerdo que Mario Acuña, a quien ubico, era quien daba las órdenes”.

Se refería al juez Mario Acuña Riquelme. Este personaje inició su carrera en Santiago, y de su paso por los tribunales de San Miguel quedó la memoria de grandes defensores y severos detractores suyos. Había quienes lo calificaban de “brillante”, pero la Corte Suprema acogió reclamos por su mala gestión y lo trasladó a Iquique al comenzar los ‘70.

Abogados que lo conocieron como titular del Primer Juzgado de la capital nortina afirman haberlo visto varias veces borracho en su oficina. Muchas otras cosas vieron. El Consejo de Defensa del Estado incluyó su nombre, junto al del presidente de la Corte iquiqueña, Ignacio Alarcón y otros importantes magistrados, como parte de una lista de jueces vinculados con el narcotráfico.

En 1972, tras recibir la queja del CDE, la Corte encomendó al ministro Enrique Correa Labra que se trasladara al norte a investigar. El magistrado contó con la ayuda en Iquique del abogado Procurador Fiscal (el representante del CDE), Julio Cabezas Gazitúa. En Santiago, con la del abogado Manuel Guzmán Vial. Agentes del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA), entre otras entidades, también habían reunido información sobre los magistrados mientras buscaban desbaratar una red de tráfico de drogas y contrabando entre Chile y Bolivia.

Correa Labra estuvo ocho meses en el norte. Al volver, emitió un grueso informe y la Corte Suprema intervino destituyendo al presidente de la Corte iquiqueña y al fiscal de ese tribunal, Raúl Arancibia. Otro grupo, probablemente para no generar un escándalo, solo fue trasladado o amonestado.

Acuña se salvó. Sin embargo, el magistrado sabía perfectamente que el abogado Cabezas había sido el promotor de las acusaciones en su contra y que todavía le quedaba carga por usar.

Cabezas —45 años, casado, cuatro hijos— era considerado un abogado brillante, un funcionario de “dedicación ejemplar”, que actuaba además como jefe del Servicio de Asistencia Judicial en Iquique.

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El libro negro de la justicia chilena, 1999
El libro negro de la justicia chilena, 1999

En 1973, Cabezas y el director de Odeplán, Freddy Taberna, tenían pruebas suficientes de los vínculos de Acuña con los dos poderosos narcotraficantes que dirigían las operaciones de tráfico y contrabando entre Chile y Bolivia y que, por su peso económico, incluso habían llegado a ser miembros de la Cámara de Comercio de Iquique: Nicolás Chánez y Doroteo Gutiérrez.

Ambos transportaban diariamente desde Santiago al norte toneladas de azúcar, café, harina, conservas, mantequilla, medias, ropa y medicinas, entre otros productos obtenidos ilícitamente. Era el tiempo de las colas y la escasez bajo el gobierno de la Unidad Popular.

Los camiones con la carga prohibida se dirigían a dos pueblos limítrofes: Cancosa y Colchane. Las inmensas bodegas en que la mercadería era almacenada dominaban el paisaje de ambos caseríos, cuyas poblaciones sumadas no llegaban a los 150 habitantes. En la frontera, los chilenos entregaban los insumos a traficantes bolivianos, quienes les pagaban con grandes cantidades de cocaína semielaborada. Los alimentos y medicinas se iban a Oruro y luego eran distribuidos en Santa Cruz y La Paz. El sulfato de cocaína era internado en Iquique para su elaboración.

Antes del 11 de septiembre, Chánez y Gutiérrez fueron detenidos repetidamente por contrabando y narcotráfico, pero obtuvieron la libertad con facilidad gracias a sus vínculos con el ministro Ignacio Alarcón, el juez Acuña y su actuario Raúl Barraza. Este último había sido descubierto in fraganti por la policía trabajando de noche en el procesamiento de la cocaína en un laboratorio que tenía en su propia casa, en Wilson 151.

Su superior, el juez Acuña, fue vinculado por la investigación policial con la gestión del laboratorio. Pesaban en la carpeta que el CDE tenía sobre el magistrado otro tipo de corruptelas. Se comprobó que desde mayo de 1970 el magistrado cobraba asignación familiar por su cónyuge, aunque esta no tenía derecho a ella, pues era funcionaria de la Corfo. Además, había informado al Servicio de Impuestos Internos que su esposa no trabajaba, con el solo fin de rebajar el pago de impuestos.

Pese a sus antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para que, inmediatamente después del 11, se constituyera como fiscal en los Consejos de Guerra en el norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la nueva investidura.

