El siguiente capítulo corresponde a una segunda edición del libro Mi 11 de septiembre, donde una veintena de periodistas dan cuenta de esa circunstancia personal del autor. En esta segunda edición, LOM agregó el siguiente relato: El viaje de Clodomiro Almeyda desde Argel a Santiago entre el 9 y 10 de septiembre.
Esos dos días previos al 11 de septiembre de 1973 fueron para mí de máxima contradicción. El domingo 9 estaba saliendo muy temprano desde el aeropuerto de Argel para aterrizar en París. Allí vagué todo el día, por primera vez, recorriendo la ciudad en una especie de postal en vivo, inmerso en sus sitios esenciales, acompañado de una amiga. En la noche, tomar el Air France hacia Chile en un vuelo inimaginable hoy día: primero Dakar, en la punta oeste de África; luego cruzar el Atlántico y aterrizar en Caracas; tras hora y media emprender el vuelo con destino a Quito; allí otra hora y media para seguir a Lima; dos horas en el aeropuerto limeño y hacia las cuatro de la tarde iniciar el último tramo del viaje con destino a Santiago.
Yo viajaba acompañando al ministro de Relaciones Exteriores de Chile, Clodomiro Almeyda. Al llegar al aeropuerto lo esperaba el edecán aéreo del presidente, el comandante Roberto Sánchez, para decirle: “el presidente lo espera de inmediato en Tomás Moro”. Era el martes 10 en la noche. El canciller se volvió hacia mí:
Tuvimos oportunidad de hablar con Almeyda mientras íbamos en el largo viaje hacia la capital de Argelia, viendo el borrador que le habían preparado. Yo buscando las frases que podían ser noticiosamente más atractivas. Mi cargo era asesor de prensa del ministro de Relaciones Exteriores y, como tal, integré la delegación a aquel encuentro internacional.
— Fernando, mañana a las 12 hacemos una conferencia de prensa para informar de lo que hicimos en Argel. Prepáreme una minuta.
Y se fue a hablar con el presidente. Se notaba su preocupación tras las últimas noticias recibidas en Lima del socialista Luis Jerez, embajador allí. En mis oídos estaba su frase dicha un par de horas antes de aterrizar en una conversación muy franca: “Las cosas están muy malas con las Fuerzas Armadas… Ya en el único que se puede confiar es en Pinochet”.
Al día siguiente no hubo conferencia de prensa y Pinochet resultó ser el golpista traidor que sólo un par de días antes mostraba otros planes al presidente Allende, para respaldar una salida a la crisis política y social.
[…]
Desde que aterrizamos en Caracas comenzamos a saber algunas noticias de lo que ocurría en Chile. El embajador Luis Henríquez, con algunas noticias recibidas desde Santiago, informó al canciller de los titulares en los diarios. Almeyda los leyó silencioso, sin hacer mayores comentarios. Aunque el embajador se refirió a algunos hechos que le habían dado a conocer por teléfono en la víspera, el canciller respondía con monosílabos, algo ausente, como si su mente estuviera entregada a un análisis más profundo.
O tal vez también le rondaban las imágenes de lo vivido recién en Argelia. Sólo tres días antes le había correspondido hablar ante el pleno de la Conferencia de los Países No Alineados, con 75 países presentes, varios movimientos de liberación y una cuota importante de observadores invitados. Había estado con Muamar Gadafi, entonces joven líder de Libia, había sabido de la conversación preocupada de Fidel Castro y Michael Manley, de Jamaica, sobre Chile, mientras volaban hacia Argelia. Hubo encuentros con cancilleres de la India y Yugoslavia, entre otros, en tanto la mirada hacia distintos lados se topaba con el mariscal Tito, presidente de la entonces Yugoslavia; con Indira Ghandi, de la India; con el arzobispo Makarios, presidente de Chipre; con Julius Nyerere, de Tanzania y, por cierto, con Houari Boumediene, el presidente argelino, anfitrión de la conferencia.
A Salvador Allende le hubiera encantado estar allí, sobre todo después de su impactante discurso ante Naciones Unidas el 4 de diciembre de 1972. Pero la situación en Chile había hecho imposible su salida del país: sabía perfectamente cómo el golpismo estaba acechando en torno a La Moneda. Sabía que debía avanzar hacia una salida política mediante la cual su propuesta de socialismo por vías democráticas pudiera seguir adelante.
Nos quedamos conversando y me atreví a preguntarle cómo estaba la situación, según lo dicho por el embajador. Fue entonces cuando me dijo esa frase que siempre recuerdo como la profundidad del engaño que nos rodeaba: “…el único en quien podemos confiar es en Pinochet”.
