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Viernes, 18 de Julio de 2025
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Series de TV – La edad dorada: La otra lucha de clases

Juan Pablo Vilches

La estratificada sociedad neoyorquina de fines del siglo XIX está siendo asediada por los nuevos magnates y sus montañas de dinero. Y la contienda se da entre mujeres, bailes y obras de caridad.

Cuando Downton Abbey (2010-2015) se estrenó por el canal comercial británico ITV, tardó muy poco en convertirse en un éxito mundial, en especial por su forma ágil y estéticamente atrayente de retratar la extraña e interesantísima convivencia –tan británica, por lo demás– de los aristócratas y su servidumbre.

Su creador, el productor inglés Julian Fellowes ya había realizado un ejercicio similar pero de menor tamaño al coproducir y coescribir la película Gosford Park (Robert Altman, 2001), situada en un universo parecido pero en registro de novela de misterio; con una detective improbable y una trama urdida para dejar muy mal parada a la distinguida ruling class de las islas británicas.

Pues bien, ahí pareció pesar más la izquierdista mano de Altman, pues Fellowes –un conservador proveniente de una distinguida familia de aristócratas y militares, y par vitalicio en la Cámara de los Lores – hizo gala en Downton Abbey de una mirada más complaciente y empática con su propia clase, lo que explica en parte el éxito en EE. UU. (donde fue transmitida por la PBS) y su posterior consagración en la cultura popular.

Con ese respaldo, Fellowes comenzó a investigar y escribir en 2016 una serie sobre la irrupción de los magnates ladrones (robber barons) en la vida social neoyorquina durante la década de 1880, y de ese esfuerzo surgió finalmente La edad dorada.

El título en inglés (The Gilded Age) hace alusión al floreciente periodo económico tras la Guerra de Secesión, pero también a los arabescos pintados de dorado que adornaban las mansiones aristocráticas y las que aspiraban a serlo, pues esta serie –entre otras cosas– aborda la forma en que se despliega y exhibe la riqueza.

Con ese respaldo, Fellowes comenzó a investigar y escribir en 2016 una serie sobre la irrupción de los magnates ladrones (robber barons) en la vida social neoyorquina durante la década de 1880, y de ese esfuerzo surgió finalmente La edad dorada.

A la casa de la aristocrática viuda Agnes Van Rhijn (Christine Baranski) y de su hermana soltera Ada Brook (Cynthia Nixon) llegan dos novedades. Una es su joven sobrina Marian (Louisa Jacobson), una joven bonita, virtuosa, inteligente y pobre, como un personaje de Jane Austen; la otra son sus nuevos vecinos, los Russell, dueños de la nueva y fastuosa mansión que acaba de ser construida al otro lado de la calle.

George Russell (Morgan Spector) es un banquero y magnate del ferrocarril, preocupado de hacer florecer su ya obscena fortuna, mientras que su esposa Bertha (Carrie Coon) se esfuerza por transmutarla en prestigio social. ¿Cómo? Siendo aceptados por el “viejo dinero” de las familias residuales de Nueva Ámsterdam, ese núcleo reticente e irremediablemente provinciano que retrató Scorsese en La edad de la inocencia (1993).

La serie es explícita al mostrar las diferencias entre el nuevo y el viejo dinero. La casa de Agnes, Ada y Marian se ve estrecha y oscurecida por el color madera de sus muebles, paredes y marcos. Todo es más lento y teatral en sus habitaciones. En la casa de los Russell, en cambio, dominan el blanco y el dorado, y los espacios amplios permiten que la cámara se deslice y baile incluso, no tanto para expresar estados emocionales sino para exhibir una riqueza fastuosa e impenitente, sin perder la capacidad de enfocarnos fugazmente en ciertos detalles: un candelabro, una lámpara, una pintura o un collar. Con la misma e cautivante destreza desplegada en Downton Abbey.

En ambas casas, además, está el infaltable subsuelo habitado por la servidumbre, con la ya conocida galería de personalidades diversas –perfiladas eficientemente–, pero igualmente sometidas por una disciplina rígida e casi siempre incuestionada. Las historias de los cocineros, mayordomos y sirvientas funcionan, en general bastante bien, como la caja de sorpresas que sazona el dinámico devenir de los personajes principales y la evolución histórica que están empujando con sus acciones. Muchas veces sin saberlo.

En paralelo con las historias aparentemente nimias de desengaños amorosos, obras de caridad o fiestas de presentación en sociedad, se mueven fuerzas tectónicas de la mano de la tecnología. Edison exhibe en el centro de la ciudad un edificio iluminado con sus ampolletas, domesticando así la noche. Para siempre. En tanto, trozos de lo que será la Estatua de la Libertad yacen en los parques porque aún no se ha recolectado el dinero para completar su base.

Tanto en Downton Abbey como aquí, Fellowes entrelaza las historias –grandes y pequeñas– con los hechos que le dieron forma al mundo que hoy habitamos, porque su interés en las personas y en sus conflictos no se puede aislar del entorno que propició dichos conflictos, o los resolvió, cargando los dados hacia uno u otro contrincante.

Por eso, las historias son solo aparentemente nimias. La historia de amor en ciernes entre Marian y su abogado toma el giro que toma por el contexto valórico respecto del sexo, del dinero y del posicionamiento social en la Nueva York de aquel entonces. El estreno en sociedad de la hija de los Russell (Taissa Farmiga) puede parecer una cápsula insignificante de dispendio burgués, pero la escritura de Fellowes lo presenta como un campo de batalla entre la aristocracia provinciana e imitadora de cierto decoro británico, y los magnates ladrones que monopolizaron la segunda revolución industrial. Quienes, según Fellowes, son hasta hoy el modelo para quien desee gastar y exhibir dinero en grandes cantidades.

Tanto en Downton Abbey como aquí, Fellowes entrelaza las historias –grandes y pequeñas– con los hechos que le dieron forma al mundo que hoy habitamos, porque su interés en las personas y en sus conflictos no se puede aislar del entorno que propició dichos conflictos, o los resolvió.

La batalla se da con gestos medidos, palabras afiladas y la permanente actualización de los códigos de comunicación (protocolos les llamarían hoy) que permiten la comprensión entre seres y tribus distintas, pero todo esto ocurre en medio de una puesta en escena encantadora y hasta hipnótica en cuanto a su belleza, para que el espectador entienda y valore el modo de ser aristocrático como una cumbre de nuestra civilización. Sobre todo cuando demuestra la sagacidad de reconocer sus límites y renovarse a través de la cooptación, aceptando como elite a quienes se tropezaron con el dinero unas cuantas generaciones después. O incluso a quienes no tienen dinero pero lo compensan con alguna otra cosa.

A fin de cuentas, Downton Abbey no era más que un tributo a esa aristocracia inteligente y virtuosa, capaz de acoger como uno de los suyos a un médico de clase media o a un irlandés católico y socialista, y cambiar –lo necesario– en el proceso.

Se espera una segunda temporada para La edad dorada, y la misma serie nos ha dado suficiente información para intuir lo que vendrá en lo sustantivo; mas no por eso uno querrá perderse los detalles. Como ya vimos, son más que detalles.

Acerca de

Título: The Gilded Age

País: EE. UU.

Exhibición: Una temporada de nueve episodios y se espera una segunda (2022-)

Creada por: Julian Fellowes

Se puede ver en: HBO Max

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