Acuña adquirió en forma fraudulenta varios automóviles, haciendo uso de una franquicia que por entonces era derecho exclusivo de los residentes en Arica. Y pagó parte de uno de esos vehículos con un cheque del comerciante Raúl Nazar, que estaba encausado por estafa en su propio tribunal y que quedó libre “por falta de méritos” justo después de extender ese documento.

El magistrado recibió regalos de navidad, ante testigos, de otro conocido narcotraficante iquiqueño, Francisco Manríquez Valenzuela, “El Gallina”.

El abogado Julio Cabezas sabía también, y lo informó a la Corte Suprema, que el 7 de abril de 1972, el juez Acuña viajó junto al narcotraficante Pascual Gallardo a Santiago y que ambos abordaron un vehículo que los esperaba en el aeropuerto Pudahuel, con destino desconocido.

Gallardo había sido inculpado como parte de una banda de narcotraficantes descubierta en 1969 en una causa que tuvo en su poder el juez Acuña. Poco después, sospechosamente, se presentó en Santiago una querella por estafa en contra de uno de los encausados. Eso significaba que el proceso por narcotráfico debía salir del tribunal iquiqueño y ser enviado la capital.

En el viaje, el actuario designado para trasladar el expediente lo perdió sin explicación plausible. Ya no importaba mucho. Los documentos que inculpaban a Gallardo se habían extraviado antes, desde las propias oficinas del juzgado iquiqueño. Gallardo nunca fue procesado.

Pese a sus antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para que, inmediatamente después del 11, se constituyera como fiscal en los Consejos de Guerra en el norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la nueva investidura. El mismo día del Golpe llegó vestido con uniforme de comando al tribunal, que siguió atendiendo paralelamente por un breve lapso. En ese período, sus subalternos también debían lucir trajes militares cuando lo acompañaban a la “fiscalía”.

El juez Acuña fue uno de los pocos magistrados elegidos para tan inusual misión y él iba a aprovecharlo. Mediante llamados radiales, el abogado Julio Cabezas fue convocado por bando para presentarse ante las nuevas autoridades militares junto a los más importantes dirigentes políticos de la zona. Cabezas, que no tenía militancia política ni “tendencia revolucionaria alguna”, se autodefinía entonces como simpatizante DC y, como tal, había sido un opositor al gobierno de Allende. Pero su nombre, para extrañeza de abogados y jueces, se repetía por las radios junto al de los máximos jerarcas de la Unidad Popular.

El 14 de septiembre, terminado el toque de queda absoluto, el profesional decidió entregarse. Ese día se reunió con un grupo de ocho profesionales que hacían su práctica profesional en el Servicio de Asistencia Judicial. En el segundo piso de los tribunales iquiqueños, Cabezas dio tareas a sus alumnos.
Entre ellos estaban el actual (1999) ministro de la Corte ariqueña Javier Moya y los abogados Valdemar de Lucky, Juan Rebollo, Ernesto Montoya, Enrique Castillo e Ismael Canales.

—Yo vengo luego. Sigan con los casos, que voy a revisar lo que han hecho a la vuelta —les dijo.

Cabezas no dejó reemplazante. Con una frazada en un brazo y un chaquetón de castilla en el otro salió caminando hacia la Sexta División de Ejército. Algunos de sus alumnos —con quienes le gustaba tener irónicas discusiones intelectuales, pues los jóvenes eran mayoritariamente partidarios de la UP— lo acompañaron hasta la puerta del regimiento. El abogado creía que su nombre había sido incluido por error y que quedaría libre de inmediato.

El error era suyo.

Fue hecho prisionero y trasladado al campamento en Pisagua. Sus celadores lo golpearon mientras permanecía colgado, le quemaron la piel con cigarrillos, lo lanzaron desde un cerro encogido dentro en un barril sin tapas, le quebraron un tobillo, le hicieron fusilamientos falsos. Cabezas presintió su muerte. Logró enviar un mensaje a Santiago pidiendo la intervención de sus colegas del Consejo de Defensa del Estado. La mayoría de los consejeros del CDE estaba en la oposición al gobierno de Allende y apoyaban la intervención militar, pero acogieron su súplica, pues sabían que Cabezas no era izquierdista.

Manuel Guzmán Vial fue el encargado de redactar un oficio al Jefe de Zona en Estado de Emergencia en la zona de Tarapacá, general de brigada Carlos Forestier. El documento daba cuenta de la excelente calidad profesional del representante del CDE en Iquique y de sus cualidades como un hombre “de paz”. Forestier no respondió.

