No hay cómo hablar de la muerte de alguien que no ha partido. Lotty Rosenfeld se ha hecho más presente que nunca. Lo que oprime es saber que tendremos que conformarnos con la memoria y su capacidad para rellenar los vacíos con frases y gestos que no le pertenecen a ella sino al que recuerda.
Es bueno que los chilenos sepan quien es la artista que hoy detiene su marcha y emprende el vuelo. Que sepan en medio de qué inmensa obra viven. La libertad con la que nos manejamos hoy con los signos y con los símbolos se debe en buena medida a los lazos que ella estableció entre la calle y el arte; entre movilizarse y moverse entre signos.
Su obra va a aparecer en estos días como el despliegue de las imágenes en las que se movilizan las mujeres y los marginados en Chile y en el mundo. Ella es la fuente del NO +, que se ha agitado enarbolando banderas de todos los colores en la Plaza de la Dignidad. Ella fue la articuladora del Colectivo de Acciones de Arte y de una parte importante de la resistencia a la dictadura desde el arte.
Su obra más conocida, Una milla de cruces sobre el pavimento, recorrió el mundo entero. Marcó las calles en todos los continentes, imprimiendo su huella en Roma, Washington y Kessel. Viajó durante cuarenta años desde su primer acto en la avenida Manquehue hasta su último proyecto, que consistía en hacer una cruz de dimensiones cósmicas en el estrecho del Bósforo, usando barcos, puentes y satélites.
Lotty diseñaba grandes obras en las que filmaba una marcha de hormigas en Desacato. Pasan sobre una plataforma petrolera en el Estrecho de Magallanes, en el Museo de Bellas Artes y en la fachada de La Moneda. Pasar, sobrepasar, andar y proyectar imágenes en fachadas de arquitectura connotada; repasar y hacerlas vibrar con la luz y con una sonoridad que les queda adheridas en sus muros; pasar y marcar cada sitio con signos y ruidos que la impregnan y cambian su modo de ser durante un instante. La obra de Lotty Rosenfeld conjuga intensidades que borran los encierros de lo privado y hacen de lo público un espacio abierto para cada uno.
Lotty Rosenfeld no era solo una artista de obras inmensas. Amaba las imágenes, los papeles, los colores y las texturas. Su soporte eran la ciudades y los poblamientos humanos. Ella ponía su cuerpo, de rodillas y sobre sus manos en la obra para atravesar una cinta de papel en la calle. Tenía una obra hecha a mano, tan compleja como su obra mayor. Su obra es una extensión de su cuerpo. A veces, pequeños dibujos, grabados y bocetos eran el campo de reflexión, de placer y de experimentación.
Dejé el final de esta nota para la mujer, la madre y la amiga. Es lo que impone el elogio. Partir por la obra y en lo posible obviar los accidentes personales. Pero todo era personal para Lotty Rosenfeld. Su obra misma es un accidente producto de su fidelidad y su determinación. En lo impersonal de su trabajo esta su firma y su sello único. Ella trabajó intensa y anónimamente muchas veces en los trabajos de sus amigas.
Participaba, editaba y guardaba en un archivo con la forma de un cubo infinito. Tenía un carácter inconfundible; ella misma era una marca indeleble en el paisaje. Tenía un humor ácido y compasivo a la vez, cubierto de cuatro capas de austeridad. Era determinada, entregada y recia en sus convicciones. Amaba a sus hijos y a sus nietos sin equívoco sobre las prioridades de su compromiso y sin concesiones al sentimentalismo.
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