Lo vengo escuchando desde que era chico: “en Chile necesitamos más técnicos, no más profesionales”. Lo escuché primero de mis padres y tíos, luego de los profesores en el colegio, luego de mis colegas y amigos ya adultos y ya profesionales. La idea de base de aquella oración era que, en el fondo, las sociedades son como pirámides donde la cúspide es un espacio estrecho en el que cabe poca gente y que la base es donde debe residir todo el resto. O que las élites deben ser minúsculas, apoyadas sobre una masa informe de personas menos cualificadas y con menos oportunidades.
Pensar así es pensar aristocráticamente: los mejores (o las mejores) lo son por su cuna, o por sus redes, o por su colegio de proveniencia.
Y entonces arribó, quizá a mediados de la primera década de este siglo, una idea que cambió esa concepción aristocrática: la meritocracia.
¿Qué es la “meritocracia”? Simplemente la noción de que en esa pirámide la cúspide es alcanzada vía mérito y no por cuna.
Una idea que parece del todo sensata, pero que también esconde sus bemoles. Y varios.
En los últimos días, a raíz de la propuesta del Gobierno de la “Admisión Justa”, esta última idea ha vuelto a cobrar vuelo.
Pero la evidencia de la investigación sobre educación indica que es falsa y tramposa.
Hace ya más de quince años tuve la oportunidad de leer un texto simplemente sobresaliente sobre educación que había publicado la OCDE en París. Se llamaba “Entendiendo el cerebro. Hacia una nueva ciencia del aprendizaje” (OCDE, 2002). En ese libro, que trataba un tema entonces embrionario, pero que con el tiempo se ha convertido en un estándar -la “neuroeducación”-, había una sección que me llamó profundamente la atención como un lingüista que trabajaba en Mineduc; la descripción de tres tipos de sociedades en términos de sus sistemas educacionales: las aristocráticas, las meritocráticas y las democráticas. “La primera respeta el privilegio; la segunda, el mérito; la tercera, la humanidad”, señalaba aquel libro.
Y aquí venía lo bueno. El texto planteaba que ya no era sostenible, a inicios del siglo XXI, la construcción de sociedades basadas en el privilegio o la discriminación por etnia, género u origen social. Que el privilegio había pasado de moda. Sin embargo, la OCDE alertaba, ya desde entonces, que el desplazamiento desde las sociedades aristocráticas a sociedades meritocráticas también resultaba discutible. Indicaba el texto que “Las aristocracias saben quiénes son las mejores personas y las recompensan en consecuencia. Las meritocracias buscan a las mejores personas y luego las recompensan generosamente”.
¿Qué habría de malo en esto último?
El problema esencial es que, tal como las aristocracias, las meritocracias también racionan los privilegios, esto es, que los beneficios y las oportunidades se otorgan solo a unas pocas personas. El hecho de que estas personas aparezcan como más aptas para dichos beneficios no mejora mucho el asunto, porque de todos modos se deja fuera a un volumen considerable de la población debajo de la mesa de la prosperidad.
Creo que eso es justamente lo que está detrás de los “liceos de excelencia”. O, como lo han llamado acertadamente un sinnúmero de detractores y detractoras de la idea, “el último descreme”. Tanto Óscar Contardo, como Daniel Matamala, como Carlos Peña, en sentidas y profundas columnas del domingo recién pasado, giran en torno a este argumento contra la propuesta del Gobierno. Y se encuentran en lo cierto. Lo mismo muchos mensajes de Twitter o Facebook de personas que le han dado vuelta al tema.
No. Las sociedades meritocráticas adolecen de sus propias y graves falencias, de las cuales no es la menor que ellas funcionan por medio de un sistema de premios y castigos que no consideran las condiciones de partida de las personas a las que se les exige su esfuerzo para ser recompensadas.
Continúa el documento de la OECD (2002) afinando la puntería al indicar que: “Muchos individuos han demostrado en sus propias vidas que la idea de un nivel de inteligencia fijo e inmutable a lo largo de toda una vida [y, por lo tanto, el mérito] es cuestionable, si no completamente ridículo. Mucha gente, después de haber parecido débil en la escuela, se graduó más tarde en instituciones de educación a distancia y luego brilló en el lugar de trabajo. Del mismo modo, a algunos les fue bien en la escuela, solo para enfrentar desafíos insalvables en su vida adulta”.
Y esto me permite volver a la oración del inicio, de que “en Chile necesitamos más técnicos, no más profesionales”.
Cuando en los últimos años me han dicho de nuevo ese principio, suelo contestar yendo a los datos del Consejo Nacional de Educación. En primer lugar, a que efectivamente el número de personas que estudia carreras técnicas se ha ido incrementando. En 2005, entre estudiantes de Institutos Profesionales (IP) y Centros de Formación Técnica (CFT), sumaban 194.759 de un total de 637.434 estudiantes de educación superior, equivalente a un 30,6% de toda la matrícula de la educación terciaria, mientras que, en 2015, sumaban 511.433 de un total de 1.152.951, totalizando un 44,4%. Esto es un aumento de casi quince puntos porcentuales en una década (Fuente: CNED, este valor ha descendido recientemente luego de las reformas orientadas a la gratuidad que ha hecho aumentar nuevamente, aunque de manera leve, la matrícula universitaria, por sobre de las de los IP y los CFT).
Lo más importante, sin embargo, no son esas cifras, sino que una tendencia que se ha incrementado en Chile sobre todo en los últimos diez años: esas personas que estudian en los IP y los CFT, al igual que las y los universitarios, habitualmente siguen formándose: por medio de programas Sence, por medio de diplomados, e incluso -y muy voluminosamente- por posgrados. Eso, sin considerar la formación permanente asociada al mundo del trabajo.
Porque aquí se oculta otra trampa de la meritocracia: pensar que la educación es algo que se alcanza, cuando, como ya se sabe hace décadas, la formación y el aprendizaje, son procesos que en nuestros tiempos duran toda la vida prácticamente. A eso se le llama hoy el “lifelong learning”.
Hacia una educación democrática
Visto todo lo anterior, la pregunta que sigue obviamente es cómo nos podemos desplazar como país hacia una sociedad post-aristocrática y post-meritocrática. Y en esto, aquel libro de la OCDE trae algunas pistas: “En la medida en que más y más personas se embarcan y tienen éxito en los cursos de aprendizaje avanzado, lo único que se puede decir con certeza sobre los límites de la inteligencia humana (medida por el logro educativo) es que son desconocidos y continúan superando nuestras expectativas”. Y, además, que “la sociedad democrática busca la satisfacción de todos sus miembros, no solo de aquellos que se consideran más capaces. Ofrece patrones de empleo que exigen y recompensan el éxito del aprendizaje permanente para todos. Tiene una gran fe y grandes esperanzas en la inteligencia y el potencial de aprendizaje de todos. Y está dispuesta a rechazar la segregación y la selectividad, a pesar de la percepción (por parte de algunos) del beneficio (a menudo por sí mismos) de los sistemas selectivos”.
No es fácil de construir una sociedad educacional democrática, toma tiempo y esfuerzo del Estado, de las instituciones y de las y los docentes; demanda recursos y logística; pero es lo mejor que se puede legar a las generaciones futuras sin postrarlas ante la falta de oportunidades o la “Admisión Justa”.
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