El 10 de octubre el nombre de Julio Cabezas apareció en un nuevo comunicado. Esta vez, en una convocatoria a Consejo de Guerra.

El Colegio de Abogados había establecido un sistema de defensa gratuito para los prisioneros y le nombró un representante: su propio alumno en el consultorio jurídico, Ernesto Montoya. El joven viajó en una avioneta militar a Pisagua.

La nave partió a las 19 horas. El Consejo estaba fijado al día siguiente, el 11 de octubre, a las cinco de la madrugada.  El joven abogado esperaba poder entrevistarse con su profesor, pero se le dijo que estaba incomunicado. Quiso ver el expediente, pero los militares estaban cenando. Solo pasadas las 23 horas y por diez minutos, se le permitió examinar unas hojas que parecían ser una confesión de Cabezas ante el fiscal Acuña. Los papeles decían que Cabezas admitía su vinculación con el Plan Zeta (que luego se demostraría inexistente) y con el acopio de armas.

Montoya intentó una defensa. Alegó con vehemencia, pero los militares estaban borrachos y permanecieron indiferentes a sus argumentos. El Consejo de Guerra condenó a Cabezas a la pena de muerte.

“El día 12 de octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui, igualmente, golpeado, sometido al ‘fusilamiento simulado’ y otras torturas, estando con la  vista vendada e interrogado por el fiscal Acuña”.

El capellán de Pisagua se acercó a Montoya y le confesó que Cabezas ya estaba muerto. El abogado no quería creerlo, pero hacia fines de los 70, ante insistentes gestiones de la familia, las autoridades militares extendieron documentos oficiales en que reconocían la fecha real de la muerte y decían que Cabezas fue “ajusticiado” por “alta traición a la Patria” el 10 de octubre, junto a otros cuatro detenidos.

El expediente del supuesto Consejo de Guerra nunca apareció. En 1990 el cuerpo de Julio Cabezas fue hallado en las fosas clandestinas descubiertas en Pisagua. Otra vez el abogado Montoya estuvo junto a su exprofesor. Como abogado del arzobispado, acompañó a los profesionales de la Vicaría de la Solidaridad que lograron la ubicación de las osamentas.

También murió en Pisagua el exdirector de Odeplán, el socialista Freddy Taberna, quien había investigado al juez Acuña junto a Cabezas. No fueron los únicos. Dos funcionarios del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA) fueron ejecutados en el mismo campamento. Justo antes del Golpe de Estado, el DIA estaba precisamente tras los pasos del contrabando de cocaína por el corredor Oruro-Iquique. Ya entonces los profesionales, motejados por La Tercera como los “intocables chilenos”, creían que Chile se estaba convirtiendo en un “pasillo” para el contrabando del clorhidrato.

El grupo aduanero actuaba en coordinación con la agencia estadounidense antinarcóticos (DEA) y varios de sus miembros fueron entrenados en Estados Unidos, como parte de una de las pocas áreas de cooperación entre ambas naciones, cuando en Chile gobernaba Allende y en el país norteamericano, Richard Nixon. El Golpe sorprendió en el norte a unos ocho agentes de este servicio. Entre ellos, Juan Efraín Calderón, militante socialista, quien fue ejecutado en un supuesto intento de fuga, junto a su colega y amigo, Juan Jiménez, pese a las intervenciones en su favor del delegado de la DEA en Chile, George Frangullie.

El cuerpo de Calderón apareció en las fosas en Pisagua amarrado de pies y manos y con una venda sobre los ojos. Testimonios de otros ex prisioneros permitieron determinar que los agentes no intentaron huir, sino que fueron escogidos de entre los presos para ser fusilados, sin expresión de causa.

Un grupo de narcotraficantes, que había formado parte de las investigaciones de la DIA, la policía y el CDE en los 70, también fue capturado en la asonada militar. Los detenidos, acusados de delitos comunes, fueron trasladados a Pisagua junto al resto de los prisioneros políticos. En el campamento, controlado en buena parte por el fiscal Acuña, recibieron un trato especial. Pero solo por un tiempo.

En este grupo figuraba Francisco Manríquez, “El Gallina”, quien había hecho regalos de Navidad a Acuña, y el poderoso Nicolás Chánez, la cabeza visible de opulenta red de narcotráfico Oruro-Iquique, varias veces liberado gracias a la benevolencia de los tribunales. Junto a ellos cayeron prisioneros Hugo Martínez, Juan Mamani y Orlando Cabello.

