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Viernes, 18 de Julio de 2025
[Revisión del VAR]

Indignados y sin norte en medio de la tragedia

Roberto Rabi González (*)

"La violencia vinculada al fútbol no es exclusivamente deportiva ni tampoco puede reducirse al accionar de los barristas más radicales. Es, sobre todo, un espejo deformado —pero fiel— de nuestras fracturas sociales, del abandono estatal y del fracaso de nuestras políticas públicas en seguridad, integración y justicia; y se expresa en modalidades específicas que mutan de acuerdo con el paso de los años".

La noche del 10 de abril de 2025 marcó un hito trágico en la historia de la violencia asociada al fútbol chileno. En los alrededores del Estadio Monumental, previo a lo que debería haber sido una jornada deportiva festiva y chispeante, dos personas perdieron la vida en el contexto de una práctica de ciertos barristas –relativamente reciente en nuestro país– denominada “avalancha”. No fue dentro del recinto ni durante un partido clásico o de alto riesgo: fue en la vía pública, en penumbras y específicamente por acción no intencional de un vehículo de Carabineros que fracasaba en su intento de mantener el orden público. Una vez más.

Este hecho no es una tragedia individual, un ajuste de cuentas entre delincuentes disfrazados de hinchas, ni el producto de una riña o robo de lienzos o fuegos de artificio. Es inédito. Un síntoma de un problema complejo y cambiante, que, a diferencia de lo ocurrido en otros países, en general no ha cobrado innumerables vidas humanas. Esta vez sí, y no puedo evitar insistir en la forma específica como ocurrieron los hechos, en la medida que nuestra reacción institucional a la violencia en los espectáculos deportivos ha sido tradicionalmente reclamar las penas del infierno contra delincuentes y desadaptados que lo destruyen todo, sin preocuparnos mayormente por las expresiones concretas de su actuar. Avalanchas, de eso estamos hablando, bastante más semejantes a las manifestaciones del problema que enfrentaron los ingleses frente a los hooligans hace muchos años atrás y que, de manera inteligente, enfrentaron con una comisión de expertos que trabajó en serio, desarrolló propuestas bien fundadas que se aplicaron de manera concienzuda.

Y resultaron.

Efectivamente, La Tragedia de Hillsborough, desgracia ocurrida el 15 de abril de 1989 en el Estadio Hillsborough de Sheffield, Inglaterra, cobró la vida de 97 personas aplastadas contra las vallas del estadio a causa de –adivinen– una avalancha.  Otra desgracia similar había marcado a sangre la historia de la Copa de Campeones de Europa años antes: en el partido final entre Juventus y Liverpool, en el estadio de Heysel de Bruselas, murieron 39 aficionados  a causa de una avalancha generada por los hooligans.  Entonces los ingleses, en vez de buscar soluciones populistas y dividendos políticos de propuestas estridentes, trabajaron en serio: los expertos generaron en famoso Informe Taylor, cien por ciento técnico y orientado a su realidad específica y lo aplicaron con decisión. De este lado del charco, desde los años noventa, se cansaron de reclamar que los problemas de violencia en los estadios se solucionaran con medidas similares. Como si hubiésemos sido ingleses en ese entonces apremiados por las avalanchas.

La violencia vinculada al fútbol no es exclusivamente deportiva ni tampoco puede reducirse al accionar de los barristas más radicales. Es, sobre todo, un espejo deformado —pero fiel— de nuestras fracturas sociales, del abandono estatal y del fracaso de nuestras políticas públicas en seguridad, integración y justicia; y se expresa en modalidades específicas que mutan de acuerdo con el paso de los años. Las avalanchas efectivamente son un problema ahora, pero un problema en el Chile que vivimos hoy: nuestra sociedad post estallido social, desigual, estridente, afectada por una crisis de migración y credibilidad de las instituciones. Y que ni ahora ni nunca ha estado dispuesta a recurrir a un diagnóstico profundo y multidisciplinario para abordar el problema de la violencia en los espectáculos masivos. Distinguiendo todo lo que hay que distinguir con precisión.

Lo de anoche lo confirma con una crudeza inapelable: la violencia de las barras ha mutado. Ya no es solo una cuestión de lo que ocurre dentro del estadio en medio de proyectiles arrojadizos, golpes y armas blancas. Tampoco se limita al día del partido. Es un fenómeno que está en la calle, en la semana, en la esquina de cualquier barrio popular donde un grupo se organiza no solo para alentar a su equipo, sino también para traficar droga, extorsionar o resolver disputas con balas. Que se organizan por Whatsapp, para que, a la orden de alguno y como no ocurría antes, formen una avalancha humana para entrar sin pagar a un partido de fútbol. O a un recital. 

Desde hace años que diversos actores —algunos bien intencionados, otros simplemente oportunistas— vienen señalando a las barras bravas como el principal enemigo del fútbol. Se ha hablado de mano dura, de listas negras, de carnet del hincha y de otras tantas medidas simbólicas. Y sin embargo, los hechos más graves continúan ocurriendo. ¿Por qué? Porque seguimos apuntando a las consecuencias sin querer estudiar las causas. Porque es inconcebible un Informe Taylor en Chile, sobre todo, porque si así se procediera, ningún político sacaría partido del proceso y sus efectos virtuosos.

El Estado chileno ha fracasado rotundamente en dar una respuesta sistémica. La Ley de Violencia en los Estadios, aunque ha tenido momentos de lucidez normativa, se ha vuelto obsoleta frente a una realidad que la desborda. No basta con prohibiciones de ingreso o cámaras de vigilancia. Se necesita investigación criminal profunda, persecución penal estratégica y una red de contención social para prevenir la captación de jóvenes por redes delictivas que usan el fútbol como fachada.

Pero también se requiere un debate público que no se agote en la condena moral ni en la indignación momentánea. Debemos discutir con seriedad, con datos y con la humildad de aprender de otras experiencias. Inglaterra, Italia, Argentina: todos han tenido momentos en que la violencia barrial se desbordó y todos, con más o menos éxito, han generado diagnósticos y respuestas que van más allá del populismo punitivo. El Informe Taylor, como se dijo, no fue un simple conjunto de medidas; fue un cambio de paradigma.

Y, al parecer, nadie está dispuesto a contribuir en serio al trabajo más necesario y difícil porque no producirá efectos de inmediato.

(*) Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).

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