La conferencia se realizó entre el 5 y 9 de septiembre de 1973. A mí me fascinaba la idea de llegar a otro país árabe; antes había estado en Marruecos, en una inesperada detención de 24 horas en el viaje con el presidente Allende desde Moscú a La Habana. Al partir ahora sabíamos cuál era la misión: dar cuenta de cómo Chile buscaba para su pueblo, pero también para otros pueblos del mundo, vencer las opresiones del neocolonialismo y del imperialismo que se manifestaban como obstáculo mayor en el devenir de tantos países del Tercer Mundo. Enfatizar cómo los poderosos del norte no asumían las urgencias de justicia e igualdad que reclamaban los países del sur. Ya estaban en Argel, como avanzada de Chile, José Miguel Insulza, joven asesor político del gabinete del ministro y Hernán Santa Cruz, embajador ante los organismos de Naciones Unidas en Ginebra y gestor de la UNCTAD en Chile.
De esos contenidos tuvimos oportunidad de hablar con Almeyda mientras íbamos en el largo viaje hacia la capital de Argelia, viendo el borrador que le habían preparado. Yo buscando las frases que podían ser noticiosamente más atractivas. Mi cargo era asesor de prensa del ministro de Relaciones Exteriores y, como tal, integré la delegación a aquel encuentro internacional. Además de enviar informaciones a Chile, estaba la tarea de coordinar entrevistas con los corresponsales extranjeros y llevar la relación con las agencias internacionales de noticias, siempre culminando sus preguntas con una difícil de contestar: ¿qué va a pasar en Chile? Pero, además, pude ser parte de los debates sobre el cuestionamiento al orden informativo internacional y la descolonización de la agenda mundial de noticias dominante. Aquella experiencia personal sería clave en el futuro de mi vida dedicado a los temas de la comunicación internacional y el dominio de los flujos de noticias por el mundo.
Según el orden jurídico de entonces, los ministros podían estar fuera del país sin permiso del Senado por un máximo de diez días. Como aquel permiso era imposible de obtener dada la polarización política, fue necesario abandonar Argelia el domingo 9 muy temprano, antes de la clausura de la conferencia, para poder estar de regreso en Santiago antes de la medianoche del 10. En París decidimos que cada cual tomara su propio rumbo y nos reencontráramos en la noche, antes de la partida a Santiago. Mi preocupación era una sola ahora: cuidar del tambor donde llevaba la filmación con el discurso de Almeyda para entregarlo en cuanto llegara a Televisión Nacional.
Todo eso venía con nosotros en ese viaje de regreso. Tras la parada en Caracas nos esperaba Quito, con su aeropuerto entonces casi en el centro de la ciudad. Allí estaba el embajador Rigoberto Díaz, también diciendo que parecía haber novedades importantes en Chile y que se hablaba de anuncios claves para el día siguiente. Yo tuve que preocuparme del agregado militar que acompañó al embajador al aeropuerto (no recuerdo su nombre), pero con quien habíamos compartido unos cursos en el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad Católica. “Oiga Fernando: las cosas están muy mal en Chile. No creo que lleguemos a la Parada Militar”, me dijo. No recuerdo qué le contesté, pero sí tengo la sensación de haberle mirado pensando que sus palabras eran una exageración.
Qué sabía Almeyda que ese viernes, una semana después de su discurso en Argelia, sería un prisionero político destinado al campamento en Isla Dawson, en el extremo sur de Chile.
Tres horas después estábamos en Lima. Almeyda se encontró con un relato mucho más elaborado de lo que sucedía en Santiago. Su interlocutor no era un embajador cualquiera: Luis Jerez, hombre de la cúpula socialista, había sido gerente general de CORFO y con un papel importante en el Banco Central antes de ser enviado a cubrir esa sede clave para la diplomacia chilena. Ellos hablaron en un área privada, mientras yo y un funcionario de protocolo que nos acompañaba esperábamos en un salón adjunto.
Pero pude escaparme unos minutos para conversar con Daniel González, hijo de don Eugenio González, aquel magnífico rector de la Universidad de Chile y ex senador, entonces agregado de prensa en Lima. Me dijo una frase breve y concreta: “el golpe está a la vuelta de la esquina”. Le hablé de cómo Allende había logrado manejar el tanquetazo de junio, del poder de las organizaciones de trabajadores, de la multitudinaria marcha del 4 de septiembre cuyas fotos habíamos visto en los diarios franceses. “Lo que sabemos aquí es que Allende haría un anuncio muy importante mañana, algo clave para darle una salida política a todo esto”, me dijo.