José Ramón Steinberg, médico cirujano, reveló lo siguiente: “En el mes de enero de 1974 llegaron a Pisagua diez personas de quienes se nos dijo eran traficantes de drogas. De estos diez, nueve fueron fusilados por el fiscal Acuña y su equipo integrado por los militares Aguirre, Fuentes y el carabinero Barraza y el teniente Muñoz. Estos fueron fusilados en el cementerio de Pisagua, siendo conducidos hasta ese lugar en un jeep militar, lo que yo vi y me consta por la información que me dio uno de los practicantes, quien me dijo que los mataban de a dos y esto lo presenciaban otros dos traficantes que serían fusilados después”.

En 1990, los cuerpos de los “coqueros” fueron encontrados junto a los de los prisioneros políticos en las fosas en Pisagua.

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Fosas de Pisagua
Fosas de Pisagua

El proceso iniciado por ese hallazgo permitió conocer otras acusaciones en contra de Acuña. El 26 de septiembre, un grupo de conscriptos allanó la casa del doctor Steinberg. Los militares lo arrestaron diciéndole que el “fiscal” quería hablar “unas palabritas” con él. Fue llevado al Regimiento Telecomunicaciones y luego al campamento de Pisagua.

“El día 12 de octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui, igualmente, golpeado, sometido al ‘fusilamiento simulado’ y otras torturas, estando con la  vista vendada e interrogado por el fiscal Acuña”.

Cerca de las cuatro de la tarde del 16 de enero de 1974, llegó a Pisagua Isaías Higueras Zúñiga. Los uniformados a cargo del campamento le dieron instrucción militar, obligándolo a realizar ejercicios físicos. Por la noche lo interrogaron bajo torturas.

Entre 1975 y 1976 no había quien discutiera su poder e influencia en la capital nortina. Pero el exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su familia lo abandonó. Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del poder, se encontraban ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle iquiqueña.

El doctor Steinberg recuerda que cerca de la una de la mañana del 17, fue llamado de urgencia a la enfermería para que hiciera un chequeo médico a Higueras. Cuando preguntó qué le había pasado al prisionero, un suboficial le respondió: “Militarmente, se cayó”.

El médico constató que el preso estaba sufriendo un infarto. Indicó a los enfermeros que le inyectaran un “vaso dilatador y un tranquilizante”, pero el fiscal Acuña, después de preguntar a los militares qué efecto tendrían esos medicamentos, negó autorización para el tranquilizante.

—Es que tengo que seguir interrogándolo—, explicó.

—Pero no puede seguir interrogándolo en estas condiciones.

—El paciente debe permanecer en reposo absoluto—, replicó el médico.

Acuña se volvió hacia los enfermeros y les ordenó:

—Déjenlo aquí quince minutos. Después me lo llevan a la Fiscalía.

El médico volvió a su habitación. Cuatro horas más tarde los soldados lo despertaron otra vez y lo llevaron a la enfermería. Higueras había muerto.

Los enfermeros militares dijeron a Steinberg que cerca de las cinco de la mañana el prisionero había pedido permiso para ir a orinar y que cuando volvió a acostarse, murió. Le aseguraron que nunca lo llevaron de regreso a la fiscalía.
El doctor tomaba constancia del fallecimiento, cuando el ex juez Acuña apareció nuevamente en la enfermería.

—¿Qué pasa?

—Esta persona ha muerto -, respondió el doctor.

—¿Usted sabe cuáles son las causas?

—Tal como le dije antes, esta persona sufrió un infarto.

—¿Usted puede certificarlo?

—Claro..., pero además habría que hacer una necropsia.

—No. Aquí no hay condiciones para eso.

Steinberg extendió el certificado de defunción diciendo que la causa inmediata de la muerte había sido un “infarto del miocardio”, provocado por “stress físico emocional”. Esa fue su manera científica de describir las torturas.

Hay no pocas historias más que podrían agregarse al prontuario de este tenebroso personaje.

Terminada su labor como fiscal, el juez Acuña se retiró del servicio y se dedicó al ejercicio libre de la profesión. Por esos años se jactaba en el foro de su amistad con el general Carlos Forestier —Forestier admiraba a Acuña— y con el propio general Pinochet, asiduo visitante de Iquique.

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Abogado Julio Cabezas
Abogado Julio Cabezas

Entre 1975 y 1976 no había quien discutiera su poder e influencia en la capital nortina. Pero el exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su familia lo abandonó. Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del poder, se encontraban ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle iquiqueña.