Mientras volábamos hacia el sur pensaba en esas palabras con esperanza, mirando desde el aire el atardecer con un sol encandilador que caía hacia el Pacífico. Almeyda me mandó llamar y para mi sorpresa, me dijo: “Mire, Fernando, ahora vamos a pasar por encima de las líneas de Nazca. Me dicen que de aquí las veremos muy bien por la caída del sol”. Y allí nos quedamos los dos viviendo esa experiencia magnífica, ver desde la altura al atardecer la figura de un pájaro de grandes dimensiones junto a otras que destacaban sobre una tierra de tonos dorados, por el sol ya cayendo sobre el océano. Fue una escena que muchas veces recuerdo como parte de los misterios de la vida: allí nos encontrábamos un canciller y su asesor, gozando un regalo de la naturaleza sin saber que, a esa misma hora, un día después, estaríamos viviendo la tragedia de un golpe alevoso que destruiría las esperanzas de un pueblo y el devenir de nuestras vidas.
Nos quedamos conversando y me atreví a preguntarle cómo estaba la situación, según lo dicho por el embajador. Fue entonces cuando me dijo esa frase que siempre recuerdo como la profundidad del engaño que nos rodeaba: “… el único en quien podemos confiar es en Pinochet”.
Al llegar y despedirnos me fui directo al canal de TVN. De inmediato me recibió Augusto Olivares cuando le dijeron que yo traía el video con el discurso de Almeyda. Cordial, sonriente desde sus gruesos anteojos, haciendo bromas porque, dijo, a algunos les tocaba pasear por París mientras otros tenían que caminar pensando en cómo defender al Gobierno. Llamó a José Miguel Varas, entonces Jefe de Prensa en TVN, diciéndole que ahí estaba el discurso de Almeyda listo para usar. Que pasaran algunas partes en el noticiario ya próximo.
— Oye, pero hagamos otra cosa. Los viernes tenemos el programa con el panel de periodistas. Que venga Almeyda, tú te encargas de traerlo, ¿ok?
Me uní entonces a quienes en aquellas oficinas seguían las informaciones en la radio, mientras un televisor en blanco y negro mostraba las imágenes del levantamiento y los militares rodeando la Moneda. Ya habíamos escuchado el primer mensaje del presidente Allende desde Radio Corporación, cuando dijo esperar que el Ejército no se sumara a la subversión naval en Valparaíso: “espero la respuesta positiva de los soldados de la patria que han jurado defender el régimen establecido, que es expresión de la voluntad ciudadana…”.
Por cierto, le dije que sí. Qué sabía él que al día siguiente ya no estaría vivo, porque la caída de todos sus sueños no le dejó otra opción que la valentía del suicidio. Qué sabía yo cuánta depresión y sensación de una caída profunda hacia la incertidumbre estaría viviendo ese viernes siguiente. Todo eso en medio del dolor por la muerte de Allende y las noticias de pérdidas de vidas, de redadas y detenciones en medio de la noche. Qué sabía Almeyda que ese viernes, una semana después de su discurso en Argelia, sería un prisionero político destinado al campamento en Isla Dawson, en el extremo sur de Chile.
— ¡Cecilia, despierta...! Hay golpe de Estado- dijo al teléfono nuestra querida amiga la periodista Gabriela Meza.
— Ay, chica… todos los días lo mismo. Fernando llegó tarde anoche.
Es impresionante cómo un diálogo así, informal, se queda grabado para siempre. Lo hemos recordado otra vez, mientras escribo estas páginas. No era un rumor más, era verdad. Y todo se precipitó. Vestimos a los niños, los llevamos a la casa de su abuela y seguimos hacia la editorial Quimantú donde yo dejaría a Cecilia Allendes, mi esposa, entonces directora de la revista Paloma, uno de los grandes éxitos de la editorial. De allí me iría directo a la Moneda… Eso nunca ocurrió. Apenas nos detuvimos en la entrada de la editorial vimos cómo se desplegaban los militares por el Puente Pio Nono, cortaban el tránsito en avenida Santa María y empezaban su operativo en las puertas de la Escuela de Derecho.
Me uní entonces a quienes en aquellas oficinas seguían las informaciones en la radio, mientras un televisor en blanco y negro mostraba las imágenes del levantamiento y los militares rodeando la Moneda. Ya habíamos escuchado el primer mensaje del presidente Allende desde Radio Corporación, cuando dijo esperar que el Ejército no se sumara a la subversión naval en Valparaíso: “espero la respuesta positiva de los soldados de la patria que han jurado defender el régimen establecido, que es expresión de la voluntad ciudadana…”. En ese instante, mirándonos entre todos con ojos de preguntas que no encontraban respuestas, escuchamos el primer bando de la Junta y su amenaza de bombardear las instalaciones de las radios y los medios ligados al Gobierno. Luego el presidente anunciaría que no renunciaría y resistiría en La Moneda: “pagaré con mi vida la defensa de los principios tan queridos […] vergüenza a quienes han infringido la doctrina de las fuerzas armadas”. Y se escuchó el pasar de los aviones.
En ese momento busqué un teléfono para marcar al número que tenía de la jefa de prensa, cerca del gabinete del presidente. Para mi sorpresa, una voz agitada pero no quebrantada me respondió. Le dije:
— Aló, ¿quién eres?
— Uno del GAP…
— ¿Hay alguien más ahí, alguien de prensa?
— No, nadie… Bajaron a Morandé 80.
— ¿Y qué van a hacer?
— ¿Cómo qué vamos a hacer? Aguantar, resistir aquí hasta el final. Hay mucho humo, nos bombardearon… ¿Y cómo te llamái tú?…
Estuvimos viviendo la tarde más larga, densa, opresiva y triste que recuerdo haber tenido en la vida. Aquellas voces ‘hay que atrincherarse y defender Quimantú’, o aquellos preguntando ‘¿y dónde están las armas?’ (sólo había una pistola que manejaba el encargado de la entrada a las bodegas) y así, poco a poco, esa impotencia que te entraba por las venas, mientras te preguntabas qué sería de otros amigos y conocidos.
Nunca se lo dije porque allí se cortó la comunicación. A lo largo de los años siempre me ha dolido no haber grabado esa conversación, aunque breve –y tal vez fue más-, pero ni siquiera sé cómo lo habría hecho. Es la dimensión del periodista que uno lleva consigo, pero también aquel afán de guardar algunos tesoros con los cuales uno va por la vida. Ese habría sido uno. Nunca supe quién me contestó ni su destino.
Fue entonces cuando escuchamos –con esa emoción que nos marcó para siempre a todos– aquellas palabras del presidente. Era la última posibilidad de hablarle al pueblo de Chile, pero también a la historia, por las ondas de Radio Magallanes, la última en resistir los ataques de los golpistas. No sé cómo ni por qué –son esas cosas que haces en medio del caos que desarticula tu itinerario y te lo aplasta– tomé el teléfono y marqué el gabinete del ministro Almeyda, por si alguien contestaba. Hubo alguien y fue una sorpresa: al otro lado de la línea estaba Jaime Tohá, en ese momento ministro de Agricultura.
— Jaime, ¿cómo estás, qué haces ahí?
— Han bombardeado toda La Moneda por el otro lado. Nos vinimos para acá, para refugiarnos y ver qué haremos.
— ¿Quiénes están allí?
— Bueno, no sé, algunos acá de este ministerio… Están baleando las ventanas de Agricultura y ya no puedo ir para allá… La balacera sigue, estoy debajo de un escritorio… ¡Cuídate!
Pasó largo tiempo antes de que nos volviéramos a encontrar. Fue en México, y recordamos esa conversación algo insólita en medio de lo que ocurría. Para mí estuvo tan presente como la anterior, repitiéndomela una y otra vez mientras pasaban las horas. Algunas notas hice esa noche. Pero antes, estuvimos viviendo la tarde más larga, densa, opresiva y triste que recuerdo haber tenido en la vida. Aquellas voces ‘hay que atrincherarse y defender Quimantú’, o aquellos preguntando ‘¿y dónde están las armas?’ (sólo había una pistola que manejaba el encargado de la entrada a las bodegas) y así, poco a poco, esa impotencia que te entraba por las venas, mientras te preguntabas qué sería de otros amigos y conocidos.
Al final llegó la orden de irse a casa, sin saber que nos esperaba un largo camino de 17 años. Pero esa es otra historia.
*Fernando Reyes Matta, periodista, académico y diplomático. Fue asesor de prensa del ministro de Relaciones Exteriores, Clodomiro Almeyda, hasta 1973. Vivió varios años en México, como directivo del Instituto Latinoamericano de Estudios Trasnacionales. En lo diplomático, embajador en Nueva Zelanda y China, asesor internacional del presidente Ricardo Lagos. Hoy es director del Centro de Estudios sobre China, en la UNAB.
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