En 1988 el juez Raúl Mena lo encargó reo por el homicidio calificado del gendarme Villegas. El abogado Montoya representó a la familia del ex prisionero de Pisagua. A Acuña lo defendió su amigo, el expresidente de la Corte iquiqueña, el destituido Ignacio Alarcón.

Cuando el caso llegó a la Corte de Apelaciones de Iquique, el tribunal nortino declaró que estaba cubierto por la Ley de Amnistía. La Vicaría de la Solidaridad presentó un recurso de queja ante la Corte Suprema, pero el proceso fue enviado a la justicia militar. Desde entonces no se ha vuelto a saber de Acuña en Iquique (falleció en 2000)). Alarcón murió en 1997.

Fue la Corte Suprema quien autorizó a los jueces ordinarios a integrar los Consejos de Guerra. El ex abogado de la Vicaría de la Solidaridad Roberto Garretón recuerda con tristeza no solo las intervenciones del temido Mario Acuña. También la del Juez de Temuco, Hugo Olate. “Hubo algunas excepciones —afirma—, como las del juez de Antofagasta Juan Sinn y la jueza de Quillota Olga Vidal, quienes, obligados a integrar los Consejos, hicieron esfuerzos por mitigar la crueldad y las irregularidades de los integrantes militares”. Otros, como Rubén Ballesteros, Berta Rodríguez, Patricia Roncagliolo, Elba Sanhueza y Mario Torres, si bien muchas veces trataron de influir para rebajar las enormes penas que proponían los integrantes castrenses de los Consejos, en los aspectos de fondo suscribieron las tesis del régimen. Particularmente la aplicación retroactiva de la ley penal, con los aumentos de pena establecidos para el Estado de Guerra, para hechos ocurridos entre el 11 y el 21 de septiembre, a pesar de que ese estado comenzó a regir solo desde el 22 de septiembre”.

Este último aspecto no es menor si se considera que cientos de personas fueron detenidas y condenadas en Consejos de Guerra por presuntos hechos ocurridos en ese breve período  de diez días.

 

(*) Periodista de la Universidad Católica, 55 años, trabajó en la revista Hoy, en los diarios La Época, La Nación y La Tercera, entre otros medios de prensa. Autora de cinco libros.

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De todos los nombres que aparecen, hoy quiero rescatar el de don Manuel Guzmán Vial, gran penalista, que además de miembro en aquella época del Consejo de Defensa del Estado, fue un gran amigo de la Vicaría de la Solidaridad, desinteresado colaborador suyo siempre que se necesitaba algún consejo especializado, comprometido con los derechos humanos. De él solo se dicen cosas buenas en este gran capítulo de Alejandra, pero yo creo que es justo complementarlo con este recuerdo.

Mario Acuña representa el grado máximo a que puede llegar la maldad humana. En 1973, todo Iquique ya sabía de él. En calidad de virtual delincuente, estaba imputado por narcotráfico y contrabando de automóviles, lo que da cuenta de su nula relación profesional con el Colegio de Abogados de Iquique, que terminó expulsándolo de la orden en 1978. A todo ello, se suma una tortuosa vida personal y reputación de corrupto y degenerado. De carácter cruel, sádico y vengativo, desencadenó toda su furia contra los dirigentes de los partidos del gobierno de la Unidad Popular y contra quienes investigaban su vida criminal. Lo primero que hizo fue, obviamente, matar a Julio Cabezas y Freddy Taberna, como bien se señala en el relato de Alejandra Matus. Asimismo, hizo matar al funcionario de Aduanas Calderón, y sobre todo a Mario Morris, quien como nadie le seguía los pasos. Pero no sólo eso, Acuña consiguió matar a sus propios socios en el narcotráfico, entre ellos a Chánez, lo que la periodista no consigna en su escrito. Vaya, vaya, ¡a qué nivel llegó Chile en septiembre de 1973! ¿Por qué el general chileno-alemán y declarado nazi Forestier cedió ante Acuña? ¿Por qué el primer fiscal de los juicios a quien correspondía ese cargo fue remplazado por Acuña, éticamente el peor personaje que pudo ocupar tal función? ¿Por que la Corte Suprema fue cómplice en este sucio y macabro juego? La respuesta es obvia: todo el golpe de estado respondía a la infamia, la corrupción y el fanatismo de lo más extremo de la derecha nacional.

quede para dentro mis padres en los años 90 eran muy amigos de don Mario acuña , inclusive yo compartí con el en su casa fiestas , viajes , paseos y en sus conversaciones lo encontraba una persona muy inteligente y educado, buena la amistad es una cosa y el pasado es otro . lo ilógico es que mi familia es famosa por su lucha por la igualdad social ...

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